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El viento que agita las casuarinas

El silencio de Rulfo acrecentó las dudas maliciosas que despertaba su laconismo

Juan Rulfo en la Biblioteca Nacional. LP/DLP

En México no hubo este año silencio para celebrar el centenario del nacimiento de Juan Rulfo, autor de Pedro Páramo, una novela traducida a 28 idiomas, además de a algunas de las lenguas indigenas del país, y considerada por Jorge Luis Borges, entre otros, como una de las mejores ficciones de la literaura universal del siglo XX. El silencio y la soledad marcaron la obra de un escritor que cuando fue reclutado por el boom de la novela latinoamericana hacía ya diez años que había dejado de publicar.

Pedro Páramo es la soledad de un lugar abandonado, Tuxcacuesco. "La gente se había ido. Pero a alguien se le ocurrió sembrar de casuarinas las calles del pueblo. Y a mí me tocó estar allí una noche, es un pueblo donde sopla mucho el viento, está al pie de la Sierra Madre. Y en las noches las casuarinas mugen, aúllan. Entonces comprendí yo esa soledad". Las casuarinas se yerguen silenciosas, es el viento que silba el que las agita y, como recién llegadas de un viaje, rompen la quietud sepulcral.

La historia de Pedro Páramo está también concebida, como cuenta Reina Roffé en la biografía que acaba de publicar Fórcola, como la de un lugar clausurado y de muertos vivientes. Es en el relato testimonial de su autor la historia de "un pueblo que va muriendo por sí mismo". No lo mata nada, ni nadie. Un pueblo fértil, lleno de árboles y de agua, que se deja morir. Paga su culpa por haber sido siempre reaccionario, prosélito de Calleja durante la Independencia, partidario de los franceses durante la Reforma, antirrevolucionario cuando la Revolución, y, durante la Cristiada, cristero. Así acabó convirtiéndose en uno de tantos pueblos abandonados de Jalisco.

Mucho más tarde de los cuentos de El llano en llamas y de Pedro Páramo vio la luz El gallo de oro una novela corta, que Rulfo había escrito a finales de los cincuenta, y que cuenta el enamoramiento de un gallero tullido y de una cantante de palenques, que recorren las ferias del país. Más tarde sería adaptada al cine, con una sobrecarga de dramatismo, por Arturo Ripstein.

Hasta el estruendoso silencio definitivo, Rulfo había mantenido un sonoro laconismo y una postura antiintelectual que hizo pensar a muchos que únicamente en un día de gracia una persona tan simple podía escribir lo que escribió.

El silencio del novelista vino a corroborar esta maliciosa hipótesis, como cuenta Roffé. Rulfo, a su vez, permaneció impertérrito, sin entrar al trapo. Era su estado natural, tanto en la etapa alcohólica como en la que limitaba a beber cocacolas.

A Elena Poniatowska le dijo en aquella famosa entrevista que la costumbre de hablar era del Distrito Federal, no del campo, y que en su casa nadie hablaba con nadie y que a él lo único que le interesaba era explicarse lo que le ocurría. Por eso dialogaba consigo mismo.

Siempre se habló de la amistad con Onetti, otro lacónico, que llegó a decir. "Aprecio mucho a Rulfo. Cuando nos vemos siempre le preguntó ¿qué tal estás tú, Juan? y él responde ¿qué tal estás tú, Juan?, y él se sienta con su cocacola y yo con mi whisky, y nos pasamos horas sin decirnos nada".

Ambos, escribe Reina Roffé "renegaban de la fama y de las servidumbres que genera la promoción indiscriminada". Del viento que agita las casuarinas.

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