Juan Manuel Rodríguez tiene un secreto para mantenerse tranquilo. No es nada del otro mundo, pero a él le sirve y bajo su influjo trabaja a la perfección, respira mejor. Juan Manuel Rodríguez pasea. Constantemente. Su cadencia es pausada cuando el equipo juega con calma; su zancada, más larga. Si los jugadores se aceleran y el partido se rompe, su ir y venir se vuelve breve y frenético, con pasos más cortos.

El nuevo técnico de la UD debutaba en el banquillo amarillo, que volvía a su antigua posición tras la era Jémez. Quería aparentar tranquilidad, pero el bullicio que corría por su interior acabó por descubrirse.

Los últimos 15 minutos fueron una locura para él. Javi Guerrero falló un cabezazo y elevó los ojos al cielo, como si se preguntase por qué a sus jugadores no les entraban los goles. Un minuto más tarde, David González erró otro disparo y repitió su mirada suplicante hacia lo más alto del estadio de Gran Canaria, pero el tanto de la victoria no llegaría ni siquiera en el último minuto cuando Fabricio desvió un disparo a quemarropa de Guerrero. Fue entonces cuando se desató su furia.

El entrenador amarillo se perdió por detrás del banquillo y le arreó una patada a una valla publicitaria. Su rostro era la viva imagen de la incredulidad. No podía creérselo.

La tranquilidad de la que había hecho gala hasta ese momento, siendo el último en salir del vestuario o manteniendo la compostura incluso cuando el Recreativo se adelantó en el marcador, había desaparecido. Temía lo peor, temía un gol del rival y los fantasmas.

En los últimos minutos, Rodríguez se desgañitaba desde el banquillo colocando a sus jugadores, pidiendo intensidad y un último esfuerzo. Sus futbolistas estaban destrozados por el esfuerzo y las marcas flaqueaban. Sus gritos les hacían recuperar la noción del lugar en que se encontraban y lo costoso que sería encajar otra derrota. No fue así. El gol de Mauro Quiroga salvó los muebles.

Fue un tanto que Rodríguez celebró en intimidad. Él esperaba el saque de falta de David González con su cadencioso ir y venir. Se giró para ver el golpeo del balón, vio el cabezazo de Mauro Quiroga y la pelota entrar. Sacó las manos del bolsillo, se metió debajo del banquillo y aporreó los cristales. No se abrazó con nadie ni alzó la vista. Era una celebración para él solo, era su primer gol en su nueva etapa como entrenador de la UD.

Rodríguez, sin embargo, no es un hombre de muchos gritos. Cuando quiere decir algo comienza con una gesticulación. Alza los brazos, da un salto y, sólo cuando es completamente necesario, como en los últimos minutos, eleva la voz. Sin embargo, si se desespera se queja. Le pasó con Randy, al que no dejó de colocar constantemente y al que terminó por cambiar.

Por otro lado, es un técnico al que le gusta la soledad cuando el balón rueda. No se sienta en el banquillo y habla pocas veces con su cuerpo técnico, lo imprescindible. Él prefiere pasearse, siempre de un lado a otro y con un objetivo: la tranquilidad.