De la ciudad al campo: una mudanza hacia la calma

Lo que comenzó como una necesidad económica, un anhelo de tranquilidad o un simple cambio de escenario, se ha convertido en una forma distinta —y quizá más consciente— de habitar el mundo. Cada vez más personas abandonan la ciudad y redescubren el campo como refugio, desafío y escuela de vida

Antonio y 'Antoñito' Naranjo, hermano y abuelo de Cristina, disfrutando de los terrenos de su hogar.

Antonio y 'Antoñito' Naranjo, hermano y abuelo de Cristina, disfrutando de los terrenos de su hogar. / LP / DLP

María Alfonso Rodríguez

María Alfonso Rodríguez

Las Palmas de Gran Canaria

Cuando Cristina Naranjo dice que para ella «vivir en el campo es vivir. Así, en general», no está exagerando. Lo dice desde la experiencia profunda de haber crecido en Lomo Carbonero, San Mateo, rodeada de tierra, cabras y celebraciones de barrio. «Recuerdo las fiestas, las carrozas que preparábamos con semanas de antelación, las comidas familiares en casa de mi abuela, y cómo nos íbamos a pintar con tizas en nuestra caseta o a buscar ranas al estanque. Incluso cuando nos llenábamos de garrapatas en los naranjeros, éramos felices», comparte. En su voz, lo rural no es una moda reciente ni una decisión de escape. Es una forma de estar en el mundo. 

Su casa, dice, «es una casa terrera que construyeron mis padres sobre la de mis abuelos. Tiene terrenos donde plantar, correr y una terraza donde ver el amanecer». Allí estudia, trabaja y respira. «Mi casa es un hogar donde me puedo sentir en paz», expresa entre los recuerdos de toda una vida.

Cristina Naranjo ordeña una de sus cabras como hacía junto a su abuelo cuando era pequeña.

Cristina Naranjo ordeña una de sus cabras como hacía junto a su abuelo cuando era pequeña. / LP / DLP

Un gran cambio

Pero no todos nacen en el campo: muchos llegan. Xabier Maldini, por ejemplo, creció en Barcelona, en pleno centro de Gracia. «En la ciudad, nunca había un segundo sin ruido humano. Siempre sonaba algo: una moto, una televisión, una nevera…». Su transición fue progresiva: primero una habitación en el campo, luego un paso más decidido. «Cuando sentí el silencio por primera vez, me impactó. Me pitaban los oídos de no oír nada artificial», comparte con un humor.

Ahora vive en Moya con su pareja y tiene una casa con terraza, patio, espacio para sus perros y un taller de tablas de surf donde da forma a sus hobbies y da vida a parte del material de Buen Surf, su tesoro personal y escuela que ha construido con cariño en el barrio de Guanarteme. «Antes vivía donde trabajaba y nunca desconectaba. Ahora tengo tiempo para mí. Puedo salir a pasear, arreglar mis cosas, cuidar el terreno. Y si no me apetece, simplemente lo dejo. Eso también es libertad», matiza.

Virginia Rodríguez y su pareja también decidieron dejar los alrededores de la ciudad y subir a El Solapón, barranco que pertenece a la Vega de San Mateo. Al principio tenían dudas, pero la vida les ha demostrado que el cambio valía la pena. «Aquí hay comunidad, hay respeto, y hay cultura. La gente cree que el campo es atraso, pero nada más lejos. Con el club de lectura me he quedado alucinada: aquí hay catedráticos, médicos jubilados, gente culta y generosa».

«Hay comunidad, respeto y cultura. La gente cree que el campo es atraso, pero nada más lejos»

Virginia y Aday, disfrutanto de sus primeras navidades en San Mateo, tras desplazarse desde la ciudad.

