La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

EL TIMONEL DE LA DEMOCRACIA El pasado día 10 se cumplieron cien años del nacimiento del político Torcuato Fernández-Miranda y Hevia

Torcuato Fernández-Miranda, el Erasmo de la Transición

Una "revisita" al padre de los "padres de la Constitución", el más británico de los hombres de Estado españoles, que ayudó al Rey y a los partidos a hallar el camino

Por una determinación del azar o por esas filigranas que traza la casualidad, murió Torcuato Fernández-Miranda donde seguramente debería haber nacido, en Inglaterra. La precoz muerte hizo visible lo que, para cualquier observador perspicaz, era una evidencia: que estábamos ante un conservador británico de libro. Quizá por eso el destino le llevó a morir a Londres, a la orilla opuesta del mar en el que había nacido. Esa mar es una presencia permanente en su vida, incluso en los muchos años que pasó, varado, en tierra seca. Decir mar es decir galernas. Con lo que estamos ante una constante de su vida: la historia le ponía en el punto donde iban a ocurrir cambios de importancia, o con más precisión, donde iba a ocurrir la gran tormenta. A este amante apasionado del orden la vida le puso con frecuencia en medio de los desórdenes. Llevaba en su genética una familiaridad congénita con las transformaciones, que acudían a él como a su médico. Llegó así a convertirse en piloto y timonel de turbulencias.

Hace ahora 100 años, un humilde pesebre lejano, Gijón, se convertía en una especie de Belén de Judea de la historia democrática de España porque en esa periferia nacía, en medio de una de las mayores crisis y convulsiones que ha conocido la historia humana, cuando Churchill era ya un gran hombre y Alemania corría camino del desvarío que se llamaría Hitler, un niño que era un don. Exagerando un poco, podríamos recordar aquella famosa profecía de Isaías que recanta siglos después el Evangelio: "un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado, y la soberanía reposará sobre sus hombros; y su nombre será Admirable Consejero". Ese niño, que sería un día Admirable Consejero y sobre quien reposaría la soberanía, recibió el nombre de Torcuato y el apellido familiar de Fernández-Miranda y Hevia. Él iba a ser la puerta mágica, y milagrosa, por la que España entraría en su -definitiva- modernización política, es decir, en el camino de las democracias occidentales, tantas veces rechazado. Lo que es un logro a la altura de los luceros. Por segunda vez en la tortuosa historia política de España, un ciudadano de esta modesta villa, que no tiene palacios vistosos y es un bello "atrezzo" de obreros, aldeanos y pescadores, iba a jugar un papel decisivo en el destino de España. La primera vez ocurrió con Jovellanos, en tiempos de la Revolución Francesa, en la lucha por una sociedad moderna liberal y unas Cortes democráticas, las de Cádiz. La segunda ocurriría con este niño y la Transición.

Paradójicamente, esta especie de Moisés de nuestra democracia no está sepultado en ninguna catedral, ni ha sido paseado solemnemente en armones, ni tiene tumba en ningún panteón. Como pasa tantas veces en la historia de España, está modestamente "olvidado" en un humilde cementerio que no es precisamente el Palacio de los Inválidos de Francia. Madrid no le ha dado ni una mísera calle, cuando la tienen mil mediocres. Y en Gijón, donde tiene un querido paseo, nadie se ha molestado en poner una buena placa en la calle donde nació, ni se le ha procurado una tumba ilustre, ni tampoco una estatua como la que, merecidísimamente, tiene Jovellanos. Está Fernández-Miranda en la historia, pero suavemente arrinconado en una esquina, mientras se palmea a todo tipo de "mindundis". De lo que el conservadurismo español, si es que eso existe, tiene toda la culpa. La dura carga ideológica de su época, los prejuicios marcados por una guerra que costó mucha sangre, las deficiencias congénitas de la España política de su tiempo, las muchas peculiaridades de su carácter y de sus ambiciones, los dogmatismos de sus coetáneos, crearon una especie de sombra permanente sobre su figura que no se ha disipado nunca. Eso ha hecho que se haya "ninguneado" casi siempre su importancia. Pero por mucho que todo eso pueda entenderse, es sólo polvo solar en comparación con los bienes que nos trajo. Esos años del amanecer democrático fueron tiempos de densas nubes y peligros en los que los navegantes políticos no veían luz alguna en el cielo. En esa atmósfera de desorientación y desorden apareció esta pequeña Estrella Polar que empezó a alumbrar las oscuridades y nos regaló el mapa político que había elaborado en su cabeza: el profundo y sensato sentido del derecho. Y con eso ayudó a muchos a encontrar su camino: al Rey, a los partidos, a la construcción jurídica. Sin él probablemente el destino hubiese sido otro y la Transición también.

