Un tranvía llamado a la inmortalidad: la obra cumbre de Tennessee Williams abarrota el Cuyás en dos funciones consecutivas
David Serrano, su director y adaptador, se sitúa en posición de escucha de este texto redondo, humano y visceral para que este sea el motor del trayecto

De izquierda a derecha, María Vázquez, Pablo Derqui y Nathalie Poza en ‘Un tranvía llamado deseo’.
Conducir un clásico como Un tranvía llamado deseo, una de las obras señeras de la dramaturgia estadounidense de mediados del siglo XX, se asemeja más a dirigir un enorme monumento terrestre a la ingeniería moderna que un tren ligero.
Siguiendo esta metáfora ferroviaria, parece que el movimiento más inteligente consiste en seguir los raíles del texto cumbre de Tennessee Williams, sin desvíos, ni excesos, ni cambios de sentido fuera de los rieles de esta obra maestra urdida en 1947, adaptada al cine con éxito total por Elia Kazan en 1951 y absolutamente contemporánea casi 80 años después. En sus dos viajes de ida programados en el Teatro Cuyás el pasado fin de semana, con aforo casi completo en un fin de semana cargado de actos culturales y fiestas de finaos, el tranvía vuelve a poner de manifiesto su llamada a la inmortalidad.
Antes de activar la palanca, David Serrano, su director y adaptador, se sitúa en posición de escucha de este texto redondo, humano y visceral para que este sea el motor del trayecto y, si el tranvía se detiene con puntualidad y acierto en cada estación, se debe a un reparto sobresaliente que traza la línea de sus memorables personajes.
El propio Kazan, quien también dirigió la primera producción teatral en Broadway, esgrimió que «en una obra perfecta, lo único que tienes que hacer para dirigirla bien es elegir a buenos actores». Y así lo hizo Serrano con una alineación encabezada por Nathalie Poza como Blanche Dubois, Pablo Derqui en la piel de Stanley Kowalski y María Vázquez como Stella Kowalski, junto a Jorge Usón, Carmen Barrantes, Rómulo Assereto, Mario Alonso y Carlos Carracedo.
El foco en Blanche Dubois
En esta versión del montaje, el peso de la obra recae sobre Nathalie Poza con el universo agrietado de Blanche Dubois sobre sus hombros. Arruinada y sola, el telón se levanta y la protagonista se abre camino por el patio de butacas con su imponente -y a la vez frágil- presencia hasta el escenario de su desdicha, cuya escenografía reproduce ese apartamento claustrofóbico de atmósfera asfixiante en Nueva Orleans, donde la acogen su hermana y su cuñado.
La actriz construye el imaginario herido de contradicciones de Blanche, desde sus delirios de altivez y fantasías a una sensibilidad y lucidez muy por encima de su tiempo, si bien la intensidad que vuelca Poza en el personaje raya a ratos la sobreactuación. Y si existe un personaje que admite este desbordamiento es la icónica Blanche, pero hiperbolizar a Blanche supone simplificar su complejidad, sobre todo, en las ambivalencias y tensión sexual que se suponen con su antagonista, Stanley Kowalski.
En cuanto a este último, este tranvía vuelve a reunir en escena al tándem Poza-Derqui después de Desde Berlín, un tributo a Lou Reed que les abrió en canal en el Cuyás en 2015; y Derqui, que también bordó un imponente Calígula dos años después, pone en pie al violento y avieso Kowalski con gran altura y fuerza contenida, pese a la alargada sombra de Marlon Brando.
Colisión de dos mundos
La colisión de sus dos mundos, lejanos y colindantes, llena cada escena o estación, que se reequilibra con la destacada interpretación de María Vázquez, dando cuerpo a la ternura, sencillez y resignación de Stella en este triángulo. También merece una mención especial la actuación de Jorge Usón como el «bonachón» de Harold Mitchell.
En realidad, el tranvía es un viaje de supervivientes en el mapa de la cambiante sociedad estadounidense del pasado medio siglo, donde los personajes se parapetan o precipitan por las fisuras de su propio juego de mentiras y autoengaños. La tragedia en que desemboca el recorrido dosifica su tensión creciente con pequeñas descargas de humor, en concreto, en los golpes en torno al alcoholismo de Blanche, y aunque Serrano escoge desarrollar exhaustivamente el texto teatral a lo largo de casi tres horas, sin apenas correr riesgos, el resultado es un viaje en primera clase por el paisaje de claroscuros del comportamiento humano mejor escrito de la historia del teatro. Ningún personaje da tregua, ninguna situación abre espacio a la esperanza, pero el tranvía confirma su inmortalidad desde la compasión con que mira nuestras derrotas. Antes de que se encendieran las luces del teatro, todo el público aplaudía en pie.
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