Virginia y Aday, disfrutanto de sus primeras navidades en San Mateo, tras desplazarse desde la ciudad. / LP / DLP

Más al norte, en La Milagrosa, Johan Loreto también se enfrentó al vértigo del cambio. «Cuando vi la casa por primera vez, dije que no. Me parecía que estaba muy lejos y no tenía nada alrededor». Pero la familia crecía y en la ciudad no encontraban nada que fuera amplio y asequible. Hoy se ríe al recordarlo: «Ahora no me arrepiento. Aquí se vive más tranquilo. Hacemos vida en la azotea y en el jardín. Tenemos más espacio y más tiempo para estar juntos».

En ese nuevo ritmo de vida, hay espacio para redescubrir lo que antes se pasaba por alto: el valor de los vecinos, el silencio, el cielo estrellado. Cristina lo recuerda con cierta nostalgia: «Antes la vida en el campo era más dura, pero había más comunidad. Te tomabas un café con el vecino sin mirar el reloj. Aunque tenías menos, eras más consciente de lo que tenías».

Johan Loreto junto a su familia en la entrada de su casa en La Milagrosa.

Johan Loreto junto a su familia en la entrada de su casa en La Milagrosa. / LP / DLP

La modernidad también ha llegado, claro. «Hoy en día hay internet, hay transporte, incluso puedes estudiar desde casa. Pero también han llegado las prisas, las redes sociales, el ruido digital», añade. Aun así, asegura que «vivir aquí es un privilegio».

«La tecnología no es enemiga del campo», puntualiza Cristina. «Ahora podemos estudiar online, trabajar desde casa y tener acceso a cosas que antes ni soñábamos». Lo que cambia, dice, es el uso: «Aquí no vivimos pegados a la pantalla. Hay más distracción natural. El campo te obliga a levantar la vista».

Xabier, por su parte, lo tiene claro: «Es calidad de vida. Puedes tener espacio vital dentro de tu casa, algo imposible en la ciudad. Y si quieres ruido, lo eliges. Ahora tengo la sensación de que puedo decidir». No extraña la ciudad, salvo por el desmadre ocasional. «Eso de salir de fiesta y volver caminando a casa ya no lo tengo. Pero es el precio que pago por estar en paz». Virginia, por su parte, lo resume así: «No necesito extender más de lo que tengo aquí. Aunque tenga que coger el coche para ir a trabajar, luego llego a casa y estoy tranquila. Eso vale mucho».

Pros y contras

Claro que vivir en el campo no es un anuncio de revista. «Muchos llegan con una idea idealizada», advierte Cristina. «Pero aquí hay que trabajar duro, lidiar con la soledad a veces, y adaptarse a un ritmo muy distinto». Las distancias, la falta de servicios o el esfuerzo físico pueden sorprender a los recién llegados. «La ciudad es más cómoda, pero también más estresante. Aquí, en cambio, vives con menos, pero vives mejor».

Aun así, todos coinciden en que vale la pena. Por el espacio, por la paz, por el cielo limpio. Johan ya se imagina mayor «con una piscina, abajo en el terreno». Virginia lo describe como «maravilloso, siempre que el cuerpo aguante». Xabier, con humor, se proyecta compartiendo casa con amigos jubilados: «Seremos la primera generación de abuelos que se va a vivir junta por gusto y por necesidad».

A quienes han crecido en ciudad, el campo les cambia incluso el cuerpo. Lo dice Xabier: «Antes, en casa, solo me sentaba frente al ordenador o a ver la tele. Ahora estoy en movimiento, sin presión: desbrozo, arreglo las tablas, paseo con los perros, me siento en la terraza. Me muevo por gusto, no por obligación». Pero el cambio más grande, dice, es interior. «Aprendí a estar conmigo mismo. A elegir a quién dedicarle el tiempo. A disfrutar del silencio. Y eso es impagable».

