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Empresario, artista, mecenas, hombre bueno...

Estaba pintando una de sus acuarelas cuando una insuficiencia coronaria puso repentino fin a la obra y a su autor

Estaba pintando una de sus acuarelas cuando una insuficiencia coronaria puso repentino fin a la obra y a su autor. Alejandro del Castillo tenía 91 años y conservaba las aficiones de sus mejores años, siempre abierto a las expresiones del arte y la cultura. Con su generosa disponibilidad, aseguró el futuro del Festival de Opera de Las Palmas después de la crisis motivada por un arranque apresurado y los costes de un propósito cualitativo no cubierto por las cuotas sociales ni la venta de localidades. Avaló después las dos memorables temporadas dirigidas por Tito Capobianco, cubriendo personalmente los cuantiosos déficits, y, como presidente fundador, después honorífico, su solo nombre era para todos una garantía. Y así fue hasta el Festival num.53, este año condicionado por la anomalía de una pandemia que es la peor amenaza cernida sobre todas las estructuras económicas, sociales y culturales del mundo.

Fue un mecenas generoso y secreto, porque ayudaba sin publicidad a los jóvenes prometedores en cualquier área, pero sobre todo la musical y artística. El Conde de la Vega Grande salvó muchas vocaciones y lo saben muy bien cuantos acudieron a él con el aval del talento. Su extremada discreción estaba detrás del encargo de obra artística, las oportunidades de expositivas o la cesión de locales propios para una programación continua, como fue el caso de la fundamental Galería Vegueta en los años de esplendor regentados por Marcela Yurfa. En esa noble casa de la calle de los Balcones residió después la Asociación de Acuarelistas de Canarias, compañeros en el género pictórico de su predilección, practicado con singular refinamiento y magnifica técnica aunque sea difícil contemplar alguna muestra más allá del ámbito familiar.

Coleccionista entusiasta, la obra de arte de valor excepcional ha sido escenario constante de su intimidad, abierta casi exclusivamente a los especialistas o los críticos, y admirada por todos. Una de sus últimas iniciativas, el museo de la Casa Condal, en Juan Grande , ha sido confiado a un gran estudioso y ofrece un imaginario representativo de la historia de Gran Canaria.

Alejandro del Castillo y Bravo de Laguna, fundador indiscutible del emporio turístico que es Canarias, fue providencial para la economía insular desde unos principios (después seguidos, o no, por sus epígonos) de respeto paisajístico y calidad arquitectónica. La Real Academia Canaria de Bellas Artes reconoció recientemente su culta generosidad y la recompensó con una distinción exclusiva.

Por fortuna, su vida ha sido tan larga como modélica: "El Conde" fue, y tal vez seguirá siéndolo, un distintivo que remite inequívocamente a su persona. Más que un titulo, es en su caso compendio de inteligencia empresarial, sensibilidad artística y noble talante. Gozaba de la belleza interior y exterior, era tan culto como asequible, distinguía los valores con las primeras palabras cruzadas y era un espíritu abierto, exquisitamente decantado, que conservaba en el sentido del humor el lenguaje llano del respeto a toda clase de personas si participaban de sus valores, que eran los de un ciudadano culto, cabal y honorable.

Con su esposa, la condesa María del Carmen Benítez de Lugo, vivió muchas décadas de felicidad conyugal y ejemplaridad social. Ella le precedió en el adiós, y su despedida en la Catedral de Las Palmas fue multitudinaria y representativa de muchos y muy distintos sectores cívicos de pensamiento y actitud. Las circunstancias actuales no facilitan un adiós tan cálido, pero cuando la pesadilla se disipe, la personalidad y la trayectoria el Conde merecen ser honradas con un fervor semejante.

A sus hijos y nietos , el sentimiento de que una figura admirable como la de Alejandro será siempre, para todos, un modelo memorable.

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