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Análisis

El buen mal

Schweblin usa lo fantástico como herramienta para incomodar y cuestionar la normalidad

El buen mal

El buen mal / La Provincia

Javier Doreste

Javier Doreste

El problema con esta autora y otras como Mariana Enríquez es el empeño de la academia en catalogarlas en el género de lo fantástico, eso sí, siempre reivindicando que no es una catalogación denigrante ni un intento de rebajarles la calidad literaria. Así, casi todos los que se ocupan de ellas, sean hombres o mujeres, exponen los orígenes de lo fantástico en la literatura argentina desde Sarmiento hasta Cortázar, Bioy, Ocampo, etc., toda una genealogía literaria con la que ensalzar el género de lo fantástico. Ensalce innecesario, por otra parte.

El género tiene calidad suficiente por sí solo sin necesidad de andar buscándole padrinos. Lo que sí es indudable es que lo fantástico, entendido como la normalidad alterada, definición que podría asumir el mismo Cortázar, toma cuerpo como espacio reivindicativo en la obra de Samanta Schweblin.

La autora se sirve de ese mecanismo para señalar las anomalías, los fracasos y las crisis del sistema en el que vivimos. No en vano, nacida en plena sangrienta dictadura videliana, su generación estará marcada por la necesidad de escapar a las normas que la represión militar impuso al pueblo argentino y que el neoliberalismo se ha encargado de extender por todo el mundo de una forma u otra. Es lo que Bernard Stiegler llama la consumización del mundo conocido por el sistema capitalista, palabro que prefiero sustituir por mercantilización. Esta absoluta mercantilización ha traído la pérdida de la razón, aquella que propugnó la Ilustración.

Desde el dominio mundial de la globalización se ha producido una ofensiva contra los ideales de la Ilustración y los pensamientos débiles y líquidos, como los cerebros que los formulan, los nuevos misticismos, nuevas eras y demás simplezas dominan con su irracionalidad la sociedad y a cada uno de sus integrantes.

Los individuos rompen o aligeran sus vínculos sociales, sustituidos por las mal llamadas redes sociales, y se sumergen en la irracionalidad de un sistema que acaba con el planeta y condena a la miseria a la mayoría de la humanidad. Stiegler cita a Adorno y Horkheimer cuando caracterizaban esta inversión de la razón como una regresión y advertían: «Si la Razón no realiza un trabajo de reflexión sobre esta regresión, sellará su propio destino.» Se llega a utilizar a Goya y su El sueño de la razón produce monstruos cuando la interpretación correcta es que cuando la Razón duerme se producen los monstruos.

Por eso es importante señalar el uso que de lo fantástico, como análisis crítico del mundo que vivimos, hace una escritora como Samanta Schweblin, uso emparentado con el que hizo en su momento Cortázar. Señalar mediante este procedimiento que el horror, lo anómalo, no es ajeno a nuestra cotidianidad, solo está agazapado, escondido, dispuesto a saltar sobre nosotros como el oso que vive en los grifos nos escalda por la mañana.

En realidad, es parte del proceso de reflexión sobre lo irracional que reclama Stiegler. Schweblin se mueve en la realidad, reflexiona sobre ella y por eso sabe que esconde una profunda irracionalidad este sistema que contamina destruyendo el planeta y que nos arrastra a un consumismo galopante para poder mantener la maquinaria en marcha.

Por eso expone en sus cuentos las incongruencias del propio sistema y aspectos de la ideología que lo impulsa como la visión del cuerpo de las mujeres, el papel de las mismas como amas de casa, la maternidad, etc. El cuento Bienvenida a la comunidad, con el que abre esta colección de relatos, es buen ejemplo de ello. Desde el suicidio frustrado al inicio hasta la última línea un hálito inexplicable nos desazona. No hay monstruos ni amenazas de otro mundo, pero al terminar el cuento el desasosiego nos invade.

Ocurre lo mismo con algunos cuentos de Camus u obras de Sartre (El infierno son los otros) por no hablar de lo inquietante que resulta vincular estos relatos con el mundo de Onetti. La descripción del espacio físico, la urbanización en la que transcurre la historia, contribuye a esa impresión: «En la vereda no hay columnas ni paredes ni postes donde apoyarse, para eso está la casa de cada uno; la calle solo es un largo jardín para circular.»

Una urbanización para la clase media, con posibles, en las que las familias viven aisladas unas de otras, cada unidad sin contacto casi con las demás, excepto el que imponen las reuniones de padres y actividades parecidas. De ahí el elemento disruptivo que supone el vecino del cuento.

La soledad de los personajes, incluso de los que viven en familia, se subraya por la permanente presencia (valga el retruécano) del celular o teléfono móvil en manos del marido, aparato que entra en lo que el citado Stiegler denomina como esclavismo tecnológico. Comparen esa descripción de la calle y su definición como «un largo jardín para circular» con las tesis de Jane Jacobs o las más recientes de Janette Sadik-Khan de la calle como un lugar para estar, no solo para circular o desplazarse, un lugar para relacionarse con los demás, o entre nosotros Elsa Guerra y Noemí Tejera con sus reflexiones sobre la necesaria estructura verde en la ciudad. Cuando digo que Schweblin escribe con intención crítica me estoy refiriendo a ese tipo de frases. Con cinco palabras señala el aislamiento y la soledad que el sistema impone.

Louis Vax, en su Las obras maestras de la literatura fantástica, escribió: «Si la literatura fantástica es por lo general ambigua, no es porque nos deje indecisos entre lo prodigioso y lo familiar (…), sino más bien porque hay en la experiencia fantástica, como en toda experiencia vivida, algo profundo, opaco y singular (…), tanto más enigmático por cuanto escapa con facilidad a todos los esfuerzos reductores de nuestra inteligencia.»

Creo que esta es una excelente definición de los cuentos de Schweblin. La vida parece fluir con normalidad hasta que llega el hecho exótico, el que irrumpe en la rutina y lo cotidiano y, a veces violentamente y otras no, amenaza con alterar la normalidad de los protagonistas. El cuento El Superior hace una visita es una muestra de ello.

Pero la autora no se conforma con esa alteración de la vida de sus protagonistas, también pone en cuestión alguno de los prejuicios que gobiernan la nuestra: la maternidad, por ejemplo, con frases como: «La odiaba (…) La odiaba tanto de bebé.» Y no está hablando de depresión posparto, está hablando del rechazo a ser madre o a determinada forma de ser madre, impuesta desde el exterior a las mujeres. Lo que definía Beauvoir cuando decía que hacían a las mujeres, que la feminidad es un constructo cultural, diríamos hoy. Contra esos constructos escribe Samanta Schweblin y es otro de los motivos para leerla.

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