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500 años de La Habana

El 16 de noviembre de 1619 un grupo de españoles fundaba La Habana, bajo la sombra de una ceiba, con la celebración de un ayuntamiento y de una misa

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Encuentro de los Reyes con canarios en La Habana

En un día como ayer [16 de noviembre de 1519], hace cinco siglos los españoles fundaron la ciudad de La Habana en la orilla del canal de entrada de su generosa bahía. Una edificación conmemorativa, el Templete neoclásico edificado en 1828, recuerda en el presente el lugar en el que, bajo una maternal ceiba, varios colonos celebraron ayuntamiento y misa en el instante seminal de la villa antillana.

Se establecía, así, La Habana en su bahía y puerto natural, que le han dado riqueza y vida durante cinco siglos. Con tal motivo, en estas fechas se celebran allá numerosos actos de recuerdo y rememoración del nacimiento de una ciudad de leyenda.[Y ha propiciado la primera visita oficial de Estado en este medio milenio de un Rey de España, Felipe VI].

Nacida a la historia en los primeros aleteos de las ciudades hispanas del Nuevo Mundo,La Habana es una extraordinaria síntesis de las culturas que confluyeron durante varios siglos en la construcción de la epopeya americana. En su primigenia ensenada se percibía el perfume del paraíso, entre el rumoroso vendaval esmeralda de ceibas, caobos, jaguas y cedros, que elevaban frondosos bosques en la originaria comarca de Abana. Adornado con las ondulantes ramas de la palma regia, el perfil de los primitivos bohíos fue muy pronto reemplazado por el de las esbeltas velas que deslizaban, cruzando el Atlántico hasta Sevilla, los codiciados tesoros precolombinos y, después, la plata y el oro indianos. La amplia bahía de intensos crepúsculos fue matriz que engendró la primera villa y, en el lento transitar de las centurias, sus aguas calmas abrigaron un fecundo manantial de culturas. En sus riberas, un paisaje de elegantes mástiles y de aguerridas torres marinas abrió el horizonte de lejanas latitudes. La piedra conchífera definió sus exuberantes riberas, alzando robustas fortificaciones y sólidas casonas de arrogancia colonial.

Remotas procedencias

Cuando la espada de fuego, la feroz viruela, la religión intolerante, el látigo cruel y la encomienda forzada acabaron, ávidamente, con la población originaria y cuando sus hijos nunca más contaron nuevas lunas, se aventuraron de inmediato gentes de remotas procedencias, gestando un nuevo y abigarrado escenario humano. Maestres del fanatismo, crueles conquistadores, hidalgos de baja cuna, artesanos y comerciantes humildes, laboriosos campesinos e infatigables arrieros, rapaces funcionarios, sádicos tratantes, brutales capataces, esclavos de suplantada memoria, santos cristianos y orishas yorubas, marinos de lejanos confines, navegantes perdidos en la historia, corsarios y piratas de encarnizados combates, señores de extensas haciendas y de provechosos ingenios, y aristócratas advenedizos, todos ellos integraron un variado fresco de imágenes superpuestas sobre las silenciosas columnas que sostuvieron un sendero de incontables efemérides.

Así fue y así es La Habana, siempre fidelísima, luego procreadora de la conciencia criolla, y, finalmente, mártir heroica en las luchas de la construcción nacional, recostada junto al azul en el plenilunio de las ideas y de los azares, luz de trópico perenne y suave susurro de olas, embelesada en medio milenio de evocadores anhelos y radiantes utopías, con sus acogedores brazos marinos, abiertos al sugestivo relato de su legendaria historia.

El título de la obra primordial de José Martín Félix de Arrate, texto seminal que, a mitad del siglo XVIII marcó el comienzo de la historiografía cubana y que fue la primera expresión escrita del nacimiento de la conciencia criolla, alude al papel que desempeñaba La Habana en la estructura del Imperio español en América: Llave del Nuevo Mundo, antemural de las Indias Occidentales. Tal definición ya figuraba en escritos de los finales del siglo XVI y en documentos oficiales de los principios de la siguiente centuria, pues la escala habanera era, hacía tiempo, base fundamental de las comunicaciones navales y mercantiles imperiales.

