La Provincia - Diario de Las Palmas

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Turismo

Los tópicos de Madagascar

Relato del recorrido por un país que transita entre las tradiciones de dos continentes, África y Asia, un destino de turismo de naturaleza y exotismo

Los tópicos de Madagascar

Septiembre de 2019, nuestra aventura comienza en la capital, Antananarivo, a donde llegamos desde España tras una corta escala en Adís Abeba (Etiopía). Antananarivo se sitúa aproximadamente en el centro de la isla, a unos 145 kilómetros de la costa oriental, que es la más cercana. La ciudad es una curiosa mezcla entre África y Asia, arrozales, fabricación de ladrillos, ropa lavada extendida en la hierba, ganado pastando, comercio callejero y bullicio, mucho bullicio: microbuses que van repletos, pero también muchos peatones, pues el malgache camina y camina en sus recorridos cotidianos.

Nos recibe Narindra, nuestra guía, nativa, 25 años, licenciada en Filología Hispánica; bajita, morena, de ojos rasgados, pelo azabache y sonrisa encantadora. Ella, con su excelente pronunciación de español, y nuestro chófer César, un moreno bonachón que hablaba francés y malgache, se convertirían en parte fundamental de nuestra experiencia, pasando en poco tiempo de acompañantes a parte integrante del grupo.

Emprendemos recorrido hacia Andasibe, un viaje de unas tres horas en coche hacia el este por una carretera asfaltada, donde nos alojamos para visitar uno de los principales destinos de los viajeros que visitan Madagascar, El Parque Nacional de Mantadia y la Reserva Especial de Analamazaotra, que forman el complejo de Andasibe-Mantadia, ocupando una extensión de 15.480 hectáreas.

Catorce especies de lémures, entre ellos el más grande lémur de la isla, el Indri-Indri, el de vientre rojo ( Eulemur Rubrivrenter), el pardo ( Eulemur fulvus), el sifaca de diadema ( Propithecus diadema), el conocido Aye-Aye?, 108 especies de aves, 51 especies de reptiles y 84 especies de anfibios forman este espectacular bosque húmedo primario repleto de lianas, orquídeas, musgo, helechos y todo tipo de plantas medicinales.

Nuestra visita a este parque se desarrolla por la Reserva de Analamazaotra, la parte más interesante del parque nacional de Andasibe-Mantadia, acompañados por un guía oficial del mismo, como ocurrirá en todos los parques de nuestro recorrido; es un sendero sencillo, caminando a través de rutas empedradas que serpentean por una vegetación que se torna cada vez más selvática.

El primer encuentro es con un grupo de lémures marrones, que parecen darnos la bienvenida, ahora sí, a la naturaleza más característica de Madagascar. Si bien, poco más tarde, el protagonismo pasaría a ser de un pequeño lémur bambú, tímido y cauto protegido entre la vegetación. Avanzamos y nos encontramos con otros turistas observando y fotografiando un conjunto de lémures dorados, algunos de ellos crías, comiendo flores y frutos. Sin embargo, el momento culminante del recorrido llegaría un rato después, cuando nuestra búsqueda del Indri-Indri resulta fructífera y localizamos dos preciosos ejemplares. Nos ubicamos bajo los árboles en los que se situaban estos preciosos animales, de pelaje blanco y negro, y aguardamos en silencio para ser espectadores de excepción de sus gritos territorialistas. Los indris forman parejas permanentes, las cuales viven con sus crías en un área concreta, compartida parcialmente con otras parejas vecinas de indris, pero mantienen la mayor parte como territorio exclusivo.

