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El camino del calvario

El expresident rompió hace un lustro en mil pedazos el espejo en el que el Pujol moralista durante su reinado hacía mirar a la sociedad catalana

El camino del calvario

Viernes, 25 de julio del 2014, 8.00 horas. Secretariado permanente de CDC. Artur Mas explica cuál será la nueva dirección del partido tras la dimisión de Oriol Pujol por el caso ITV. Un juego de equilibrios entre familias alineadas en torno al binomio Josep Rull-Jordi Turull. Jordi Pujol le comunica que ya no acudirá a más reuniones. No da detalles de los motivos y solo refiere una cuestión personal. Da inicio después el Comité Nacional. En medio del conclave entra una secretaria. Porta un sobre con membrete de la Oficina del expresident. Es la confesión. Mas la lee y guarda para sí su contenido. Sigue con el orden del día sin inmutarse. Acaba de activarse la cuenta atrás de la bomba que destruirá un mundo político.

14.00 horas. Palau de la Generalitat. El equipo de Presidencia anda reunido como de costumbre los viernes a esa hora. Evaluar la semana que se cierra, repasar lo que darán de sí políticamente sábado y domingo y avanzar en el diseño de la estrategia a siete días vista. Antes de dar por terminada la reunión se comenta al equipo que por la tarde se producirá un hecho grave referido al expresident Pujol. No se dan más detalles. Alguien pregunta si está vinculado a la guerra sucia que viene produciéndose desde el inicio del procés. No. En esta ocasión lo que va a publicarse es verdad.

A máquina

18.34 horas. El Armagedón. Se hace pública la confesión. Sin membrete. Un folio, líneas a máquina y la firma de Jordi Pujol i Soley, president de la Generalitat durante 23 años. Se rompe en mil pedazos el espejo en el que el Pujol moralista obligaba a mirarse durante su reinado a la sociedad catalana. Los convergentes, con cargo o sin él, militantes o votantes; o incluso los muchos catalanes que habían asimilado sin más la idea de un Pujol como referente moral y arquitecto jefe de la Catalunya moderna, entraban en estado de shock.

Lo que para Jordi Pujol era un acto de expiación -borrar la culpa a través de un sacrificio- resultaba incomprensible e imperdonable en el 2014 para una sociedad laica que venía practicando un gran sacrificio colectivo a raíz de la crisis y que ya había descubierto la desfachatez con la que actuaban algunos de sus prohombres con el pornográfico saqueo del Palau de la Música.

Las consecuencias políticas fueron mayúsculas para el partido y para el gobierno. El propio Mas reconoce que sin el caso Pujol Convergència aún existiría. Un partido puede aguantar casos de corrupción, pero no que su fundador y líder moral dinamite los cimientos morales sobre los que ha pretendido erigir, al menos dialectalmente, toda su obra.

En el plano gubernamental la confesión arruinaba la posibilidad de mantener un discurso coherente en plena política de recortes obligada por la imposible situación financiera de la Generalitat. Que tres días después Mas comunicase en persona al penitente Pujol que se le retiraban todos los honores, a los que tenía derecho como expresident, era un parche necesario, pero de efectos limitados. La vía de agua era imposible de taponar.

Hubo otra consecuencia de mayor calado en el largo plazo. Resultaba ya imposible que los herederos del pujolismo pudieran hacer inventario de los 23 años de gobierno que habían cambiado Catalunya. Nadie podría reivindicar ese legado durante mucho tiempo. Con razón ha escrito el periodista Francesc Marc Àlvaro que el pujolismo es, aún hoy, el Chernóbil de la política catalana. Un sitio contaminado al que nadie se atreve a volver. Aunque para algunos (o puede que para muchos) siga habiendo en esa zona cero materiales que valdría la pena recuperar. Hoy, cinco años después, empiezan a ser audibles algunos susurros en esa dirección.

Pero, más allá de las consecuencias políticas, ¿cuál fue el impacto moral y emocional de la salida del armario de Jordi Pujol i Soley en el extinto mundo convergente? Forzando el recuerdo de un centenar de personas se adivina una clara diferencia generacional. Los de más edad tendieron de entrada a la incredulidad, dieron pábulo a las teorías de la conspiración o simplemente prefirieron culpar a su entorno familiar. Con la aceptación de los hechos llegaron el llanto, la tristeza, la decepción y la constatación de que su Dios les había abandonado. Si no podían creer en él, ¿en quién hacerlo a partir de entonces?

Entre los jóvenes predominó desde el primer momento la rabia, cuando no la ira. Se habían criado en las ubres del pujolismo e interiorizado de la a la z uno de los discursos preferidos del líder cuando este entablaba conversación y adoctrinaba a las nuevas generaciones. El famoso IVA pujolista: Ideas, Valores, Actitudes. Descubrían que nada era lo que parecía. El juicio, desde la óptica milenial, fue más severo. Ni olvido, ni perdón. También los hay que, desde el presente, algunos -muchos-, cuestionan que se abandonase a su suerte al pater familias como un apestado en lugar de mantener prietas las filas y esperar que el temporal escampase. Lo cierto es que nunca han salido a defenderle a campo abierto, así que su testimonio tiene, por decirlo de algún modo, un valor limitado.

Vista atrás

Para la inmensa mayoría de los que un día poblaron el gigantesco ejército convergente volver la vista atrás es un ejercicio doloroso. Son incontables los que recuerdan exactamente dónde estaban y qué hacían cuando se enteraron de la noticia, lo que corrobora el gran impacto social de la confesión que certificaba que, como la Luna, Pujol tenía un lado oscuro. "Mi padre andaba ya muy enfermo. Yo no sabía cómo hablarle del tema. Finalmente fue él quien hizo referencia. Lo que nos ha hecho Pujol no tiene nombre. No añadió nada más. Nunca tan poco dijo tanto en boca de mi padre". El nítido recuerdo es de un diputado de JxCat y resume por qué la expiación que Pujol pretendía reducir a una confesión por escrito acabaría siendo un camino del calvario del que aún no se han recorrido todas las estaciones.

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