Mantras de la estatua
En qué somos contemporáneos de Alonso Quesada

Mantras de la estatua / LP / ED
Víctor Rodríguez Gago
Una obra centenaria corre la buena suerte o el peligro de convertirse en estatua. Es tan largo su pasado, que su presente y su futuro se vuelven inmediatamente de piedra. Tenemos todo el pasado de Alonso Quesada por delante, o a sus estatuas, cada una en su pedestal, cada una con su centenario grabado como un mantra macizo. Por resumir la buena salud de la estatua de Alonso Quesada, repítase: que su poesía evoluciona desde el postmodernismo, fuertemente influido por la ética y la estética del 98, hasta la antesala de las vanguardias del Poema truncado y Los caminos dispersos. Que suena primero a Machado y Unamuno, luego a Juan Ramón Jiménez, y acaba anunciando la música del surrealismo, en feliz sincronía con el primer manifiesto de 1924. Que, en lo que más suena a sí mismo y a nosotros, los de su centenario, es en su vida, una vida de orfandad y desvalimiento espiritual en el secarral atlántico; en aquello a lo que dirige su mirada, la ciudad, las costumbres y la mentalidad de los insulares, el otro representado por la colonia inglesa y por el Madrid literario; y en el modo en que lo registra todo, esa «ironía sentimental» a la que la estatua de Alonso Quesada rebaja su malestar en la realidad, que es en lo que más se nos parece. Siendo nuestro hermano mayor en dolor humano, queda fatal inscribir en su estatua que nos tenía mucho coraje y no nos podía ver ni en pintura, que es, precisamente, lo que asoma en su correspondencia. En una carta tan temprana como de 1914, le escribe a Luis Doreste Silva, su amigo del alma, secretario del embajador León y Castillo en París: «Tú no puedes vivir aquí. Yo voy viviendo gracias al escorpión que está bajo mi lengua». Sus estatuas prefieren hablar, si es que las estatuas hablan y tienen cada una su mantra místico, de «ironía sentimental» y de suave crítica de costumbres, que es como decir que el veneno de Alonso Quesada, sin blanca, explotado, enfermo y asqueado, el veneno que deslíe como un caramelo para ir tirando, es un veneno sentimental y con buen humor.
La estatua consigue que el escritor inadaptado encaje en el paisaje, que el paria sea un prócer local, que el primer crítico de la sociedad insular pase por un humorista benévolo. Para eso se erigen estatuas, esa es su principal función social: la asimilación de lo que no encaja, la conformidad con el medio ambiente. Podríamos pasar un pañito rápido a las estatuas de Alonso Quesada y adelantar la hora del cóctel, que es a lo que de verdad se viene a los centenarios. Pero, en verdad os digo, yo no he venido al centenario a traer la paz de las estatuas, sino el mazo, temerario y punki, del iletrado lector, mi semejante, mi hermano.
Donde no hay biografía, proliferan estatuas. Aún no contamos con una biografía intelectual de Alonso Quesada, una capaz de entrar a fondo, con rigor, en el archivo y devolvernos una imagen de su pensamiento con la que podamos conversar las lectoras y los lectores de hoy. Formularía, como hipótesis de esa investigación que está por hacerse, que lo que distingue a Alonso Quesada se encuentra ahí, en su biografía, que está por investigarse. Tiene que ver con el hecho de que es el primer escritor que quiere ser reconocido como tal, el primero de la tradición insular en ser consciente de su propia carrera literaria, a la que se dedicó con denuedo, como revela lo que conocemos de su correspondencia, necesitada de una edición íntegra anotada.
¿Qué nos dice una estatua? ¿Qué se puede decir de ellas, desde el extrarradio de la Academia y de los centenarios? Por ejemplo, el famoso dibujo de Alonso Quesada por Manolo Millares, de 1949. El sombrero ladeado, ligeramente hacia atrás, el pelo revuelto, ojeras de poco dormir y mucho trasnochar, el ceño fruncido, de expresión airada, el lazo anudado con un vuelo gracioso, cayendo sobre la camisa desabotonada, la punta del pañuelo asomando descuidada por el bolsillo de la chaqueta, la insinuación, por las manos, de un corte de mangas a la realidad. Es el retrato de un rebelde. Imagen del poeta como proscrito, a la que concurren no pocos trazos de la estampa homologada del genio poético finisecular: joven, marginado, excesivo, provocador, dandy. Es nuestro Baudelaire insular. Creado veinticuatro años después de su muerte, en el contexto de una dictadura, el dibujo es el retrato de una idea, es decir, un autorretrato. Quesada simboliza la libertad artística y la rebeldía personal de Millares. Es predecesor en la «tradición de la ruptura», como define Octavio Paz lo característico de la modernidad.
¿En qué aspectos podemos considerar a Alonso Quesada un contemporáneo nuestro? Andrés Sánchez Robayna ha señalado que, «perteneciendo como pocos al tiempo histórico y cultural que le tocó vivir, Alonso Quesada nos sigue hablando hoy como nuestro estricto contemporáneo». ¿En qué se nos parece, en qué nos parecemos? Como individuos, como sociedad, como lenguaje. Su poesía puede sonar muy de su tiempo, de otro tiempo, en su narratividad, su prosaísmo, su apego a los temas del tiempo en que se escribió. Jorge Rodríguez Padrón, en un ensayo para Fablas a contracorriente de las avenidas de estatuas, ya formuló, con ocasión del 50 aniversario de la desaparición de Quesada, un balance crítico en el que revisa la poesía de Quesada como una oportunidad perdida de modernidad en la tradición insular, y recuerda que, mientras la genealogía modernista de Quesada sigue ortodoxamente los moldes expresivos casticistas de la poesía peninsular de su tiempo, al otro lado, en América, Vallejo, viniendo también del modernismo, estaba refundando con Trilce el lenguaje de la poesía.
Lo que Alonso Quesada tenga o no tenga de contemporáneo nuestro, es decir, de clásico, no lo reconoceremos en sus estatuas. Saltará a la vista en el encuentro con su escritura. La «presencia real» de su individualidad conversando con la nuestra. Ninguna individualidad es una isla. Pueden la crítica y los estudios académicos esclarecer los elementos culturales que configuran la individualidad creadora que nos habla. Pueden definir la comunidad y los valores desde los que leemos. Son útiles para fijar el texto, perimetrar el marco histórico, explorar su lugar en la tradición. No pueden, en cambio, sustituir la «presencia real» del texto hablándole directamente al lector, el contacto en que consiste la trascendencia de la comunicación estética, según Steiner. Si Alonso Quesada es nuestro hermano mayor, creo que no lo sabremos por lo que digan sus estatuas, sino leyéndolo sin mediadores, experimentando directamente la extrañeza ante su aire de familia.
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