Los pliegues de la realidad
Richard Flanagan hibrida con aliento poético lo íntimo y lo histórico en un libro bellísimo, ‘La pregunta 7’

Richard Flanagan / PI
Ricardo Menéndez Salmón
La literatura no se halla demasiado lejos de la técnica que anima la construcción de mecanos. Su grial es también el del plano arquitectónico, el del ensamblaje de piezas, el de la decantación de formas. La búsqueda de un orden al relato, entendido en términos de su coherencia interna, obliga al escritor a ser un excepcional rastreador de sentido. En especial cuando los cimientos sobre los que el artefacto narrativo se levanta no comparten ni siquiera un lejano aire de familia.
Ese fenomenal trabajo de alquimia, alimentado por líneas de interés que no conforman de manera necesaria unas cantidades homogéneas, suele derivar en libros que poseen un raro, envidiable aliento poético, y un no menos poderoso capital simbólico. Son textos en los que el diálogo de lo íntimo con lo histórico, por ejemplo, se confabula para generar esos relatos de carácter híbrido, tan del gusto de buena parte de la mejor literatura de los últimos decenios (pienso en W. G. Sebald, por descontado, y en su interés por los pliegues de la realidad y por la epifanía del detalle, por el impacto que lo epocal reclama sobre lo individual), que, atendiendo a los mecanismos de la ficción, generan obras que podríamos denominar autosociobiográficas o, más prosaicamente, ensayos narrativos, documentos donde el arte del novelista, que consiste en exponer la verdad de las mentiras, engendra como resultado un testimonio de vida de una viveza asombrosa, que muy pocas ficciones al uso alcanzan.
La pregunta 7, de Richard Flanagan (Longford, Australia, 1961), encaja como un guante en este molde de una pesquisa donde lo particular se revela a través de manifestaciones muy alejadas del material nutriente, el aluvión primordial, no intercambiable, que cualquier experiencia individual reclama para sí. De hecho, el viaje que realiza el escritor australiano en este libro bellísimo arranca de acontecimientos remotos (grosso modo: la literatura de anticipación de H. G. Wells, su impacto sobre la inteligencia del físico Leo Szilard y la historia pública y privada de la bomba atómica) para alcanzar una zona cero de la emoción muy precisa y una cartografía muy diáfana: la existencia dura, por momentos miserable, de una familia en la Tasmania de posguerra.
El mérito de Flanagan consiste en imbricar esos asuntos inconmensurables hasta facultar una narración de pasmosa densidad, en la que movimientos colosales, de proporciones casi cósmicas (la aventura nuclear), dialogan con circunstancias únicas (un muchacho a punto de perecer en un río, las manos de una madre, las últimas palabras de un padre) hasta urdir una trama de soberbia factura en la que la vida destila su figura tan delicada como brutal.
O expresado en palabras del autor:
«Escribo este libro que ahora está usted leyendo únicamente como una nota de amor a mis padres y a la isla que es mi hogar, a un mundo que se ha desvanecido, porque, hace un siglo, otro escritor escribió un libro que décadas después prendió en otro cerebro con tal fuerza que se hizo realidad y transformó el mundo.»
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