Un libro, escrito hace unos meses por su sobrino-nieto Juan Fernández-Miranda y Fernández-Miranda (para que no queden dudas de la perspectiva), explica la historia vital de este niño gijonés tan esencial en la historia reciente de España. El libro ("El guionista de la Transición") recorre la biografía del niño/estudiante, la biografía del joven profesor, la del incipiente político, y la del hombre de Estado. El libro relata un trozo -importante- de la historia última de España. Con sobriedad, sin pesadas erudiciones académicas, con textos sabrosos, como el precioso de las nieblas y las brujas asturianas, con variaciones de interpretación y valoración, y con una innegable piedad familiar, que a veces deriva en lo suavemente hagiográfico. Inclinación sentimental que no puede criticarse. Porque por encima o por debajo de apreciaciones, lo que sostiene al libro es una verdad inapelable: deberíamos "revisitar" -como dicen los anglosajones- a esta "olvidada" figura. Es decir, volver a revisar y analizar su "obra", y su importancia, a la que, por muchas razones, se le ha dado poca. Hacer justicia a quien se le ha hecho poquísima.

Está Fernández-Miranda "enterrado" en una sonora y exitosa metáfora: "guionista de la Transición". El origen de esa metáfora parece estar en una frase suya en una distinguida cena. Por más que guste tantísimo, no es una metáfora afortunada. Quita más que da y rebaja cuando parece ensalzar. No hace falta entender mucho de cine para saber que en el trinomio director-actor-guionista, el que queda arrinconado suele ser el que escribe el guión. Hollywood está lleno de ejemplos. Seguramente, para una cabeza universitaria y jurídica, como la suya, el escribir -o concebir- fuera más importante que el hacer. Pero, para la gente, quien queda en los "títulos de crédito" de la película es el actor, y, después, el director. Fue, sin duda, el "guionista" de la Transición. Hecho indudable. Pero fue más, muchísimo más, que el guionista de la Transición.

Puestos a meterlo en una metáfora, mejor otra: es el Erasmo de nuestra Transición. En la que Fraga quiso hacer de Lutero. Escribió S. Zweig un libro, "Erasmo de Rotterdam", que se subtitula "triunfo y tragedia de Erasmo". Ese triunfo y esa tragedia son precisamente las de Fernández-Miranda. También él, como Erasmo, vivió tiempos de profunda Reforma, también él, como Erasmo, estaba lleno de claroscuros, como la época. Como Erasmo, fue un espíritu libre y nada amaba más que pensar por sí mismo. Como Erasmo, no era fanático de nada y le repugnaban profundamente los fanatismos. Nunca quiso saber nada de las estulticias de su tiempo y de sus conmilitones. Aborrecía genéticamente cualquier tipo de "tumulto" o de estallidos revolucionarios. Él estaba para ordenar y aclarar lo confuso. Miraba con agradecimiento a la tradición y admiraba a los espíritus cultivados, y le repugnaba todo lo grosero. Nunca quiso "pertenecer" a nada, es decir, ser monigote de nadie. Su divisa fue siempre una muy personal independencia, sin pleitesías baratas. Todas esas grandezas de Fernández-Miranda constituyeron, a la vez, su tragedia. En el fondo, no le entendió nadie y fue incómodo para todos. Como todo hombre que se arriesga a ponerse entre el agua y el fuego, "fue un gibelino para los güelfos y un güelfo para los gibelinos". Por eso, vivió y murió aislado. Por eso cayó sobre él el olvido. Y en él sigue. Y, por eso, de nuestra Transición han quedado otros nombres (Suárez, Fraga o Felipe) más que el suyo. Era un espíritu demasiado fino para tantas pasiones e irracionalidades. Acabó en eso igual que Erasmo y Jovellanos, con una mueca de incredulidad y de melancolía, que es honda tristeza del alma.