El símbolo

El puerto natural de La Habana fue punto de escala y de agrupamiento de las grandes flotas españolas que cargaban hasta Sevilla el oro, la plata, las perlas y esmeraldas, las maderas nobles y otros tesoros de las Américas. Al llegar la primavera, la Flota de la Nueva España y la Flota de los Galeones, que retornaba desde Cartagena de Indias y Panamá, se congregaban en la ensenada habanera, a la espera de emprender el tornaviaje. Las escoltaban navíos de la Armada real, conforme al sistema de convoy que desde 1537 aseguraba la navegación de los mercantes para hacer frente al corso y la piratería de las potencias europeas de la época.

Desde el reinado de Carlos V, los monarcas de la casa de Austria mostraron su interés y dedicación en la defensa de las ciudades y puertos del Caribe y de las Antillas. Antes de la mitad del siglo XVI se alzó en el corazón de La Habana el castillo de la Real Fuerza, la primera fortaleza abaluartada de América. A finales de la centuria, Felipe II envió a la región al ingeniero Bautista Antonelli, quien llevó a cabo una colosal tarea constructora en aquel inmenso espacio. En La Habana proyectó las dos nuevas fortalezas que aseguraron durante siglos la entrada de la bahía frente a cualquier ataque naval: el baluarte de la Punta y el castillo de los Tres Reyes del Morro.

Frente al océano, la fortaleza de los Tres Reyes del Morro es una insólita escultura arquitectónica, tallada por obra de la naturaleza y esculpida por la mano del hombre. Ciclópeo bloque de una pieza, sólidamente labrado en una eminencia rocosa, su estampa no permite distinguir el punto en el que termina la milenaria geología y aquel donde comienza la quimérica arquitectura. El Morro representa una alianza invisible entre la potente acción de la naturaleza y el dominio de los seres humanos. Es un saliente marino diseñado por el furor de los vendavales y forjado por la blanca espuma del oleaje.

Durante siglos las perseverantes mareas equilibraron las rocas colosales de sus desnudas paredes. En el poderoso conjunto lítico, la firmeza de sus murallas naturales y de sus baluartes defensivos se imponen a la bravura del océano y a los más osados intentos de las flotas enemigas. Allí, dibujando una elemental geometría, la piedra máter deviene, imperceptiblemente, en compactos y superpuestos prismas arquitectónicos. El tono blanquecino de ambos armoniza la brava textura y la escarpada epidermis del desafiante promontorio. De forma natural, la austera fortificación parece brotar de la misma roca viva. Robustos sillares emergen de la estructura original y ofrecen la estampa de una potente fortaleza primaria. Aparentemente, el hombre solo hizo el esfuerzo de emplazar en sus baluartes el bronce y el hierro de los pesados cañones. Tal singularidad la convirtió, desde antaño, en tradicional icono de la ciudad y atalaya de referencia para los navegantes que por estos mares se aventuraban. Sus terrazas artilleras, estratégicamente escalonadas, integraron un potente castillo, invulnerable a cualquier ataque desde el mar. Antonelli dibujó sobre el Morro un pétreo triángulo isósceles de tres vértices, abaluartados en incisivas puntas de flecha. Avanza sobre las aguas su ángulo más agudo, agresiva proa de un audaz navío mineral, de invencibles banderas, dispuesto a abordar impetuosamente al atrevido invasor.

Sobre la disposición rocosa, forman traza irregular sus lados mayores, detallado exponente de las técnicas empleados por la doctrina italiana de la edificación militar en el siglo XVI. Así, la planta del intrépido baluarte se acomoda morfológicamente a la estratégica plataforma natural. En el Morro, el ingeniero Antonelli ofreció una solución arquitectónica renacentista conjugada con la práctica tradicional de elevar los castillos y fortalezas en prominencias y colinas que, por su emplazamiento dominante, suponían en sí mismos una invulnerable defensa natural.

Si hubiese que elegir las muestras más relevantes y significativas de la colosal obra, importante y numerosa, de Bautista Antonelli en América, probablemente tendríamos que señalar, entre las más destacadas, a este simpar castillo de los Tres Reyes, donde, en cada alborada, su nívea roca integra y funde intensamente luz y materia. Símbolo arquitectónico y naval de la ciudad, el castillo del Morro se alza hoy, pasados los siglos, como el perseverante centinela que guarda sobre sus piedras seculares la vieja historia de la ciudad.

Un retrato

Así permaneció la villa durante largo tiempo, hasta que en 1674 se inició la construcción de la muralla defensiva que la rodeó y protegió tanto por el frente de tierra como en su ribera portuaria. A finales del XVII ya se había culminado la planta y la trama urbana del casco histórico, tomando la figura elipsoide que hoy define a la Habana vieja. En la segunda mitad de la centuria siguiente centuria se produjo el cambio sustancial del que nació La Habana moderna.

