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Caos y Putin en la ciénaga de Trump

'Fuego y furia', del periodista Michael Wolff, desnuda la lucha de camarillas en una Casa Blanca amenazada por la investigación de la alianza con el Kremlin

"Es peor de lo que te imaginas. Un idiota rodeado de payasos". La queja, atribuida a Gary Cohn, principal asesor económico de Trump, refleja en siete palabras el aura que desprende la Casa Blanca desde que se inició el reinado del magnate metido a político a los 70 años. Trump es para Cohn "un tonto que te cagas", igual que es "un tarugo" a ojos de su consejero de Seguridad Nacional, el respetado y aburrido general McMaster, o más crudamente le parece "un puto imbécil" a su secretario de Estado, el petrolero Rex Tillerson. Todos estos epítetos bailan en las líneas de "Fuego y furia" (Península), el documentado volumen sobre los seis primeros meses de la presidencia Trump que el periodista Michael Wolff publicó el pasado 5 de enero y que acaba de traducirse al castellano. Y todos conducen a una conclusión: Trump no es apto para la presidencia de EE UU.

Resulta evidente que eso no es ningún descubrimiento y no justificaría el ímprobo trabajo de un curtido profesional como Wolff. En realidad, lo que el autor desvela e hilvana en su libro es el caos sembrado en la Casa Blanca por la lucha a muerte de tres camarillas: la del jefe de gabinete, Reince Priebus (republicana), la del agitador ultra Steve Bannon (nacionalpopulista) y la de la hija de Trump, Ivanka, y su marido, Jared Kushner (el tándem Jarvanka), cuya latencia política es demócrata (ala pijo-neoyorquina), pero que, sobre todo, intenta convertir los impulsos del magnate en propuestas políticas.

Para reconstruir esta enrevesada trama palaciega, Wolff hizo más de 200 entrevistas en el entorno presidencial desde que, en mayo de 2016, con las primarias ya ganadas, se vio con el propio Trump y, con su visto bueno, pasó a convertirse en figura habitual de sus paisajes. Primero en la convención republicana de Cleveland, luego en la Torre Trump, donde se improvisó la transición, y por último en los sofás para transeúntes del Ala Oeste de la Casa Blanca. Wolff no lo explica, pero puede colegirse que su presencia de "mosca en la pared", favorecida por el desbarajuste reinante, gozó del favor de Bannon, quien veía en la difusión del caos la mejor táctica para su objetivo de revertir deprisa el estado de cosas y devolver a EE UU a aquellos años 1955-1965 en los que, a sus ojos, el país fue grande de verdad.

Los lectores ya fueron informados hace semanas sobre los aspectos más escabrosos de "Fuego y furia", gracias a los extractos difundidos en una campaña promocional tan exitosa que, en tres días, el libro vendió un millón de ejemplares. Un éxito en el que colaboró hasta el propio Trump, quien con su fino olfato presionó a los editores para que desistieran de sacar el volumen. Pues bien, aunque los adelantos puedan hacer pensar que ya se sabe todo de "Fuego y furia", no es verdad. En realidad, apenas se sabe nada.

Vale que Donald y Melania llevan vidas separadas, que ni el magnate ni su campaña creyeron nunca que ganarían o que la eslovena lloró de angustia al saber que tendría que ingresar en la cárcel de la Casa Blanca. Vale que a menudo Trump se encierra en su dormitorio a ver informativos en tres pantallas gigantes mientras se traga una hamburguesa con queso, y que después se tira horas al teléfono quejándose de lo mal que lo tratan unos medios a los que odia porque no le reconocen. O que está obsesionado con que le envenenen, riñe al servicio si le recoge una camisa del suelo y se hace él mismo la cama. O que Ivanka pactó con Kushner que si en el futuro se daban las condiciones sería ella la que aspirase a la presidencia de EE UU.