Pero es Erasmo por otra similitud importante: por "Preceptor de Príncipes". No hay que olvidar que Erasmo escribió, y se lo escribió además a nuestro Emperador Carlos V, un muy famoso tratado sobre la formación de los Príncipes, la "Institutio Principis Christiani" (1516) o "Educación del Príncipe Cristiano". Que se publicó tres años después de "El Príncipe" de Maquiavelo, del que quiere ser contrapunto, y en el año en el que su gran amigo Tomás Moro entregó a la imprenta el primer libro de su "Utopía". Ese tratado de Erasmo desarrolla algo que ya había señalado Aristóteles: que no hay sabiduría más divina que la que sirve para educar a un Rey. Erasmo destaca en ese Tratado que nadie causa mayor mal a un país que quien emponzoña, con ideas letales, el pecho de un Príncipe. Es un acto especialmente criminal que equivale, dice Erasmo, a envenenar un pozo del que tiene que beber todo el pueblo. Por eso "nadie es más digno de honor que aquel que prestó servicio leal y valiente en instruir al Príncipe con rectitud, sin esperar emolumento privado, sino el servicio a la patria. Todo le debe la patria al Príncipe bueno, pero, a su vez, la patria le debe ese mismo Príncipe a aquél que le hizo tal con sus sabias doctrinas". O sea, Fernández-Miranda. Sigue Erasmo: "elíjase, por tanto, para esta tarea de preceptor?.a hombres íntegros, incorruptos, graves, con larga experiencia?", que sepan, como recomendó Séneca, reprender sin injuriar y alabar sin adular. Todo eso lo cumplió, irreprochablemente, Fernández-Miranda. Y por eso le debemos el mayor honor. Y más agradecimiento que a ningún otro: porque él fue quien, en vez de envenenar el pecho del Príncipe, lo llenó de respeto al derecho, a la ley y a la democracia y lo preparó para algo que aquí nunca había habido: una monarquía parlamentaria. Como recalca Erasmo, no hay mérito más grande. Pues bien, a quien tiene ese mérito inigualable le seguimos negando una tumba honrosa, una maldita estatua o una mísera calle, y nos hemos contentado con "pagarle" con una pobre metáfora: "guionista" de la Transición. Mejor sería llamarle por su auténtico mérito: Padre de los llamados Padres de la Constitución de 1978, Preceptor de Rey, Preceptor del nuevo Estado, Preceptor de la democracia. Ese fue el gran servicio a su país de este "Admirable Consejero".

