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El humo que no oscurece la memoria

Algunos testimonios del sufrimiento en Auschwitz impiden olvidar, 70 años después, el horror en los campos nazis

Entrada a Auschwitz, con el lema "El trabajo os hará libres". LP / DLP

Auschwitz-Birkenau, 70 años de la liberación. Poco después de ella, León Moussinac, periodista y crítico de cine, escribió en el prólogo de la primera edición francesa de Sans fleurs ni couronnes (Sin flores ni coronas, ed. Periférica) , uno de los testimonios más estremecedores sobre el sufrimiento en los campos de concentración: "Aunque los hornos crematorios están materialmente destruidos, su humo aún oscurece el cielo del mundo".

La autora del libro, Odette Elina, francesa de origen judío, combatiente de la resistencia, compuso las notas atroces del relato de su experiencia en aquella ciudadela del horror. "Cuando volví de Auschwitz, en 1945, sentía con tal intensidad lo que acaba de ocurrir que me resultaba imposible guardarlo para mí".

Elina fue detenida por la Gestapo. Bajo el nombre de Odette Dreyfus salió el 29 de abril de 1944 de Drancy en el convoy número 72, formado por un millar de judíos, de los cuales 398 eran hombres, 600 mujeres y 174 niños. Un año después quedaban 37 supervivientes, de los que 25 eran mujeres. "Salgo para un viaje muy largo, con la firme resolución de aguantar. Espérame", escribió a su amigo Claude Cartier-Bresson.

La desgarradora topografía del terror se extiende en Berlín entre el Martin Gropius-Bau y la Wilhelmstrasse, en el lugar que fue utilizado por la Gestapo y la SS como cuartel general entre 1933 y 1945. El visitante siente una versión desconocida del escalofrío al contemplar al aire libre las fotos sobre la atrocidad nazi y sus inmediatas consecuencias. No son sólo las imágenes desnudas de la crueldad sino el terreno que uno pisa.

La sensación del locus o del loci existe también si se camina por las viejas losas en los guetos de Varsovia o Praga, donde los judíos vivían entre la vida y la muerte, o absolutamente estremecedora en los campos del exterminio, Mathaussen, Buchenwald o Auschwitz.

La shoah se entrelaza con recuerdos más recientes. El escritor Imre Kertész, superviviente del Holocausto, lo hizo en Yo, otro, sintiéndose al mismo tiempo víctima del estalinismo y del kadarismo húngaro. Del desierto de polvo y escombros de la Postdamer Platz berlinesa, en el lugar que fuera el Muro y sus alrededores, escribió: "El ligero olor a ceniza bajo esa suave iluminación, los caminos que conducen a la nada, el recuerdo de los olores y del ambiente de la primavera de 1945, la inasible melancolía de la supervivencia. Cuántas veces estuve así ante la puerta del campo de Buchenwald, saboreando, por así decirlo, la libertad que olía a cadáver y sabía a la sopa del lager y a la fragancia de la primavera... Luego paseo hasta la sinagoga de la Oranienburger Strasse. Busco en vano la pequeña pastelería donde una mañana, hace trece años, en 1980, cuando el barrio aún pertenecía a la RDA, se me antojó un trozo de pastel verde, grande como una pala de carbón. Desde la ventana de la pastelería mi mirada se proyectó sobre unas ruinas de color ladrillo que había enfrente, y no pude quitarles los ojos de encima. Poco a poco surgieron las asociaciones". Inevitable.

Steven Spielberg, que rodó en Cracovia La lista de Schindler, explicó en Auschwitz que uno de sus primeros recuerdos del horror son los números de los supervivientes del Holocausto tatuados de sus abuelos. "Entendía lo que significaban pero no estaba seguro de su importancia. Aquellas eran en realidad las marcas indelebles de la muerte, del inimaginable sufrimiento y del dolor".

El humo negro que no oscurece la memoria.

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