A la mañana siguiente deshacemos el camino a Tana, como coloquialmente se refieren los malgaches a su capital, para dirigirnos a Antsirabe. Atravesamos Moramanga, donde nos llama la atención su cerámica, a la venta en puestos a los márgenes de la carretera. A las afueras improvisamos una visita a un taller situado en la casa de un clan familiar, liderado por una anciana que nos muestra amablemente la fabricación de objetos decorativos, como floreros y jarrones. Parada en ruta para visitar una reserva privada con más de 30 ejemplares de camaleones: azul, atigrado, multicolor? con demostración de su peculiar forma de caza, mediante proyección de su lengua, incluida. Continuamos nuestra ruta a través de un paisaje de arrozales en terraza típicamente de las tierras altas, hasta llegar a Ambatolampy, donde paseamos por una transitada calle con numerosos puestos de carne, arroz, cacahuetes, etc. Un chico de unos 20 años, descalzo y ataviado con camiseta y pantalón corto, nos demuestra cómo funden aluminio y fabrican ollas, de una manera artesanal y rudimentaria.

Antsirabe es la tercera mayor ciudad de Madagascar y cuenta con la presencia de aguas termales, lo que provocó su fundación y desarrollo como centro de reposo, cuyos principales edificios tienen una clara influencia europea. Desde ella, retomamos nuestro recorrido, que gira al oeste para llegar a Miandrivazo, abandonando los paisajes de las tierras altas para adentrarnos en entornos áridos, casi desérticos. La carretera es cada vez peor; pese a estar asfaltada, tiene tantos baches que exige la atención continua de César. Es habitual cruzarse con personas, normalmente adolescentes o niños, que rellenan con tierra los socavones, en un desesperado intento por obtener propina de los conductores.

Del Tsiribihina a los Tsingys

En Miandrivazo nos esperaba una de las experiencias más intensas y enriquecedoras del viaje: el descenso en un pequeño barco a motor del río Tsiribihina. Para el embarque nos dirigimos a través de un arenal a la orilla de río, atravesando el poblado de Masiakampy ("donde caen los rayos"), cuya travesía estaba plagada de puestos de venta, un verdadero mercado al aire libre, repleto de oriundos vendiendo, comprando o simplemente paseando y haciendo vida social. Toda una anécdota fue atravesarlo con nuestro vehículo, para lo que muchos comerciantes tuvieron que apartar cajas, bidones e incluso recoger parte de algún puesto. Llegamos al Mahajilo, afluente del Tsiribihina, donde tomamos nuestro barco y nos encontramos con el guía local, Dimby, y la tripulación que se convertiría en nuestra familia durante las próximas jornadas: el capitán Mami, los cocineros Erik y Elianne, y los ayudantes David y Maná. El barco se llamaba Salama 1 -salama es hola, en malgache-, una chalana de dos plantas, con un solárium en la planta superior y cabina, cocina y un espacio con mesa larga corrida con bancos, en la inferior.

Numerosos niños y niñas se nos acercaron, atraídos por la presencia de un grupo de "blancos" en la zona. Sonreían e interactuaban con nosotros, incluso cuatro de ellos -tres niñas y un niño- sirvieron de comitiva de despedida, metiéndose en el río y nadando divertidos junto al Salama 1 mientras nos alejábamos de la orilla.

Navegamos varias horas, observando gran actividad tanto en las orillas como en el propio río, de escasa profundidad. Cultivaban, pescaban, lavaban ropa, se bañaban y también atravesaban a pie, o navegaban en pequeñas canoas o botes a motor transportando mercancías, como el arroz. Observamos también numerosas aves acuáticas que habitan a las orillas del río, e incluso pudimos ver un cocodrilo del Nilo (Crocodylus niloticus), la especie presente en toda el África subsahariana y en la isla de Madagascar. Después de almorzar, llegamos a una pequeña garganta donde se detuvo nuestro barco; era Anosinampela ("cascada de la isla de las doncellas"). Fuimos recibidos por un grupo de lémures marrones y seguimos la caída de agua en sentido ascendente hasta llegar a la cascada, ¡preciosa! Tras un largo rato de refrescante baño, regresamos al barco, y cruzamos a la orilla contraria, donde había un extenso arenal que nos serviría para acampar esa noche. Cenamos con la tripulación y nos ofrecieron ron malgache, mezclado con miel, jengibre, limón y naranja. Terminamos la jornada cantando animadamente y aprendiendo lo que a partir de ese momento sería nuestro "grito de guerra", una especie de juego que consistía en responder con determinadas palmadas a la palabra que se gritara, de la siguiente forma: alamako, cuatro palmas; avereno, 10 palmas y atambaro, una palma.