Pero no, "Fuego y furia" no va de eso sino de cómo la Casa Blanca se convirtió en una jaula de grillos y en un museo de la torpeza política al entrar en ella el inexperto y dividido equipo de un ególatra diletante que desconocía los límites de sus atribuciones y no entendía la diferencia entre la administración y la familia. Que además padecía hiperactividad, fuga de ideas, verborrea y memoria de pez. Que era incapaz de procesar información y se ausentaba por aburrimiento en las citas con líderes extranjeros. Y que, para coronar el esperpento, estaba en guerra con la clase política, con las agencias de inteligencia y con los medios. Curiosamente, los medios fueron los grandes beneficiados de la lucha entre las tres camarillas, ya que en sus peleas intestinas, cada una era protagonista de una cuarta parte de las filtraciones que tanto exasperan a Trump. El cuarto restante viene de funcionarios de la era Obama.

Fue uno de estos funcionarios, la fiscal general interina, Sally Yates, quien lanzó la bola de nieve que desquiciaría aún más tan inestable tinglado. Lo hizo al implicar al recién nombrado consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn, en la trama rusa, la supuesta alianza de Trump con el Kremlin para ganar las elecciones. La acusación precipitó la renuncia de Flynn y el cese fulminante de Yates, pero tuvo el efecto secundario de deteriorar la relación entre el Presidente y el director del FBI, James Comey, empeñado en investigar a Flynn. Trump, alentado por su hija y su yerno, cometió el fatal error de destituir a Comey -creyendo, afirma Wolff, que daba así una firme prueba de su nuevo estilo- y lo hizo amparándose de modo artero en el departamento de Justicia. Error aún más grave, porque Justicia se vengó nombrando a un fiscal especial, Robert Mueller, antiguo director del FBI, para investigar la trama rusa. Una encomienda que le faculta para indagar la posible obstrucción a la justicia implícita en la destitución de Comey y, lo que es peor, le permite rastrear los negocios sucios de Trump y de su consuegro Kushner, quien, por cierto, ya pasó una temporada en la cárcel por blanqueo de dinero.

Desde entonces, la negra sombra de Mueller planea sobre la Casa Blanca, ya que, en palabras de Bannon, lo que podía haber sido una simple anécdota cobra visos de acabar en un proceso de destitución. De hecho, en los meses siguientes al periodo estudiado en "Fuego y furia", Mueller ha imputado a cuatro colaboradores de Trump, ha identificado a parte de la estructura rusa de la trama y le pisa los talones a Kushner y al primogénito de Trump, Donald junior, encargado de gestionar el emporio familiar mientras su padre esté en la Casa Blanca.

Wolff, quien recrea con intensidad el pánico generado por la trama rusa en la camarilla familiar, no duda que las noticias sobre una alianza con Rusia -será difícil probar que Trump la conocía- acabarán dando paso a la aparición de rastros de blanqueo de dinero por parte del magnate y de su consuegro. El periodista se regodea incluso en la reacción de Bannon a la ingenua advertencia que Trump lanza a Mueller en una entrevista con "The New York Times" para que no cruce la línea de sus negocios familiares: "¡No mire usted aquí! ¡Eso, eso, vamos a decirle a un fiscal qué es lo que no tiene que buscar", gritaba al parecer Bannon entre imitaciones del sonido de una alarma de emergencias.

Pero eso es futuro y no es la historia de camarillas que se narra en "Fuego y furia", título tomado de una de las amenazas dirigidas por Trump al líder norcoreano. El culebrón palaciego se saldó en julio con la dimisión del jefe de gabinete, Priebus, a quien ya había abandonado su adjunta, Katie Walsh, incapaz de programar la agenda diaria entre órdenes y contraórdenes. Poco después cayó Bannon, el único cerebro del entorno de Trump, quien entre otras malas costumbres tenía la de presumir de ser el "presidente Bannon" y recordar a todos que el magnate y su equipo estaban en la Casa Blanca porque él les había llevado hasta allí.

Desde entonces, sólo hay un jefe de gabinete, el general John Kelly, al que Trump detesta, pero que ha puesto orden castrense en todos menos, por supuesto, en el magnate. Y, un poco más en la sombra, un poco más disciplinados por el adusto militar, sobreviven Ivanka y Jared, temerosos de que el FBI acabe metiendo las narices donde de verdad importa.

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