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Homenaje a jesuitas asesinados en la palma

40 cruces en el mar de Fuencaliente

Bajo unos veinte metros, entre Punta de Malpica y Punta de Fuencaliente, descansan los distintivos en recuerdo de los misioneros asesinados por corsarios comandados por el pirata Jacques de Sores

Homenaje bajo el mar a los jesuitas muertos.

Sin duda se trató de una de las peores masacres que se recuerdan en La Palma y también en la Compañía de Jesús, a la que pertenecían estos misioneros que fueron asesinados a finales del siglo XVI en aguas de Fuencaliente, después de haber pasado la noche en la casa de una familia de Tazacorte.

Precisamente para recordar aquella tragedia y sobre todo rendir homenaje a los que pasaron a la historia como los mártires de Brasil o de Tazacorte, en 1999, hace ahora 18 años, se lanzaron al mar cuarenta cruces de hormigón, una idea original que partió de José Feliciano Reyes, que en aquellos años era el director del Museo Naval de Santa Cruz de La Palma y que siempre entendió que estos religiosos no merecían pasar al olvido. Con el tiempo las cruces sumergidas pasaron a convertirse en un cementerio especial, al que muchos submarinistas acuden atraídos por la peculiaridad de un campo santo que duerme bajo el mar.

La noticia de estas muertes provocó un gran pesar en media Europa. Los jesuitas, que habían solicitado ser enviados a las Indias, como se conoció al principio al continente americano, se disponían a prestar ayuda sobre todo en Brasil. Al frente de este grupo de religiosos se encontraba Ignacio de Azevedo y Abreu, natural de Oporto, quien en el año 1568 comienza a reclutar misioneros para su travesía: italianos, españoles, portugueses. El 3 de mayo de 1570 parte de Belem, localidad próxima a Lisboa, en el galeón Santiago con 77 misioneros, repartidos en tres galeones. Se da la paradoja, que en esas mismas fechas, tal y como se ha podido constatar por varios investigadores, parten del puerto de La Rochelle en Francia cinco navíos corsarios en busca de algún botín, al mando de Jacques de Sores.

La embarcación del jesuita Ignacio de Azevedo atraca en el puerto de Funchal en la isla de Madeira para posteriormente poner rumbo a Santa Cruz de La Palma. Ante un primer ataque de los piratas se resguardaron en el puerto de Tazacorte. Los religiosos encuentran refugio en casa de la familia Monteverde y Pruss. El patriarca tenía una relación directa con Azevedo, con el que había estudiado en Oporto.

Pasado el peligro, volvieron a zarpar, pero fue entre la Punta de Malpica y la Punta de Fuencaliente cuando volvieron a ser interceptados por los piratas y esta vez no tuvieron tanta suerte.

El cáliz del presentimiento

Entre las distintas versiones que han aparecido sobre este suceso también se cuenta que antes de sufrir el ataque de los piratas, el padre Azevedo tuvo un mal presentimiento y decidió entregar a su benefactor en La Palma, Melchor de Monteverde un cofre que contenía un cáliz y la patena, el plato pequeño en el que se coloca la hostia, ambas reliquias habían sido obsequios que el jesuita había recibido del Papa.

Una de las peculiaridades de este cáliz, que en la actualidad se encuentra en la iglesia de San Francisco de Borja en el barrio de Vegueta en Las Palmas de Gran Canaria, es que tiene una melladura en su borde, como si alguien hubiera mordido con fuerza la copa.

Algunos investigadores como el que fuera alcalde de Santa Cruz de La Palma, Lorenzo Rodríguez, sostienen que fue el propio Ignacio de Azevedo y Abreu, impresionado "ante la revelación que había tenido de padecer martirio" el que clavó los dientes en el cáliz mientras celebraba la que sería su última misa en Canarias.

Por haber tenido ese presentimiento sobre lo que iba a ocurrir o simplemente en señal de agradecimiento a la familia que los había acogido, la realidad es que ambas piezas lograron quedar indemnes del ataque. Durante un tiempo permanecieron bajo la tutela de Melchor de Monteverde, que las depositó en la ermita de san Miguel.

Sin piedad

El 14 de julio de 1570 volvió a zarpar el galeón Santiago rumbo a Santa Cruz de La Palma. Lo hace por la parte sur de la isla, ese día el mar estaba en calma y eso obligó a la tripulación a avanzar lentamente costeando la isla para aprovechar la brisa.

