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Los cuatro años perfectos de Herb Elliott

El australiano no perdió ni una prueba en su asombrosa carrera de solo cuatro años

Elliott entrena en las dunas de Portsea, en su Australia natal. lp / dlp

Esta es la historia de un atleta que se retiró sin conocer la derrota. Algo impensable en un deporte tan exigente y complejo, que nadie ha sido capaz de igualar. Influye que se trata de una carrera corta, de solo cuatro años, que llevó al australiano Herbert Elliott a convertirse en el mejor mediofondista del planeta y a realizar la mejor carrera de su vida cuando peleaba por el título olímpico en Roma. Y con 22 años se fue.

A veces la carrera de un deportista tiene que ver con algo tan arbitrario como cruzarse en el momento ideal con alguien. Elliott conoció a Paul Cerruty, el hombre que condujo a John Landy a batir el récord del mundo de la milla, cuando tenía diecisiete años y había acreditado buenas marcas en la media distancia. Pero el joven australiano estaba en una etapa de su vida algo dispersa.

Alternaba el atletismo con el fútbol australiano, tocaba el piano y al mismo tiempo había descubierto pasatiempos menos saludables como el tabaco, beber y salir de noche. El técnico, que cenó en su casa con la intención de convencerle para unirse a él, le habló de sus posibilidades y de que pronto estaría corriendo la milla por debajo de los cuatro minutos. Elliott no pareció sentirse impresionado, pero aquella conversación fue la semilla de una historia que germinaría con el tiempo.

Sucedió poco después, durante los Juegos Olímpicos de Melbourne de 1956. El joven viajó con sus padres a ver la competición y allí se produjo el flechazo definitivo. Le impresionó el ambiente de la competición y actuaciones individuales como la del ruso Kuts, que firmó el doblete en los 5.000 y 10.000 metros. Soñó por un instante en parecerse en él y justo entonces Cerruty, fino estratega, volvió a tentarle. Ya no volvió a casa con sus padres en Perth. Desde Melbourne viajó junto al entrenador a Portsea, el lugar en el que había construido un paraíso para el entrenamiento y el retiro espiritual.

Esa era la base del trabajo para él. Días repletos de sesiones durísimas en un ambiente relajado, sin gente alrededor, en permanente conexión con la naturaleza. Correr, sufrir, pensar. No todo el mundo podía soportarlo. Landy acabó por cansarse antes de tiempo y otra leyenda australiana como Ron Clarke también rechazó el plan de Cerruty. Implicaba separarse de demasiadas cosas, someterse a un régimen espartano, a una alimentación radical, a la ausencia absoluta de cualquier diversión por pequeña que fuera. Natación casi de madrugada, carreras por las dunas, pesas, tirada algo más larga al atardecer. El resto, descanso y meditación.

Principios arrolladores

Elliott no tardó en demostrar que el plan funcionaba. En su primera carrera en 1957 bajo las órdenes de Cerruty batió el récord del mundo de la milla en la categoría junior. Era solo un pequeño aviso de lo que vendría después. Unos meses más tarde se convirtió en el atleta más joven que bajaba en esa distancia de los cuatro minutos, la legendaria barrera que por primer vez había superado Roger Bannister.

El australiano no se detenía. Corría cada vez más. Sus carreras se contaban por victorias y las sesiones subiendo las dunas que conducen a la playa de Portsea no hacían mella en su espíritu. Había encontrado su plenitud en aquel sufrimiento y en los consejos del extravagante Cerruty. Tenía veinte años cuando en un mes extraordinario se hizo con los récords del mundo de 1.500 metros (3.36) y la milla (3:54.5). Y pensó que ya no tenía sentido continuar.

Era poco más de un adolescente, pero había asumido que el atletismo solo era un medio para alcanzar cotas mayores como ser humano y que no debía entregarle más años de dedicación. Había alcanzado un objetivo único y demostrado que en el mundo nadie corría más que él. Cerruty le habló entonces de Roma, de concluir ese viaje en los Juegos Olímpicos. Su historia había comenzado en Melbourne y podía concluir perfectamente cuatro después. La gloria olímpica y después ya podría abordar en serio su formación académica y encontrar otra ocupación, fundar una familia y esas cosas de las que solía hablar en su refugio costero.

El persuasivo Cerruty convenció a Elliott para que dedicase otros dos años a entrenar y a vivir como un monje casi separado de su familia y de sus amigos. El técnico no podía imaginar nunca un discípulo más aplicado. Nunca una mala cara, un no por respuesta, un "no puedo". El atleta dio su palabra y a ella se comprometió. Disputando carreras, rebajando el récord del mundo, ganando a todos lo que se atrevían a cruzarse con él en una pista.

En Roma era el indiscutible favorito de los 1.500 metros. Pero Elliott también había desarrollado durante aquellos años un considerable miedo a perder. Daba igual su estado de forma. La inseguridad también formaba parte de la vida del atleta y en más de una ocasión confesó que cuando saltaba a la pista siempre lo hacía acompañado por la incertidumbre y el pánico a verse superado. En la final olímpica de Roma lo sintió más que nunca.

Habían decidido que sería su última gran carrera y el plan era salir de la cita a lo grande. Correr como nunca y a ser posible marcharse de la capital italiana con la medalla de oro y el récord del mundo. Una tarea complicada en una prueba de esa naturaleza.

Cerruty había acordado con él que ondearía una toalla amarilla en la grada en caso de que estuviese en tiempos de récord del mundo con la idea de que apretase todo lo posible. La carrera fue rápida, lanzada desde el comienzo por el francés Lazy. Elliott se escondió un poco en el grupo hasta el segundo paso por la línea de meta. A partir de ahí lanzó un ataque sin demasiado estruendo. Se situó al frente del grupo y fue subiendo el ritmo con aparente facilidad, con una naturalidad asombrosa. Por detrás, sus competidores tratarán de subirse a aquel tren sin éxito. El australiano fue abriendo hueco y al paso por la penúltima recta echó un vistazo a la grada donde Cerruty agitaba la toalla como si estuviese sufriendo espasmos. Un apretón más.

Entre él y el resto había un mundo de más de tres segundos. Elliott corría contra sí mismo. Y allí, en el mejor escenario del mundo, firmó su mayor triunfo, su mejor carrera, el triunfo perfecto. Oro, récord del mundo (3.35.6) y un último ochocientos que sirvió con el tiempo de inspiración para atletas como Hicham El Guerrouj, quien aprendió que el miedo a perder no siempre es un mal compañero de viaje.

Promesa cumplida

Elliott cumplió su promesa. Después de Roma solo se concedió un par de carreras más y se marchó del atletismo. Lo hizo con solo 22 años, cuando sus piernas seguramente pedían nuevos retos y hubieran llevado sus récords a un lugar impensable. Una carrera deportiva que duró solo cuatro años y en la que nadie fue capaz de vencerle.

Cuarenta y cuatro veces disputó la milla y los 1.500 metros y no hubo un solo atleta que le derrotase. Un caso único en la historia del atletismo. Después de aquello se fue a estudiar a Cambridge, tuvo una familia y trabajó en el sector minero. Hoy es un venerable anciano que disfruta contando a sus nietos los días en que corría por las dunas de Portsea.

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