«Antes, en casa, solo me sentaba frente al ordenador o a ver la tele. Ahora estoy en movimiento, sin presión: desbrozo, arreglo las tablas, paseo con los perros, me siento en la terraza. Me muevo por gusto, no por obligación»

En las casas rurales, la vivienda deja de ser solo un espacio funcional. Se convierte en reflejo de una vida. Cristina lo tiene claro: «Espero algún día poder tener la mitad de lo que han conseguido mis padres. La infancia que yo tuve es la que me gustaría darle a mis hijos». Para ella, su casa no es solo un lugar donde vive: es una extensión de su historia familiar. Recuerda cómo su abuelo llamaba al timbre para que bajaran a ayudarle a descargar las garrafas que traía de la fuente de San Isidro, cómo lo acompañaba a darle de comer a las cabras o a ponerles pienso a los perros. «Crecí viendo a mi abuelo hacer esas cosas todos los días. Eso también era parte de la vida en el campo», dice. En esas rutinas sencillas, que hoy ya no son tan comunes, ella aprendió lo que significa el trabajo, el cuidado y la conexión con la tierra.

«Crecí viendo a mi abuelo hacer esas cosas todos los días. Eso también era parte de la vida en el campo»

Xabier Maldini en los jardines de su hogar en Moya.

Xabier Maldini en los jardines de su hogar en Moya. / LP / DLP

También Johan destaca ese valor simbólico de la casa: «Ahora estamos reformando. Cinco habitaciones, dos baños, cocina, salón, azotea… Y un jardín donde mi suegro siempre está metido. El terreno se ha convertido en parte de nuestra rutina familiar».

En muchos de estos testimonios aparece una constante: la infancia en el campo es una escuela de vida. Cristina lo recuerda con emoción: «Nos aburríamos y eso estaba bien. No había pantallas. Si no sabíamos a qué jugar, lo inventábamos. Bajábamos al barranco, buscábamos musgo para el Belén, acompañábamos a los mayores a dar de comer a las cabras».

Virginia coincide: «Aquí los niños leen. Hay comunidad, hay conversación. Se cruzan generaciones y eso te hace crecer de otra manera». No es solo el paisaje. Es el tejido social, el ritmo vital, la conexión con lo cotidiano. Ella habla del entorno como si fuera una extensión de sí misma. «Hay días que basta salir a caminar un rato y ya te cambia el ánimo. Ver el barranco, oler los pinos, notar el aire limpio… eso no te lo da ninguna ciudad». El paisaje aquí es refugio, no solo decoración.

Vistas desde el hogar de Virginia Rodríguez en el barranco El Solapón, en la Vega de San Mateo.

Vistas desde el hogar de Virginia Rodríguez en el barranco El Solapón, en la Vega de San Mateo. / LP / DLP

Y sin embargo, el campo también enfrenta desafíos. «No todo está ganado. Hay pueblos mal comunicados, jóvenes que tienen que irse a estudiar lejos, servicios que no llegan», admite Cristina. «Pero si se apoya lo rural con inteligencia, el futuro está aquí».

Futuro en el campo

Ese futuro depende también de cómo se entienda el campo. No como un sitio detenido en el tiempo, sino como un territorio con historia y posibilidades. Xabier lo dice con ironía: «A la gente que quiero se lo recomiendo. A los demás, que se queden en la ciudad».

Johan lo ve con más calma: «Si me das un ático en Las Canteras, lo pienso. Pero ahora mismo, me quedo aquí. Por la tranquilidad. Por cómo vive la familia. Por todo». Y si algún día el cuerpo no acompaña, ya se planteará bajar. Pero por ahora, el campo le ofrece lo que buscaba: espacio, silencio y presencia.

Exterior del hogar de Johan Loreto y su familia.

Exterior del hogar de Johan Loreto y su familia. / LP / DLP

La vida rural, como ellos la cuentan, no es una postal romántica. Es dura a veces, limitada otras. Pero está viva, se adapta, integra y devuelve cosas que la ciudad ha ido perdiendo: el tiempo compartido, la identidad vecinal, el valor de lo simple. Quizá por eso, cada vez más personas se atreven. No a irse, sino a quedarse. 

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