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Carreras torcidas (II)

El futbolista que se tragó el pozo

Antonio Rojas falleció a los 27 años en 1924, junto a otros dos hombres, tras intentar rescatar su reloj de oro de la fosa séptica de su casa

El futbolista que se tragó el pozo

El fútbol ya se había convertido en un deporte popular en la capital y se atisbaba que aquello iba a ser un espectáculo de masas. En parte por culpa de gente como Antonio Rojas, pundonor y talento con el balón. Hasta que el tiempo se paró para él.

La confusión reinaba en la calle Castrillo, clavada hasta hoy en el popular barrio de Arenales, en el corazón de Las Palmas de Gran Canaria. Era la tarde del 13 de enero de 1924 y algo había alborotado el día. El ruido, mezclado con las lágrimas, sonaba a desesperación, a quebranto. Todo aquello era el clima resultado del dolor, compuesto por una tragedia terrible: tres muertes, tres familias rotas por un accidente atroz.

El desenlace de aquella historia transcurre entre un reloj de oro y un pozo negro. Aquella década de los años 20 significó en Canarias la segunda oleada del ‘foot-ball’ –así se leía en los diarios de la época–. Un renacimiento que nacía de la propia recuperación que vivían las islas, sacudidas por la Primera Guerra Mundial. La contienda entre las principales potencias había menguado la conectividad marítima y, por ende, la capacidad de exportación e importación de Canarias. Eran años duros, pero alentadores. Todo dentro de la dictadura de Miguel Primo de Rivera.

Aquello que olía a nuevo en Las Palmas de Gran Canaria tenía el mismo punto de entrada: La Luz. Sus barcos alumbraron la llegada del ‘foot-ball’ desde finales del siglo XIX. Era el ‘juego de la pelota’. Y de ahí a los primeros clubs, los ‘teams’, equipos que renacían en esos años 20, sustentados por las masas que se juntaban y animaban para ver combatir a dos escudos por el balón.

Del Fomento al Campo España

Ahí, en ese ecosistema, Antonio Rojas Munguia encontró su lugar. Rojas se había hecho un hueco en uno de esos bandos que desembocaron en la mayor rivalidad del momento, en un derbi de leyenda: Marino contra Victoria. Enrolado en el Marino CF, sus días de fútbol, empezaron mucho antes. Su primer club, cuenta Javier Domínguez en Historia del Fútbol Canario, fue el Fomento Oriental del barrio de Triana. Los jugadores iban y venían, pero Rojas, tras vestir varias camisetas, se quedó en el Marino, donde comenzó su leyenda en el Campo de España. Junto a pioneros como Eliseo Ojeda, su nombre se mantuvo fiel al equipo celeste.

El 13 de enero amaneció con nubes. Antonio Rojas pasó la mañana con el balón, junto al resto de sus compañeros del Marino. Sobre la una de la tarde decidió volver a casa y desechó la invitación de otro mito de su compañero Rafael González para ver el partido que se iba a jugar en el Campo de España, el primer gran coliseo futbolístico de la Isla, entre el segundo equipo del Marino y el Arte y Deporte.

El medio del Marino, mecánico en los talleres Blandy, dejó una viuda embarazada

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Rojas se marchó hasta Arenales y recogió a su compañera de vida, Agustina Suárez para comer juntos en casa de unos amigos. Ella contaba con 22 años. La pareja se había casado hacía solo dos años atrás. Juntos se reponían de la pérdida de un hijo recién nacido, con la esperanza en el vientre: volvía a estar embarazada.

Antonio no vivía del fútbol. Nadie lo hacía. Jugar era un placer, un divertimento. Su trabajo estaba en el mismo barrio, a un par de calles. En los talleres de los británicos Blandy Brothers, situados en una gran parcela de la calle Suárez Naranjo, esquina con Pamochamoso y con entrada por Matías Padrón. Él era el jefe de mecánicos. Los Blandy, llegados a Canarias desde Madeira, estaban diversificando sus negocios. Hacían de todo. Astilleros, consignatarios de buques, banca, seguros, remolques, exportación e importación y también automoción, un negocio incipiente. Y ahí el joven futbolista del Marino era un puntal para la compañía. Reparaba camiones Daimler –poco después germen de Mercedes Benz– e incluso hacía de comercial. Tenía un futuro por delante más allá del balompié hasta aquella tarde.

No hubo siesta después del almuerzo, pero sí una partida de envite. Guardó la baraja y de regreso a casa para acabar el domingo, parada en la letrina. Ese fue el primer fotograma de la tragedia. El reloj de oro de Antonio Rojas se escurrió por la cañería. Era el preludio de la fatalidad. El futbolista cruzó la puerta de su hogar y buscó a su vecino Juan Ojeda, casado y con seis hijas, la mayor de 13 años. La misión: levantar la baldosa de la casa que daba al pozo negro para poder rescatar el reloj.

El futbolista que se tragó el pozo Edu López

Completo el primer paso, con el agujero ya descubierto, Ojeda colocó la escalera y se dispuso a descender hasta el pozo, de unos tres metros de profundidad. Los excrementos cubrían unos treinta centímetros de la superficie. Arriba, Rojas y su mujer esperaban. En unos segundos, Ojeda dejó de hablar. No se le sentía.

Rojas, a pesar del empeño de su mujer, descendió por la escalera. Desde el hueco abierto, Agustina vio a su marido tambalearse, pronunciar un par de palabras ininteligible y caer. Entró en pánico. Salió a la calle y pidió ayuda. Por allí pasaba una de las nueve hijas de Cristóbal Pérez, que avisó a su padre. Este entró en la casa, bajó al pozo y nunca salió. Los gases que salían de la fosa séptica se habían llevado la vida de tres personas.

Los gritos reventaron en Arenales. El bullicio y el alboroto era total. En el domicilio de la calle Castrillo se juntaron otras personas que intentaron rescatar a sus tres vecinos, provistos de cuerdas, ganchos y otros elementos rudimentarios que hacían más difícil todavía la maniobra. La desgracia pudo ser mayor, ya que en ese descenso, a punto estuvieron de caer otras dos personas. Los cuerpos, rescatados por dos soldados de caballería, sembraron de luto al barrio de Arenales.

Más de 5.000 personas

La tragedia dejó a 5.000 personas que acompañaron al cortejo fúnebre hasta el cementerio, atravesando León y Castillo. Las crónicas de la época reflejan “una muestra de dolor como pocas en nuestra ciudad”. Las coronas de flores de todos los equipos de Las Palmas de Gran Canaria acompañaron el féretro de Antonio Rojas y de sus otros dos vecinos.

Juan Ojeda y Cristóbal Pérez, las otras dos víctimas del suceso, tenían seis y nueve hijos

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Enterrado con la bandera del Marino, la entidad organizó un partido benéfico para recaudar una bolsa a favor de las viudas y promovió suscripciones para mantener a las familias de los tres fallecidos. El nombre de Antonio Rojas se quedó en Las Rehoyas para siempre, en aquel campo que vio competir a San Cristóbal, Polonia, El Carmen o Ferreras, entre tantos otros. Y ahí, aunque en otro lugar al original se mantiene su nombre. Fue el futbolista que se tragó el pozo.

En la imagen superior, Antonio Rojas posa con los colores del Marino CF, en una fotografía de época. Sobre estas líneas, el cortejo fúnebre que acompañó los féretros hasta su sepultura, a su paso por la calle Muro y el Puente de Verdugo, en un fotograbado reproducido en el papel de LA PROVINCIA|

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