En una metáfora algo babosa, dijo Hegel que Napoleón era como "el espíritu universal" a caballo. No vino en tan lustroso caballo Fernández-Miranda, que llegó a la historia montado en un viejo jumento, el falangismo, pero nos trajo, a pesar de todo, la parte de ese "espíritu universal" que tanto necesitábamos, la Razón política moderna. Con lo que estamos ya en otro punto medular. La tesis doctoral de Fernández-Miranda está dedicada a la teoría del mal agustiniano. Para S. Agustín el mal no es una realidad en sí, sino sólo una negación o carencia del bien: "la falta de bien es lo que recibe el nombre de mal". El mal no es más que la corrupción del bien. Corromperse es dejar de ser. Mutatis mutandis, el mal de España estaba en la "corrupción" de su Estado: en un Estado venido a menos y que había dejado de "ser", y, por eso, era la negación de la Razón. El mal era la inexistencia de un auténtico Estado. La misión a la que Fernández-Miranda consagró su vida fue a devolverle al Estado su bien: una arquitectura jurídica y política válidas y racionales. Lo que, antes o después, significaba establecer un Estado democrático con todos los derechos, instituciones y procedimientos. Y eso es lo que hizo, o eso es lo que dejó listo para que se hiciese. Ese es el sentido profundo de la famosa fórmula de la "ley a la ley".

Así que él cumplió ejemplarmente aquel arte de pilotar de la hermosa analogía de Platón en "La República": "Figúrate que en una nave o en varias ocurre algo como lo que voy a decirte: hay un patrón más corpulento y fuerte que todos los demás de la nave, pero un poco sordo, otro tanto corto de vista y con conocimientos náuticos parejos a su vista y a su oído; los marineros están en reyerta unos con otros por llevar el timón, creyendo cada uno de ellos que debe regirlo sin haber aprendido jamás el arte del timonel ni poder señalar quién fue su maestro ni el tiempo en que lo estudió, antes bien, aseguran que no es cosa de estudio y se muestran dispuestos a hacer pedazos al que diga que lo es. Estos tales rodean al patrón instándole y empeñándose por todos los medios en que les entregue el timón; y sucede que?. dejan impedido al honrado patrón con mandrágora, con vino o por cualquier otro medio y se ponen a mandar en la nave apoderándose de lo que en ella hay. Y así, bebiendo y banqueteando, navegan como es natural que lo hagan tales gentes y, sobre ello, llaman hombre de mar y buen piloto y entendido en la náutica a todo aquel que se da arte a ayudarles en tomar el mando por medio de la persuasión o fuerza hecha al patrón?; y no entienden tampoco que el buen piloto tiene necesidad de preocuparse del tiempo, de las estaciones, del cielo, de los astros, de los vientos y de todo aquello que atañe al arte si ha de ser en realidad jefe de la nave. Y en cuanto al modo de regirla, quieran los otros o no, no piensan que sea posible aprenderlo ni como ciencia ni como práctica, ni por lo tanto el arte del pilotaje. Al suceder semejantes cosas en la nave, ¿no piensas que el verdadero piloto será llamado un miracielos, un charlatán, un inútil por los que navegan en naves dispuestas de ese modo?"

Eso fue Fernández-Miranda, el piloto de la nave del Estado, el perito de la navegación histórica. El que sabía de barcos, cielos y navegaciones. Al que muchos, en distintos momentos, consideraron un "miracielos". Y por eso le apartaron. Y hasta tuvieron el insólito descaro -sin citar aquí sus nombres- de soltarle un tabernario, "o te callas, o te vas". Y se fue. Puede decirse que muchos de los males que luego nos vinieron -y nos siguen viniendo- ocurrieron por dejar de lado manos con tantos conocimientos náuticos. Manos de "Admirable Consejero" que conocían la pólvora de la soberanía y avisaron del peligro de hacer malabarismos con esa peligrosa sustancia, y en especial con la idea de Nacionalidades, avisos que han resultado proféticos. La tragedia final es conocida: el país llegó a la terrible aberración de ver cómo el Padre de los Padres Constitucionales, el que abrió el paso a la Constitución y a la era democrática, no llegó a firmarla porque le parecía que, en puntos esenciales, iba contra la Razón. Que fue al único Dios al que sirvió siempre: la Razón del Estado, cosa muy distinta a la Razón de Estado. De esa Razón -inglesa e ilustrada- sacó él las Tablas de la Ley. Que fue lo que nos regaló: el supremo respeto anglosajón a la ley.

Compartir el artículo

stats