La Provincia - Diario de Las Palmas

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Los miedos

El miedo a perder no es nada comparado con el miedo a hacer el ridículo. Cuando era un niño que jugaba a fútbol súper en serio, como juegan todos los niños, lo tenía claro. Así me lo demostraban las pesadillas. En mis pesadillas previas a los partidos no aparecían simples derrotas. Aparecían situaciones ridículas, porque eso era lo que de veras temía: estar en el vestuario antes de salir a jugar, ver los cordones de las botas sin atar y no saber atarlos; llegar al campo, abrir el maletero del coche de mi padre y descubrir que me había dejado la bolsa en casa; acercarme a la esquina a sacar un córner, resbalar en el momento del golpeo y caer de culo al prado. Todo eso aparecía en mis pesadillas. Esos eran mis miedos, los ridículos. Perder era algo asumible. A perder uno se acostumbra demasiado rápido.

Pero el ridículo es peor. El ridículo se enquista en el cerebro y te asalta en las duermevelas, cuando vas a dormir y algo hace clic, y repasas tu particular serial de ridículos íntimos y oh, dios mío, que alguien nos salve, somos patéticos.

Lo pensé hace unos meses cuando leí un reportaje sobre un pueblo del interior de Castellón, donde explicaban la entrada del bando nacional durante la guerra civil. No hubo resistencia, decían, pero sí dos muertos: uno que salió a la ventana para saludar a los vencedores, que se confundieron y le pegaron un par de tiros; y un combatiente que golpeó una puerta con su fusil y se le disparó el arma. Lo pensé el otro día viendo al Madrid, cuando Isco intentó un regate y se cayó solo, cayó de maduro, cayó como caen las peonzas cuando dejan de dar vueltas. El ridículo es peor, porque era peor eso que perder contra el Cádiz un par de semanas antes. En la derrota al menos hay épica.

Lo peor de los ridículos es que la memoria los mima y no se rectifican. Son los tatuajes del cerebro. De vez en cuando me apetecería volver al pasado para corregir, para no disfrazarme de alcachofa en quinto curso, para mejorar el arranque de una mala crónica o para dar una contestación ingeniosa a aquella chica. De vez en cuando, con algo de suerte, puedes jugar un partidito con alguien inspirador y brillante, con alguien que te empuja de una manera natural a sacar lo mejor que llevas dentro. Alguien que no sólo te hace mejor futbolista, sino mejor persona. Otras veces, en cambio, te toca jugar conmigo.

Conmigo, que siempre que veo a alguien compartiendo orgulloso una foto desde la cima de una montaña, pienso lo mismo: ahora te toca bajar, jajaja, pringao. Conmigo, que hay un Elche-Celta y dicen en la tele que es baja Emre Mor, y pienso que ojalá tenga un hijo con Patricia Conde y sus apellidos sean Conde Mor, en homenaje a Chiquito.

Ahora ya no sueño con ridículos infantiles en vestuarios, partidos y campitos. Mis pesadillas son otras: que he tocado algo que no debía tocar, a última hora en la redacción, y por mi culpa ha salido mal el periódico; que han descubierto que soy un fraude y que mi libro está mal escrito; o que de repente estoy en pijama y batín cuando voy al colegio a recoger a mis hijos. Los miedos y los ridículos. En el fondo aún soy ese niño y es todo lo mismo.

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