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Cine

Memorias de África

El imaginario africano en la cultura occidental del siglo XX muestra su rostro más elocuente en centenares de filmes concebidos desde un marco mental alejado de cualquier idea democratizadora

Meryl Streep y Roberd Redford en ‘Memorias de África’.

Meryl Streep y Roberd Redford en ‘Memorias de África’.

Claudio Utrera

Claudio Utrera

En los albores del cinematógrafo, cuando el estupor provocado por el nuevo invento ya comenzaba a moderarse y la especulación mercantil se imponía con fuerza entre las compañías más prósperas del sector, productores, distribuidores, guionistas y directores detectaron rápidamente el potente filón comercial que representaba la utilización del continente africano como escenario de fondo para muchas de sus producciones y la consiguiente facilidad con la que el público se identificaba con las intrépidas y a menudo ingenuas aventuras que aquéllas, en la mayoría de los casos, exhibían, con ostentoso esquematismo, por las pantallas de medio mundo, arrojando mensajes mistificados sobre la auténtica realidad social, cultural y económica de aquel continente.

África se convertía así, y pese a las severas invectivas de los sectores más liberales de las sociedades europeas del momento, en oscuro objeto de deseo, especialmente para las grandes compañías hollywoodenses, cuyas cuentas de resultados se veían sensiblemente incrementadas gracias al éxito popular obtenido con estos costosísimos espectáculos desarrollados, con más o menos ingenio, a lo largo y lo ancho del codiciado continente sobre el que se han relatado las más inimaginables y misteriosas proezas a lo largo de la historia, a pesar de que en no pocas ocasiones el África que se nos presentaba no era más que una amalgama de escenarios de cartón piedra, reproducidos por los propios escenógrafos de los estudios para su máximo aprovechamiento en todos los rodajes que hicieran falta.

Aún quedaban varias décadas de espera para que comenzase el largo y en muchos casos cruento proceso de descolonización que llevaría a todos los africanos a decidir su propio destino como ciudadanos independientes y a los productores a replantearse su noción un tanto cándida, cuando no extremadamente esquemática, simplista y reaccionaria, de los africanos por otra más en armonía con el signo de los tiempos, más creíble, en resumidas cuentas, a los ojos de un público al que ya no se le podía seducir, como hasta entonces, con cualquier tipo de apaño.

Pero hasta la llegada de esos momentos se pueden contar por centenares las producciones que de un modo u otro centraban su atención en África como campo de operaciones para desarrollar las más endiabladas y exóticas aventuras protagonizadas, en muchos casos, por personajes que han quedado fijados en nuestro imaginario como el núcleo central de una enorme y reiterada deformación histórica cuyos ecos aún persisten en nuestros días en forma de prejuicios raciales, más o menos encubiertos, bajo la máscara de un cínico y sonrojante paternalismo.

Los protagonistas, naturalmente, eran siempre los blancos, héroes positivos, virtuosos, valientes y expeditivos que personificaban los valores tradicionales de la civilización occidental, mientras que a los negros les correspondía desempeñar el ingrato papel del villano taimado, traidor y cruel que no duda en destruir cualquier obstáculo que le impida alcanzar sus aviesos y premeditados propósitos. La acción será regularmente interrumpida para mostrar alguna ceremonia ancestral, para dar salida a unos planos de archivo en los que se veían abundantes especies animales y entre los que se hicieron tópicos, por reiterativos, los clásicos planos de los cocodrilos arrojándose sibilinamente al río para perseguir una posible presa o las avutardas emprendiendo el vuelo en manada bajo un cielo de postal.

Dejando aparte la legendaria figura de Tarzán, el mito selvático por antonomasia y la encarnación, durante muchas décadas, del ideario colonialista que impregnaba una importante representación de la literatura y el cine occidental de aquellos tiempos, los filmes africanos adquieren distintas características según se centren en la caza, en la simple peripecia que igual podría suceder en cualquier otro escenario sin alterar para nada su función dramática, en actividades específicas como el tráfico de diamantes, la caza furtiva, la sustracción ilegal de toneladas de marfil o en los ardientes y bizarros dramas surgidos en el seno de la Legión, por no mencionar los melodramas sentimentales -cuyo más ilustre paradigma lo encontramos en Memorias de África (Out of Africa, 1985), del neoyorquino Sydney Pollack, o en la icónica Mogambo (Mogambo, 1953), de John Ford- que revelan con frecuencia una imagen de aquel continente estrechamente asociada al viejo ideario colonialista, a pesar del potencial dramático que despliega Pollack y el bellísimo texto de Isak Dinesen en la que éste se inspira o el espíritu romántico que abraza las potentes imágenes de Ford.

Lo africano ha nutrido el cine de personajes que han quedado fijados en nuestro imaginario como el núcleo central de una enorme y reiterada deformación histórica, cuyos ecos aún persisten en forma de prejuicios raciales, más o menos encubiertos, bajo la máscara de un cínico y sonrojante paternalismo

La caza, como aventura, como actividad a través de la cual se retratan los protagonistas, surge como gran tema relativamente tarde, cuando ya la descolonización se aproxima y es preferible no abordar ciertos argumentos delicados. El esquema de los filmes que giran en torno a ella suele ser idéntico: un hombre, europeo o americano, que ha tenido que abandonar la civilización por algún turbio asunto y que se ha dedicado a organizar safaris se encuentra con una bella joven llegada a la selva para participar en alguno de ellos, por lo general acompañada de su padre o de un marido al que, por circunstancias nunca precisadas, ha dejado de amar. El amor surgirá entre los protagonistas, y un león se encargará de devorar al marido molesto o incluso, en ocasiones, al padre que se opone al matrimonio de su hija con el aventurero. Era, por así decirlo, la fórmula infalible que empleaban muchos guionistas para llegar, en medio siempre de un rígido esquematismo argumental, al corazón de los espectadores.

