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la espuma de las horas

El mal menor, doce años después

No es seguro que Michael Ignatieff escribiese ahora en los mismos términos sobre la ética frente a la guerra terrorista

Hace doce años Michael Ignatieff, doctor en Historia por la Universidad de Harvard, ensayista, colaborador en algunas de las más prestigiosas publicaciones y candidato frustrado, escribió El Mal Menor, un libro que profundizaba en la ética política de la era del terror que se abría paso tras el brutal atentado del 11-S en Nueva York. Ignatieff explicó que la moralidad del mal menor puede ser demasiado racional, ya que se basa en la suposición de que la violencia por parte de los estados democráticos liberales que se enfrentan con el terror debe ser controlada en nombre de fines adecuadamente éticos, como los derechos y la dignidad. Sin cruzar, por ejemplo, la línea que divide los interrogatorios intensivos de la tortura, o la que separa los asesinatos selectivos de combatientes enemigos de los que implican la muerte de civiles inocentes.

Como es obvio e indicaba Ignatieff ninguno de los bandos involucrados en una guerra contra el terror es inmune a la tentación de ver en la violencia un fin en sí misma. En cuanto a los terroristas sobra cualquier duda: las decapitaciones públicas a cuchillo grabadas para ser luego difundidas en internet y las cabezas clavadas en las vallas son la foto souvenir de Raqa, ese paraíso sirio a orillas del Éufrates, cuartel general de ISIS, donde a Manuela Carmena podría ocurrírsele cualquier día lanzar un emisario en paracaídas para abrir un diálogo en chino.

La guerra declarada del terror no es un invento para poder unir al mundo en contra de los enemigos de Occidente. Ni tan sólo una excusa de Francia, de los aliados, o de Rusia, para bombardear mili-tarmente los bastiones de los terroristas. Es un anuncio que se reitera volando unas torres en Nueva York, unos trenes en Madrid o el metro de Londres, y se plasma constantemente en las amenazas de seguir golpeando el corazón de Europa hasta hacerse con ella, de Norteamérica o de Australia.

El califato que pretende imponer el Estado Islámico en el mundo es fruto de la demencia, lo sabemos, pero también lo era el III Reich pese a provenir de una sociedad cultivada en la Ilustración. Occidente, odiado y atacado en su expresión y forma de entender la vida, no ha hecho algunas cosas bien, por supuesto que no, igual que en el Tratado de Versalles no hubo piedad para los alemanes. ¿Alguien con dos dedos de frente fue capaz más tarde de plantearse un sentimiento de culpa para no intentar acabar con quienes adoctrinados en el ideal ario pretendían destruirle y tenían en marcha el Holocausto?

La violencia nihilista de la yihad es producto de la apropiación indebida de la fe islámica. No hay duda. Ello ha creado las condiciones necesarias para con-vertir a infieles y musulmanes en traidores que merecen la muerte. Evidentemente, no todos los mu-sulmanes son yihadistas del mismo modo que no todos los alemanes eran nazis, aunque muchos de ellos mirasen a otro lado para no enterarse de lo que estaba sucediendo en los campos de exterminio.

Sin embargo, aunque la estigmatización o demonización de los practicantes de un credo religioso sea un grave riesgo en manos de la xenofobia, o en medio de las medidas de seguridad y el estado de emergencia que ha aplicado Francia tras la masacre de París, teorizar sobre ello no alcanza a resolver el primer problema de las sociedades amenazadas por el terrorismo de la yihad.

No es una prioridad, por ejemplo, teorizar sobre dónde está el origen del odio fundamentalista. La pregunta tendría más de una respuesta, pero a estas alturas de la película el objetivo primordial es derrotar al que intenta destruirnos por nuestro estilo de vida. Se trata de un acto de supervivencia, de evitar que nos ametrallen mientras tomamos una copa en la terraza de un bar, asistimos a un concierto, o a un partido de fútbol. Quienes vean en la exclusión social el móvil de los atroces crímenes de la nueva yihad se equivocan. La marginación puede ayudar al reclutamiento de mu-sulmanes y conversos por parte de una secta de muerte y sacrificio anclada en los poderosos lenguajes de la fe, como es el Estado Islámico. Pero no sólo hay musulmanes marginados en este mundo y, sin embargo, únicamente existe una fuerza aniquiladora que atenta contra la civilización de la forma en que lo hace el siniestro ejército de suicidas del ISIS. Ni Bin Laden, ni el supuesto cerebro de la matanza de París, ni los ejecutores de la Torres Gemelas, ni los británicos del atentado de Londres, ni "John el yihadista" ofrecen perfiles de excluidos. La pérdida de esperanza puede llevar a quienes la sufren a volverse contra la sociedad por miedo y despecho, igual que hicieron los nazis contra quienes creían que eran los causantes de su ruina. Francia, el país que representa el laicismo y más se esfuerza en combatir la regresión medieval que suponen las peores costumbres islamistas, ha invertido, a la vez, considerables sumas de dinero en integrar a los musulmanes que disponen de las mismas re-tribuciones sociales que el resto de sus vecinos o compatriotas. Pero los musulmanes no se integran fácilmente en una sociedad de la que recelan, y el problema de la integración está lejos de resolverse financiando mezquitas. El proselitismo religioso, el castigo social por la apostasía y la endogamia no son argumentos que el Islam esté dispuesto a discutir o pasar por alto.

El mal menor no debería tentarnos hasta la irracionalidad, escribió Ignatieff hace doce años cuando la yihad no había completado su amenaza global. Pero tampoco podemos enfrentarnos a un enemigo sin saber lo que realmente queremos defender. Ninguna estrategia contra el terror es posible sin la cooperación pública que debe estar persuadida de cuál es la prioridad en tiempos de guerra.

Me ha servido leer de nuevo a Michael Ignatieff.

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