Lo que no sabían es que los corsarios seguían esperando a su presa. Y así, en la zona próxima a la Punta de Fuencaliente, el pirata Jacques de Sores intercepta al galeón de los religiosos, que no pueden hacer nada por evitar esta fatal confrontación. El relato del asalto a la embarcación en la que iban los misioneros dibuja una secuencia especialmente sanguinaria y sumamente violenta. A muchos de los jesuitas, que habían quedado malheridos, con golpes en la cabeza, los lanzan al mar, otros son asesinados en el mismo barco. Algunos son degollados.

Las crónicas posteriores sobre esta masacre llegan a describir sobre todo los numerosos golpes que sufrió Ignacio de Azevedo. Al parecer uno de los piratas le asestó varios golpes en la cabeza con una de sus espadas hasta que finalmente muere sobre la cubierta.

Los piratas no tuvieron piedad con ellos, y así, de esta forma tan cruel terminaron con la vida de 40 religiosos.

Después de llevar a cabo esta masacre, los corsarios se acercaron hasta San Sebastián de la Gomera en son de paz. Sin embargo, también en aquellos años, la noticia sobre lo que habían hecho llega hasta oídos del Conde de la Gomera, Diego de Ayala y Rojas, quien reclama a Jacques de Sores que le entregue a los miembros de la tripulación y al resto de pasajeros portugueses que mantenía retenidos.

Precisamente gracias al relato que realizan los liberados y del que ha quedado constancia en: La Relación del martirio del padre Ignacio de Azevedo y sus compañeros quedó para la posteridad la crueldad de este ataque.

La confirmación de esta tragedia se extendió por Europa, hay que recordar que los misioneros procedían de varios países. Entre todos los que fueron asesinados también se encontraba un sobrino de Santa Teresa de Jesús.

Francisco Pérez Godoy, procedía de Torrijos, localidad toledana, y estaba entre los religiosos que pretendían acompañar a Ignacio de Azevedo y Abreu en su viaje a Brasil. Tal como señalan diversos estudiosos de este suceso, Santa Teresa de Jesús acudió a una misa que se realizó en Toledo en recuerdo de estos mártires. Y en algún cuadro en el que se recoge este drama puede verse la figura de una monja que reza postrada mientras desde lo alto la observan un grupo de monjes.

Años más tarde, el 21 de septiembre de 1742, el Papa Benedicto XIV reconoció el martirio de los cuarenta jesuitas, conocidos con el nombre de Mártires de Tazacorte.

El 11 de mayo de 1854 el Papa Pío IX los beatificó y en el santoral católico aparece reflejada esta festividad el 15 de julio. Anualmente en Tazacorte, tras la función religiosa concelebrada en honor a los Mártires, tiene lugar la procesión con la talla del Beato Ignacio de Azevedo y la arqueta con las reliquias. Aunque ya hace algún tiempo que estos objetos se encuentran depositados en la iglesia de San Francisco de Borja en la capital grancanaria.

Cementerio submarino

Muchos años después, y situadas a unos veinte metros de profundidad, en la zona donde se cree que fueron arrojados al mar los jesuitas, se mantienen en el fondo de estas aguas, cuarenta cruces, de pesado hormigón y de una altura en torno al metro y medio. El padre de esta idea, José Feliciano Reyes, amante de historias y del mar, siempre mantuvo la certeza de que había que hacer algo para honrar a estos misioneros.

Sin perder la esperanza y después de muchas reuniones logró convencer al Cabildo para que financiera esta obra, un cementerio sumergido que sirviera para honrar la memoria de estos religiosos y sobre todo para que quedara constancia de un hecho histórico sin precedentes en Canarias.

Los submarinistas que acuden a esta zona reconocen que impresiona notablemente ver de pronto en medio de bancos de peces, recubiertas de algas y musgo, esta sucesión de cruces, como faros varados en medio del mar.

El único inconveniente es que este cementerio sumergido se localiza en una zona de grandes corrientes marinas lo que dificulta enormemente que se pueda realizar una inmersión sencilla. Aunque los que se han acercado por allí, destacan la impresión que queda una vez que se logra llegar. Lo habitual es quedarse atónitos ante lo que la naturaleza ha dibujado sobre estas cruces de hormigón.

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