La energía del dinero
No hay país que pueda retener lo que desprecia, y por eso la llamada «presión fiscal» es solo la superficie del problema. El fondo es psicológico, es el miedo al mérito, la envidia disfrazada de justicia, el deseo inconsciente de castigar al que brilla, todos ellos comportamientos de la izquierda de la culpa y el resentimiento

Archivo - París / EUROPA PRESS - Archivo
Juan Ezequiel Morales
El dinero no es materia sino energía. Y al igual que toda energía, no responde a los gobiernos o los dogmas, sino a los consensos psicológicos de las masas, y puede acapararse. Allá donde una sociedad crea en sí misma, donde la confianza se haya convertido en atmósfera, el dinero acude, y allá donde reine el miedo moral o el castigo al mérito, el dinero huye, silencioso, como una corriente que se desvía del obstáculo. Toda civilización existe según la forma en que opere su energía simbólica. No es sólo un medio de intercambio, sino la representación visible de la potencia vital colectiva, la cristalización de la fe en el futuro, el deseo de edificar y la promesa del reconocimiento. Por eso, cuando el Estado se vuelve cazador de fortunas, la energía se retrae, la inversión se aleja y el talento emigra.
Lo que está sucediendo en Francia en 2025, no es un episodio fiscal más. Más de ochocientos grandes patrimonios abandonaron el país y desaparecieron 3.800 millones de euros en un año. Es una lección de física social. El dinero, como la electricidad, sigue la ley del menor impedimento, no soporta la fricción del resentimiento. Pueden subir impuestos pero no pueden imponer impuestos a la confianza, y es lo que perdieron, la confianza. Francia dejó de ser la cuna de la razón moderna para convertirse en un laboratorio de la culpa fiscal. En lugar de ser un fruto, la riqueza se convirtió en un robo. Un socialismo iluminado se convirtió en feudalismo moral. Francia es muestra del agotamiento de la vieja Europa ilustrada. Obsesionada con la redistribución, se ha terminado por convertir en un mecanismo de autocastigo. Lo que fue justicia social, mediante un proceso lento pero constante, se convirtió en puritanismo de Estado. La igualdad, entendida como negación de la diferencia, niega la creación, y ninguna sociedad puede desarrollarse castigando a sus mejores jugadores.
Mientras París multiplica los impuestos y las admoniciones, Milán abre las puertas. Lo que ha entendido la Italia hoy por hoy, y que Francia olvidó, es que el dinero no es el enemigo del pueblo, sino su respiración, y que en el siglo XXI talento y riqueza son nómadas y van donde son celebrados, no donde son despreciados. El nuevo orden fiscal italiano (25.000 euros de tributo fijo por toda la renta exterior) no es una concesión técnica, es un gesto político de confianza. Cansada de Bruselas y del pesimismo fiscal francés, Italia ha decidido hablarle al dinero en su propio idioma, el del deseo, belleza y reconocimiento. Y Milán se ha convertido en un vórtice simbólico donde la energía del capital se mezcla con el estilo de vida, el clima, la sensualidad y la historia. Milán acoge, no impone, y mientras Francia acusa, Italia seduce.
Al otro extremo del mundo, EE. UU. sigue siendo el gran imán planetario del capital. Su poder no se basa en impuestos bajos, sino en el mito de la oportunidad. Allí donde el dinero no necesita disculpas, y el éxito no se justifica, sino se celebra, el capital fluye, fluye donde se siente libre, y en EE. UU. la libertad no es una consigna, sino que es la misma atmósfera. No importa de dónde vengas, si produces, perteneces. Esa narrativa genera una atracción gravitatoria imparable, y no atrae sólo el capital financiero, atrae el capital de los que creen que pueden crear algo nuevo.
Es eso lo que la Europa fiscalista no entiende. Por ejemplo, España admira al emprendedor, pero lo asfixia con trámites. Su talento creativo se empotra con la burocracia. Y así es como el dinero, que es impaciente, se le escapa. La momentánea transición ultraizquierdista española pasará, aunque permanezca aún un lustro prisionera de esa Europa fiscalista que terminará cambiando radicalmente. Pero aun así, España ha de cambiar su comportamiento ante el dinero y dejar esos complejos de ultraizquierdismo de fracaso y culpa cristiana, ha de dejar de confundir riqueza con privilegio y éxito con injusticia.
El fenómeno actual, la salida de fortunas de Francia, la atracción italiana, el magnetismo estadounidense, puede describirse en términos de termodinámica social: el dinero se desplaza de los cuerpos que generan fricción moral a los que emiten confianza. No hay ideología que pueda detenerlo; las leyes pueden intentar controlarlo, pero las leyes del alma humana son más fuertes. No hay país que pueda retener lo que desprecia, y por eso la llamada «presión fiscal» es solo la superficie del problema. El fondo es psicológico, es el miedo al mérito, la envidia disfrazada de justicia, el deseo inconsciente de castigar al que brilla, todos ellos comportamientos de la izquierda de la culpa y el resentimiento. Europa ha convertido la virtud en sospecha y al éxito en pecado. El dinero no pertenece a nadie y solo circula, es la sangre de la civilización. Francia lo asfixia con moral, Italia lo invita con inteligencia, Estados Unidos lo canoniza con mitos. No es el dinero lo que está en juego, sino la energía psíquica que lo soporta. Los Estados que entienden esta física invisible son los que sobrevivirán, y los que sigan moralizando la riqueza serán, como Francia, museos del pasado.
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