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Análisis

Memorias del subdesarrollo

Edmundo Desnoes libera en esta novela una poesía irónica sobre una Cuba dividida que criticó a revolucionarios comunistas y a la burguesía

Memorias del subdesarrollo

Memorias del subdesarrollo / LP/DLP

Javier Doreste

Javier Doreste

Esta novela se publicó en La Habana en 1965 y fue un aldabonazo en la literatura hispánica, no solo en la cubana o en la caribeña. Un escritor, un intelectual de origen burgués, enemigo de clase de la Revolución, contaba su visión del proceso revolucionario.

Edmundo Desnoes, hijo de la alta burguesía cubana, educado entre Cuba y los Estados Unidos, se decantaba claramente por el proceso revolucionario, abandonando definitivamente, desde lo literario, su clase social. Al año de la toma del poder por los barbudos, Desnoes y su mujer dejan Nueva York y regresan a la isla. Se integran rápidamente en las nuevas estructuras culturales que la revolución ha puesto en marcha.

Para cuando publica estas Memorias del subdesarrollo ya tenía en las librerías de la isla otras novelas también vindicando la Revolución, pero en esta, además de hacer un análisis introspectivo como intelectual vinculado a esa revolución, se adentra en el espinoso asunto de las relaciones entre los intelectuales y el poder.

Aún no había ocurrido el famoso caso Padilla y la novela de Desnoes planteaba la cuestión capital: ¿cómo debe relacionarse el intelectual con el poder, sea este revolucionario o no? Seis años después el asunto Padilla pondría la cuestión sobre el tapete. Y el intelectual chileno Jorge Edwards, profusamente crítico con la revolución cubana, denunció públicamente que Padilla adoptaba una postura de intransigencia crítica, más para conseguir reconocimiento internacional que otra cosa.

Memorias del subdesarrollo no encontró ninguna dificultad para su publicación; antes bien, fue saludada por la crítica, incluida la más oficialista, como una de las mejores obras publicadas en lengua española. Generó una película con el mismo nombre, dirigida por Tomás Gutiérrez Alea, con la colaboración del propio Desnoes, considerada como una de las mejores películas de Hispanoamérica y con financiación del gobierno revolucionario. Así, decir hoy, tantos años después, que era una crítica a la revolución, está fuera de lugar y obedece más a la necesidad política de atacar a Cuba que a criterios claramente literarios.

El argumento es sencillo: un burgués, Sergio Malabre, decide quedarse en la isla cuando toda su familia y sus allegados se están largando a Miami.

«Todos los que me querían y estuvieron jodiendo hasta el último minuto se han ido ya. (…) Me alegro de haberme quedado solo en el apartamento, sin familia y casi sin amigos en Cuba. Yo no me muevo, no me voy. (…) Por ahora no quiero escribir más; la verdad es que me siento mal, triste con mi nueva soledad libertad».

Así comienza la novela, un canto a la libertad que significa romper con la familia, como resuena aquí Gide y su «¡Familias, os odio! Hogares cerrados; puertas aseguradas, posesiones celosas de la felicidad». Malabre ha renunciado a todo, a los hogares y puertas cerrados sobre sí mismos, al tener cosas que nos poseen.

Denuncia las pequeñas comodidades del consumismo: «En estos días no hay refrescos. Nunca pensé que la producción de refrescos podría paralizarse por falta de corcho para las tapas de las botellas. (…) Yo jamás pensé que un país necesitara tantas cosas insignificantes para funcionar sin que se le vieran las costuras. Se le ha roto el peine de bolsillo y no encuentra uno nuevo en ningún lado». Pero eso no genera frustración.

Primero señala el bloqueo de los yanquis y las disfunciones que produce en la cotidianidad de los cubanos; después se ve lo positivo: la búsqueda del peine ha servido para que Malabre camine por La Habana, cosa que antes no hacía, no le era necesario, tenía coche y criados que caminaran por él.

Así descubre su ciudad, sus habitantes, descubre al pueblo que está haciendo la revolución: «Todas las mujeres parecen criadas y todos los hombres obreros». Sigue habiendo clasismo en las palabras de Malabre —no olvidemos su origen—, pero a la vez hay una especie de admiración; se está creando una humanidad nueva, casi como la que proclamaba El Che en su El socialismo y el hombre nuevo en Cuba, ese mismo 1965.

Mediante la ironía y la observación, el autor desgrana las andanzas de su personaje. Quiere ser un simple observador, no comprometerse y andar por libre, individualmente; para ello se ha desclasado completamente: «No puedo pensar en la burguesía cubana sin echar espuma por la boca. Los odio tiernamente. Me dan lástima: por lo que pudieron haber sido y no fueron por imbéciles».

Tampoco ahorra invectivas a la revolución por su voluntarismo: «Todos son unos ilusos. La contra porque vive convencida de que recuperará su cómoda ignorancia; La Revolución porque cree que puede sacar a este país del subdesarrollo». Malabre es un observador desapasionado. Observa, comenta, escribe, y no quiere guardar orden cronológico de sus notas, pues eso sería fijarlas en el tiempo, hacer que fuesen perecederas como las hojas de los árboles.

La mayor parte se fue a Miami y ese poco que subsiste desaparecerá con el futuro. Es un futuro colectivo del que Malabre se resiste a participar; quiere mantener su individualidad, es un Camus aislado en una revolución de pueblo entero, movilizado colectivamente por Bahía Cochinos o la crisis de los misiles. Malabre se dará cuenta de que un hombre solo no es nada y que participar en lo colectivo no implica renunciar a lo individual, que la masa se constituye de individualidades aunque en un momento actúe como una sola.

No voy a seguir contándoles la novela, lo mejor es que se la lean. Comprobarán por sí mismos que, con su visión crítica de la Revolución Cubana, es una gran novela, maravillosamente escrita, con dominio del lenguaje: «Voy por la calle y oigo cosas que ya no entiendo. A nivel, ponchado, tracatrán (…). La revolución ha traído un nuevo vocabulario».

En los años 70, Desnoes aprovechó un viaje a Italia para autoexiliarse. Se negó a sumarse a los corifeos que condenaban a Cuba. Eso le costó los insultos de Reinaldo Arenas y Cabrera Infante, entre otros. Pero no entró en ese juego. Se limitó a decir que se había ido de la isla por una cuestión gastronómica.

Ese tipo de ironías se encuentran entre las páginas de estas Memorias del subdesarrollo y son un motivo más para que ustedes la lean. Por placer. O por frases como esta: «Lo que hay que hacer es enseñarle a la gente lo que el hombre es capaz de sentir y hacer. (…) El artista, el verdadero artista, (…) siempre será un enemigo del Estado.»

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