Hace ahora siete décadas India alcanzó su independencia. Los británicos la habían ocupado durante más de 300 años. En agosto de 1947 decidieron partir por razones muy sencillas: la Segunda Guerra Mundial les había despojado de los recursos necesarios para mantener el control sobre el territorio. Pero lo que dejaron tras de sí fue la pesadilla de su propio invento, aparentemente imposible de reparar. Gran Bretaña se había impuesto en la llamada 'Joya de la Corona' gracias a la táctica de divide y vencerás, fomentando el enfrentamiento entre las principales religiones del país -hinduismo y sijismo-islam- para mantenerlos a todos lo suficientemente débiles bajo su voluntad. Resultado: los indios luchaban entre sí en vez de hacerlo contra sus opresores.

Las personas que habían convivido pacíficamente durante varios milenios antes de que el Imperio comenzara a definir las comunidades religiosas, separadas por diferentes escuelas, libros de texto y elecciones, iban construyendo lentamente el mito de que una India libre y unida sólo podría existir como un sueño. Antes de que Lord Mountbatten, el último virrey, llegara para tomar posesión el 15 de agosto de 1947 y negociar el traspaso de poderes, la exigencia de Muhammad Ali Jinnah, líder de la Liga Musulmana, de que Pakistán se convirtiera en un país por temor a que los musulmanes pasaran a ser ciudadanos de segunda clase, cobró visos de realidad. ¿Dónde se situaría la frontera? Tanto el Punjab como Bengala compartían una mezcla casi igual de musulmanes e hindúes. Además, las relaciones entre Jinnah y los otros dos prominentes líderes, Mohandas Gandhi y Jawaharlal Nehru, del Partido del Congreso dominado por los hindúes, se habían vuelto particularmente venenosas.

Gurinder Chadha ha realizado una película, El último virrey de la India, que surca el conflicto. Específicamente trata sobre la llegada de Lord Louis Mounbatten en marzo de 1947. Encargado de asegurar una transferencia lisa del poder imperial, lo que sucedió en cambio fue una pesadilla: una bomba de relojería que veía aumentar la violencia sectaria cada día y que amenazaba con destruir cualquier posibilidad de curar las heridas. Mountbatten dejaría atrás, un año más tarde, una nación con una infraestructura lamentablemente descuidada, en la que el 92 por ciento de su población era analfabeta y alrededor de la mitad de sus hijos morían antes de cumplir los cinco años.

El trauma de la violencia se concentró en los disputados estados del Punjab y Bengala, donde las masacres, los secuestros en masa y la brutal violencia sexual se convirtieron en un hecho cotidiano. Un millón de hombres, mujeres y niños murieron y otros diez fueron desplazados de sus hogares y pertenencias: el odio religioso entre hindúes, sijs y musulmanes se extendió y aún perdura, con matanzas y represalias. La palabra partición no es más que un eufemismo al describir la sangrienta violencia que precedió al nacimiento de India y Pakistán inmediatamente después de que los británicos entregaran el poder.

En India, el verano de 1947, hace ahora 70 años, no fue un verano cualquiera. Más cálido, seco y polvoriento que otros, resultó largo. Nadie recordaba un monzón tan tardío, cuenta Khushwant Singh, en Tren a Pakistán, una de las mejores novelas que se han escrito sobre aquella ruptura de la convivencia.