En 1969 dejé las mujeres y el alcohol; fueron los peores 20 minutos de mi vida". Esta máxima forma parte de las frases célebres de George Best, el mejor delantero centro que ha dado nunca las Islas Británicas superando al mismísimo sir Bobby Charlton o Stanley Matthews. El genial atacante del United ocupa el número uno de la clasificación de la revista colombiana Donjuán al jugador más pendenciero de la historia del fútbol. Nadie le quita la razón a la publicación. Best murió en el otoño de 2005 por una dolencia derivada de su adicción a las copas. El pasado domingo el alcohol también se llevó por delante a otro grande del balón, Sócrates.

El doctor, como era mundialmente conocido, forma parte de esta lista de futbolistas que fueron exquisitos con una pelota en los pies, pero desdichados en la vida civil. Sócrates manejó con soltura sus 193 centímetros vestido de futbolista, nos enseñó a jugar con el espolón o librar un pase medido al costado o al centro, pero apenas supo gobernar su celebridad fuera de un terreno de juego.

El mítico estadio de la carretera de Sarriá, en Barcelona, vio uno de sus célebres goles de toque y calidad frente a la Italia de Rossi en el Mundial de España 82. Un evento mil veces revivido por el imaginario colectivo pero del que sólo recuerdo los dibujos animados de Naranjito, la mascota. Cuatro años después, en México 86, Sócrates también formó parte de la Seleçao que venció 1-0 a España. Fue el partido donde un árbitro australiano de nombre impronunciable chafó la tarde a Míchel. Seguro que aquella noche Sócrates lo celebró a lo grande: alcohol, samba y filosofía.

Los lupanares de Río de Janeiro, su Belem natal o Florencia fueron testigos en más de una ocasión que su último cliente era una celebridad del fútbol. Allí, en el ambiente oscuro del burdel, hablaba y no paraba de las dictadura del subcontinente, de los pueblos oprimidos del mundo, de filosofía a granel o el arte del fútbol.

El doctor bebía mucho. Bebía antes de jugar y después. Era inteligente y osado, pues apuraba los cubatas en las mismísimas barbas de su entrenador. Bebía para matar la melancolía y su Apocalipsis interior, aún reconociendo que las penas sabían nadar en alcohol. Sócrates llevaba una vida de excesos como una vieja estrella del rock. A pesar de sus firmes creencias religiosas y su formación, inhabitual en un futbolista, no supo frenar su adiós. A los 57 años, una cirrosis hepática descubierta años atrás segó su vida.

Su fallecimiento fue un domingo, el día del señor, y con su Corinthians alzándose con un campeonato. Fue una muerte vaticinada, menos desgraciada que la de su compatriota Garrincha, "que murió de su propia muerte: pobre, borracho y solo", como diría ese futbólogo llamado Eduardo Galeano. Best y Garrincha ya esperan a Sócrates en el cielo de los excesos.