En primer lugar, el desarrollo de la conciencia criolla, como nueva percepción y contraposición de las características propias y peculiares de la sociedad isleña, en manifiesto contraste con los españoles peninsulares recién llegados a la isla.

La élite de hacendados criollos encabezó en el último cuarto del siglo XVIII un gran impulso económico, catapultado por las medidas de liberalización el comercio en el reinado de Carlos III y otros relevantes factores cual la caída de Haití como primera productora mundial de azúcar o el gran incremento de los precios internacionales de este producto.

Se abrió un periodo de gran aumento y multiplicación de los ingenios azucareros y de importación masiva de esclavos africanos, acompañado de la incorporación de nuevas técnicas mecánicas que perfeccionaron las instalaciones azucareras y la productividad. Todo ello se asentaba en un sangrante sistema social y de producción esclavista.

La endogámica oligarquía criolla, ennoblecida mediante la invención y la compra de títulos nobiliarios al gobierno español, sembró con grandes mansiones y palacios la Plaza Nueva, la Plaza de la Catedral y otros espacios de la ciudad, en el periodo del llamado barroco habanero. Las casas del conde Jaruco, de Lombillo, Arcos y Aguas Claras y el palacio Pedroso son magníficos exponentes dieciochescos. En la célebre novela "Cecilia Valdés", el escritor Cirilo Villaverde ofreció un fiel retrato de La Habana y de la Cuba colonial esclavista, a través de un relato que se sitúa en el núcleo de la sociedad colonial: sacarocracia y esclavismo. El despotismo colonial español y los abusos de la oligarquía isleña aparecen como las dos caras de una misma moneda.

La obra de Villaverde es un valioso testimonio de la vida de La Habana en la primera mitad del XIX. Una precisa fotografía de la sociedad criolla, trascendiendo la dimensión local hasta alcanzar el meollo del problema universal de la esclavitud, descarnadamente insertado en la historia de la capital antillana.

El crisol

El patrimonio urbano y arquitectónico de La Habana nos refleja hoy lo que fue aquella sociedad forjada por el azúcar. En 1982 la Unesco incluyó en el catálogo del Patrimonio Mundial cultural a La Habana Vieja y su sistema de fortificaciones, "compendio de todas las nuevas ciudades que constituyeron jalones de la epopeya de las Américas, como un privilegiado ejemplo de esas síntesis resplandecientes que en lo intelectual, en lo plástico, en lo arquitectónico" surgieron en el Nuevo Continente.

Durante siglos, en el mar de las Antillas y en el Caribe confluyeron las diversas realidades e influencias sociales y culturales de Europa y de África, junto a las propias de los mundos originarios y criollos americanos. En esta esfera de consideraciones, La Habana ha sido un crisol de heterogéneas categorías culturales, que, en la apreciación literaria, florecen en el colorido escenario urbano y social reflejado por Cirilo Villaverde en Cecilia Valdés y en la narrativa afrocubana de la novela Sofía, de Martín Morúa Delgado, así como en la ciudad, a la vez mítica y cotidiana, mundo de imágenes y sensaciones, recreada por Lezama en Paradiso; como en La Habana de cálidos crepúsculos, de la Sinfonía urbana, del poeta Rubén Martínez Villena; aquella Habana colonial esculpida en la pétrea arquitectura conchífera del Castillo y el Faro del Morro, ensimismada en los recoletos patios de la casa de la Obrapía y de la casa Jaruco, del viejo colegio jesuita de San José o del palacio Pedroso, y en el magnificente del antiguo Ayuntamiento y Palacio de Gobierno, que asoma su elegancia monumental a la serenidad de la bahía y de la villa histórica, profundamente hechizada en melodías de sones y contradanzas, embriagada de boleros y enfebrecida de ritmos afrocubanos, sublimada en las exquisitas partituras de José White, de Ignacio Cervantes, de Ernesto Lecuona y de Pablo Milanés; y, en fin, La Habana sincrética y pintoresca, sintetizada por las perspicaces estampas decimonónicas de Federico Mialhe y de Víctor Patricio Landaluce.

Al cumplirse su V Centenario, la conmemoración nos invita también a hacer honor a los esfuerzos de conservación de su peculiar casco antiguo, manifestación de la edificación popular hispanoamericana, de los elementos ornamentales del barroco criollo y de muestras de la arquitectura neoclásica, en una vieja urbe de abigarrados elementos humanos, culturales e históricos.

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