Lo primero que hago al despertarme, aún somnoliento y remolón en la cama, es revisar el mercado de las ligas virtuales. Este año, como si no tuviéramos ya suficiente faena, jugamos también una liga de Segunda, porque nuestro equipo en la vida real subió a Segunda. Es algo que recomiendo para conocer una nueva categoría, para saber quién juega y dónde y más o menos cómo, sobre todo porque la alternativa es pasarse el fin de semana viendo un Fuenlabrada-Lugo, un Mirandés-Alcorcón o un Ponferradina-Logroñés, opciones de ocio socialmente aceptadas solo en el caso de que uno de esos equipos sea el tuyo. En caso contrario, decir que no sales un sábado porque te quedas en casa viendo ese tipo de partido se considera una especie de ofensa, tanto que tus amigos dejarán de ser pronto tus amigos y tu pareja dejará de ser pronto tu pareja.

Hace un tiempo, lo normal para ver a tu equipo fuera de casa no era la tele, sino viajar con él a domicilio. Por lo general aprendías mucho y no me refiero a lo futbolístico. La primera vez aún estaba en el instituto y tuve que convencer a mi madre con lo típico: que iba con un amigo de fiar en el autobús de las peñas con abuelos y familias. Mi madre accedió siempre y cuando llevara su teléfono móvil, uno de principios de siglo: el móvil-ladrillo. Cuando llegó el día del viaje y subimos al bus comprobamos que había pocas familias. El bus estaba lleno de ultras, ultraborrachos, ultras mayores, que los 30 años ya los habían cumplido y no sé si en la cárcel alguno.

Mi amigo de fiar y yo nos sentamos en el bus como dos pajaritos, rezando para que nadie hablara con nosotros, rezando para llegar, ver el partido y volver a casa vivos, sin mirarlos siquiera, pero evidentemente aún no habíamos salido de la ciudad, aún no habíamos cogido la autopista y ya teníamos al más borracho de los ultras dándonos la brasa con paternal estilo; la verdad es que daba miedo pero a la vez era amable y simpático el tío, ofreciéndonos latas de cerveza y drogas socialmente más aceptadas que quedarte en casa para ver un Fuenlabrada-Lugo.

Cuando llegamos al estadio nos dijo que estuviéramos tranquilos, que bajáramos con él del bus y que no pasaría nada, y eso hicimos. Tal y como bajamos aparecieron unos policías y lo metieron a un furgón, y ahí desapareció nuestro ultra amigo. Luego en el campo golearon a nuestro equipo, un dramita clásico, y al descanso, mientras merendábamos un kit-kat y unas pipas, vimos venir desde la otra punta a unos tipos que empezaron a pegarse con los de nuestro bus, sin explicación convincente del motivo. En ese momento de pánico y acción llamó mi madre y me acordé del móvil-ladrillo. Mientras se pegaban a mis pies, yo le explicaba a mamá que todo bien, por supuesto, que todo tranquilo.

Al volver al bus nos estaba esperando nuestro ultra amigo, y todos hicimos como si lo de la policía no hubiera sucedido. Enfilamos el camino de regreso, derrotados pero vivos, dormitando en el bus, medio alerta y escondidos.

Lo importante, quiero decir, no fue el partido. Ni siquiera comprobar que lo de ser ultra no era para nosotros, que no estaba bonito. Lo importante fue que al ir éramos de una manera y que al volver éramos distintos. Eso dónde está en las ligas virtuales. La experiencia de vida.