Ingrid Bergman: Lacónica, enigmática y sensitiva
Se conmemora el 110 aniversario del nacimiento de la protagonista de ‘Casablanca’ y de algunos de los dramas románticos más populares de la historia del cine.

Ingrid Bergman: Lacónica, enigmática y sensitiva / La Provincia
Ingrid Bergman (Estocolmo, 1915 / Londres, 1982) tenía el mismo apellido y la misma nacionalidad que el autor de Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963) y Sonata de otoño (Herbstsonate, 1978), película esta última que protagonizaría junto a la también escandinava Liv Ullman y que, además de proporcionarle su séptima nominación al Óscar, contribuiría a consolidar una de las vertientes más poderosas de su personalidad como actriz: la singular capacidad que tenía para traslucir, con una naturalidad admirable y sin acudir nunca al socorrido recurso de la sobreactuación, el complejo perfil psicológico de muchos de sus personajes, algunos sin embargo tan volátiles y etéreos como la díscola heroína de Elena y los hombres (Elena et les hommes, 1956), de Jean Renoir, o la cálida y enamoradiza Anna Kalman de la comedia de Stanley Donen Indiscreta (Indiscreet, 1958). En este terreno, qué duda cabe, llegaría a ocupar su propio sitial junto a las grandes estrellas de la época dorada de Hollywood, sitial del que, hasta ahora, a 33 años de su desaparición, nunca nadie logró desalojarla.
Demostró, urbi et orbi, que el viejo oficio de la interpretación también puede ejercerse, con plena convicción, desde la más absoluta austeridad gestual, tal y como demostró en numeosos trabajos a lo largo de medio siglo de carrera en los escenarios y en los platós, dejando a su paso un reguero de actuaciones tan luminosas y emotivas como la desdichada duquesa Anastasia del filme homónimo de Anatole Litvak, o la tímida y ensimismada doncella de Asesinato en el Orient Express (Murder on the Oriente Express, 1974), de Sidney Lumet, dos títulos irregulares aunque le proporcionaron mucha popularidad y la ocasión de obtener dos de sus tres Óscar.
Inevitablemente, su explosiva aparición en el cine estadounidense con Intermezzo (Intermezzo: A Love Story, 1939), de Gregory Ratoff, junto a Leslie Howard, suscitó no pocas suspicacias entre quienes calificaron este éxito como una simple operación de Hollywood para revelar de su pódium a la fría y displicente Greta Garbo, su venerada compatriota, y quienes se dejaron embrujar por su irresistible talento ante las cámaras y confiaron rápidamente en sus dotes artísticas para convertirse, como así fue, en uno de los rostros más originales, relucientes y seductores de los muchos que poblaban durante aquellos años la meca del cine, con la particularidad de que, a diferencia de otras muchas stars Bergman mantuvo siempre a raya su reconocida reputación de profesional rigurosa, dúctil y profundamente disciplinada.
En su Suecia natal, donde transcurrieron sus primeros años de carrera, comienza a despuntar bajo la batuta de Gustav Molander, Ivar Johansson y Per Lindberg, tres directores con los que logró perfilar su identidad como heroína de grandes melodramas de corte histórico y de los que aprendería, según sus propias declaraciones, «todo lo que sé sobre el arte de la actuación». Ganó tres Óscar y el reconocimiento general de la inteligentzia cinematográfica internacional gracias al sentido común que siempre demostró a la hora de elegir entre la multitud de ofertas que le llovieron tras los éxitos obtenidos en el cine de su país y su natural propensión a elegir papeles en consonancia con los rasgos de su sobria y reservada personalidad.
Relación con Rossellini
A finales de la década de los años 40, en plena escalada de éxitos con películas como ¿Por quién doblan las campanas? (For Whom the Belt Tolls, 1943), de Sam Wood; Luz que agoniza (Caslight, 1944), de George Cukor, por la que recibiría su primer Óscar; Arco de triunfo (Arch of Triumph, 1948), de Lewis Milestone; Juana de Arco (Joan of Arc, 1948), de Victor Fleming; Encadenados (Notorius, 1945) y Recuerda (Spellbound, 1945), ambas dirigidas por Alfred Hitchcock; Casablanca (Casablanca, 1942), de Michael Curtiz y El extraño caso del Dr. Jeckyl (Dr. Jeckyl and Mr. Hyde, 1941), de Victor Fleming, la actriz vio en un cine de Los Ángeles Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945), de Roberto Rossellini, quedando virtualmente cautivada por aquella legendaria joya del neorrealismo italiano.
Fue tal su entusiasmo por la película que decidió conocer al propio Rossellini con el único propósito de poder trabajar a sus órdenes en alguno de sus futuros proyectos como cineasta. «Soy una actriz sueca —le confesó en su carta de presentación— que habla bien inglés, que ha olvidado su alemán, que se entiende mal en francés y que en italiano sólo sabe decir ti amo». Meses después iniciaría , junto al autor de Paisa (Paisa, 1946), una nueva y apasionante etapa profesional protagonizando filmes del calado de Stromboli (Stromboli, terra di Dio, 1949), Europa 51 (Europa, 51, 1951), Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953) o Giovanna d’Arco al rogo (1954), cuatro títulos cuya enorme repercusión en Europa le aportó una nueva dimensión a su currículo profesional, abriéndole las puertas de par en para un cine muy alejado de los cánones vigentes en la industria hollywoodense de aquellos años.
No obstante, aquel contacto con el maestro italiano terminó extendiéndose al plano sentimental, provocando, especialmente en EEUU, un escándalo de proporciones siderales ya que Rossellini aún permanecía casado, en segundas nupcias, con la joven aristócrata Marcella de Marchis y la flamante pareja no se esforzaba lo más mínimo en ocultar su felicidad, a pesar del progresivo vacío al que fue sometida la actriz por el ejército de filisteos acantonados, como siempre, bajo la sombra protectora del coloso hollywoodense. Pero su prestigio, sólido como un bloque de hormigón, logró sobrevivir a este nuevo episodio de vileza e intolerancia del conservadurismo ultramontano.
No se detuvo jamás en cultivar su imagen externa más allá de lo que le permitía su particular concepto de la discreción, aunque supo observar, hasta el fin de sus días, un carisma personal que la transformaría en una de las estrellas más admiradas de su generación. Arrastrados por ciertos prejuicios sobre su apariencia, algunos críticos la tacharon de arrogante, fría y distante porque ésa parecía ser la imagen más directa que nos llegaba de ella, pero todo era consecuencia de una «pertinaz timidez que me acompañó durante toda mi vida», en ningún caso, así lo admite, entre otros biógrafos el prestigioso Donald Spoto, manifestó la más mínima necesidad de impostar su imagen pública.
Otros, sin embargo, aseguraban que su principal virtud residía en la elegancia natural que le imprimía siempre a sus interpretaciones con independencia de quién la dirigiera y de quiénes fueran sus compañeros de reparto. Un estilo muy personal de saber estar ante las cámaras que la apartaba radicalmente del extendido estereotipo de la femme fatale en un momento donde todo en el cine estadounidense pasaba por ese tamiz y quien no se ajustaba a esos patrones quedaba irremediablemente condenado a engrosar la copiosa nómina de actores y actrices en paro. Pero, gracias en parte al refinado olfato del productor David O’Selznick para descubrir grandes estrellas, el perfil artístico de la actriz empezaba a tomar forma y a convertirse, paulatinamente, en uno de los mitos cinematográficos más sugestivos e influyentes del siglo XX.
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