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la espuma de las horas

La historia de un desasosiego

Los estudiosos indagan en las causas del suicidio del escritor vienés Stefan Zweig, que buscó la paz en Brasil

La casa donde vivió y murió Stefan Zweig, en Petrópolis (Brasil). LP

Los aires centroeuropeos imperiales de Petrópolis, donde Pedro I de Brasil planeó la residencia de verano que jamás llegaría a habitar, le recordaban a Stefan Zweig su hogar en Salzburgo. Hasta allí habían llegado él y su segunda esposa, Lotte Altman, buscando el sosiego que no habían encontrado hasta entonces en su vida de exiliados. Y allí juntos, el 23 de febrero de 1942, exhalaron sus últimos suspiros antes de morir recostados en dos camas unidas de la casa de la calle Gonçalves Dias: ella reclinada en el hombro de él, las manos entrelazadas, des- pués de ingerir ambos una dosis lo suficientemente elevada de veronal, un derivado del ácido barbitúrico que se solía emplear con fines sedativos.

Al día siguiente, el Gobierno brasileño celebró un funeral de Estado, al que asistió el presidente Getulio Vargas. La noticia se extendió rápidamente por todo el mundo, y la muerte de la pareja ocupó un hueco preferente en la primera plana de The New York Times. Zweig había sido uno de los grandes autores reconocidos de su tiempo, y su obra traducida a más de cincuenta idiomas. El suicidio desató una oleada de emociones. En el caso de Thomas Mann, el más relevante de los escritores de lengua alemana en el exilio, la reacción fue más agria de lo que cabría esperar tratándose de una circunstancia así. Mann no ocultó su indignación por lo que consideraba un acto de cobardía. No dejó de rendir homenaje al talento de su colega, pero subrayó la brecha dolorosa que se había abierto entre los emigrantes europeos por causa de la debilidad de Zweig. En una carta a un amigo guionista, lo explicó amargamente: "Nunca debería haber concedido a los nazis este triunfo, y si su odio y desprecio hacia ellos hubiera sido mayor, jamás lo habría hecho". Pronto empezó a circular la pregunta de por qué Zweig había sido incapaz de rehacer su vida. Desde luego ello no sucedió por falta de recursos, como el propio Mann sugirió a su hija Erika.

Georges Prochnik se propone en The impossible exile, un libro altamente conmovedor, despejar el mayor dilema que rodeó la vida del autor vienés. Por medio de una investigación sin concesiones intenta aclarar los motivos que podrían haber conducido al suicidio a un escritor que todavía gozaba de una popularidad excepcional y que acababa de terminar dos obras importantes: su libro de memorias, El mundo de ayer, y Brasil, país del futuro. Había concluido también -nunca se cansó de escribir- una de sus narraciones más asombrosas, Novela de ajedrez, sobre la neurosis obsesiva que un hombre desarrolla por el tablero durante su cautiverio por la Gestapo. En ella denunciaba los horrores de su propio tiempo, demostrando que su brío creativo no estaba socavado. Recientemente se había casado con una mujer cariñosa, casi treinta años menor que él. Y por propia voluntad elegía abandonar Estados Unidos y refugiarse en Brasil, una nación hospitalaria que despertaba su imaginación. La pregunta fundamental de Prochnick es por qué el exilio había resultado ser tan insoportable para Zweig cuando otros artistas encontraron en él el vigor y la inspiración que no podían hallar en la asfixiante atmósfera de una Europa envuelta en guerra.

En un planeta convulso, Stefan Zweig era un hombre tentado a refugiarse en una urna de cristal. Su mayor ambición en la tierra siempre había sido vivir tranquilamente. "A veces me gustaría meterme en el agujero de un ratón", confesó. En la surrealista pelícu- la El gran hotel Budapest, de Wes Anderson, se percibe algo de ese deslizamiento brutal que sufrió Europa y que Zweig reflejó en El mundo de ayer. Londres, Man- hattan, Ossining, Río... una vida dando tumbos.

Hasta Petrópolis llegó buscando paz y tranquilidad. El 7 de diciembre de 1941, los japoneses bombardearon la flota estadounidense en Pearl Harbor. Al día siguiente, Estados Unidos declaró la guerra. Zweig fue atrapado una vez más por un pánico irracional. Temía una invasión alemana de América del Sur. El mismo ser que se había engañado a sí mismo diciendo que se vivía mucho mejor alejado de todo, en el corazón de la naturaleza, empezó a convencerse de que allí, a kilómetros y kilómetros de distancia, el peligro no se había disipado y que jamás volvería a los libros, los conciertos, los amigos y la conversación.

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