Pero la caza puede no ser un fin en sí mismo, sino un pretexto. O no aparecer más que subsidiariamente. Lo primero es lo que ocurre, pongamos por caso, en Las minas del rey Salomón (King Salomon´s Mines, 1950), de Compton Bennett y Andrew Marton. Se trata de una de las películas sobre África que obtuvieron mayor éxito popular, y en el que la expedición de caza no es sino una excusa para disfrazar el verdadero motivo que rige los movimientos de sus protagonistas: apoderarse del fabuloso tesoro que esconden aquellos legendarios yacimientos. Cuatro años más tarde, Cuando ruge la marabunta (The Naced Jungle), de Byron Haskin, alcanzó un impacto similar, gracias al soterrado erotismo, al sentimentalismo a flor de piel de su historia central y a la escena cumbre de la invasión de la plantación regentada por Charlton Heston por un batallón de hormigas gigantes.

Realizado con gran alarde de medios, con actores entonces muy en boga -Stewart Granger y Deborah Kerr-, Las minas del rey Salomón, sobre las dificultades de cuyo rodaje se montó una aparatosa publicidad, tuvo una acogida que no logró su continuación, Regreso a las minas del rey Salomón (Watusi, 1958), de Kurt Newmann. Se trataba de la aventura por la aventura, sin que se intentara ahondar en la realidad africana, ni siquiera situar a sus protagonistas en relación de profundidad con el mundo en que estaban inmersos, un mundo, insisto, mucho más complejo, serio y conflictivo que el que nos esbozan estas dos viejas y exitosas películas.

Pero aún más pretenciosos y también más discutibles son los filmes que, desbordando los límites de la simple aventura, intentan avanzar propuestas de tipo político sobre el continente negro. Desde el lejano Bosambo (Sanders of the River, 1935), de Zoltan Korda, donde pese a la presencia del popular cantante progresista Paul Robeson al frente del reparto ni siquiera se insinuaba la posibilidad de que el estado de cosas presentado pudiera cambiar algún día, hasta filmes más artísticamente ambiciosos, como Zulú (Zulu, 1963) o Arenas de Kalahari (Sands of the Kalahari, 1965), ambos de Cy Enfield, el racismo latente de las películas de pura peripecia se convierte en racismo militante.

Intentos de relativa honestidad, como Simba (Simba, 1955), de Brian Desmond Hurst, o Sangre sobre la tierra (Something of Value, 1957), de Richard Brooks, ambos sobre el movimiento anticolonial Mau-mau, se quedan muy cortos en sus alegaciones y el paso de los años sobre ellos los ha convertido en filmes de claros tintes reaccionarios, aunque no fuera esa la intención inicial de sus guionistas, ni que profesionales de reconocida filiación liberal, como Brooks, hubieran albergado nunca semejante propósito.

En cuanto a El último tren a Katanga (The Mercenaries, 1967), de Jack Cardiff, su extrema ambigüedad y el oportunismo que late en cada una de sus imágenes producen idéntico resultado. De hecho, y mientras no llegue a aparecer un auténtico cine africano que afronte desde dentro la problemática de los países que componen este inmenso continente, habrá que seguir lamentando que todo lo que se consiga sea, cuando más, el paternalismo bien intencionado que presidía títulos como La presa desnuda (The Naked Prey, 1966), de Cornel Wilde, o El explorador perdido (Stanley and Livingstone, 1939), de Henry King, donde Spencer Tracy, encarnando al famoso periodista británico Henry Morton Stanley, se lanzaba a la búsqueda del profesor y misionero David Livingstone, al que al fin encontraba en el corazón de África, y pronunciaba un largo y emocionado discurso sobre la necesidad de la presencia del hombre blanco en aquellas tierras salvajes.

Y como cualquier héroe mitológico que nace de la añoranza por la madre naturaleza y del reencuentro del hombre con el paraíso perdido, la imagen de Tarzán logró conquistar, desde un principio, una enorme popularidad que sus continuas adaptaciones cinematográficas y la constante reedición de los comic de Hogarth se han encargado de perpetuar. Sin embargo, muy pocas veces ha sido objeto de lecturas más rigurosas y complejas, como la que hace el cineasta británico Hugh Hudson en su extraordinaria Greystoke, la leyenda de Tarzán, el rey de los monos (Greystoke: The Legend of Tarzan, Lord of the Apes, 1984), que las que se pueden desprender de sus simples y en ocasiones burdas peripecias aventureras. Todo lo más se ha llegado, algunas veces, a aligerar al personaje de la carga subliminal de xenofobia que arrastra desde sus orígenes novelescos y a imprimirle una personalidad algo más compleja que la que le otorgó en su momento el sobrevalorado Edgar Rice Burroughs en sus decenas de libros publicados.

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