Amanecemos yendo de nuevo a la cascada a por un baño matutino, para luego retomar el descenso. El río discurre sereno y nos lleva hasta Begidro ("muchos lémures"), un pueblo de unos mil habitantes, donde somos recibidos por una veintena de niños -o más-; se acercan a nuestro barco, nos saludan y ayudan a descender, toman nuestras manos, piden bonbon (caramelo, en francés) y establecen un curioso vínculo con cada unos de nosotros mientras permanecemos en su poblado. Nat, simpático y saltarín, y Lolo, guapete y risueño, inolvidable recuerdo de los que me sirvieron de guías personales; les encantaba posar para nuestras fotos y reían felices al verse retratados en la pantalla de la cámara... Recorremos las calles de tierra, que serpentean entre chozas de caña y madera con techos de paja y algunos edificios de ladrillo con techos de chapa metálica, repletas de puestos que ofrecen alimentos, carbón, ropa usada? De regreso al barco, la despedida se hace difícil; han sido escasas dos horas, pero cuesta separarse de nuestros nuevos amigos.

Continuamos la navegación, observando la numerosa presencia de aves acuáticas a lo largo del cauce, así como de varios ejemplares de cocodrilo. Narindra, nuestra guía, se protege del sol poniéndose en la cara un ungüento a base de corteza de árbol machacada, típico tanto en Madagascar como en muchas culturas africanas. Volvemos a detenernos en otro asentamiento, bastante más pequeño que el anterior, Mambatomigay ("la piedra que reflexiona"), donde, como no podía ser de otra manera, nos reciben decenas de niños, esta vez bajo la sombra de un robusto baobab, el primero que vemos. Dimby nos conduce hasta un extremo del poblado, junto a un verdadero bosque de baobabs, donde se ubicaba la escuela, una cabaña cuadrada de estructura de palos de madera y paredes y techo de chapa metálica; no hay puerta y como único material, un banco perimetral, una mesa coja y una pizarra. Jugamos y bailamos con ellos, antes de repartirles algunos bolígrafos.

Precioso atardecer, con la imagen el río, el bosque de baobabs y el colorido rojizo en nuestras retinas. Preparamos el campamento y nos unimos a otros grupos de viajeros en una gran hoguera alrededor de la cual los niños nos ofrecen sus bailes y cánticos, mientras cae la niebla; bailamos con ellos hasta que el fuego se apagó.

Nuestra última jornada en barco fluye por la llanura costera de Menabé, repleta de actividad: pastoreo, pesca, agricultura, lavado de ropa? hasta llegar al pueblo de Belo sur Tsiribihina. Nos llama la atención en esta zona el traslado de vehículos por el río sobre barcazas que no son más que dos chalanas unidas por unas vigas y planchas de madera. Tras una emotiva despedida de la tripulación del Salama 1, cambiamos de medio de transporte y nos re-encontramos con César, nuestro conductor, que integra su vehículo 4x4 en un convoy en dirección a Bekopaka. Nos acompaña un gendarme con su fusil; el motivo, la presencia en la zona de ladrones de cebúes, que preparaban verdaderos asaltos a los pueblos y resultaban peligrosos. A última hora de la tarde llegamos a las orillas del río Manambolo a los pies de los Tsingys de Bemaraha.

El Parque Nacional de los Tsingys de Bemaraha es un lugar único y uno de los emplazamientos imprescindibles a visitar en Madagascar. Tsingy significa puntiagudo en malgache y, junto a su color gris azulado, es la característica principal de este tipo de roca caliza, antiguo fondo marino durante la época jurásica, esculpido por el viento y el agua, donde es fácil encontrar conchas fosilizadas. Una extensión de 150.000 hectáreas de desfiladeros de piedra, grutas, cañones y macizos de roca, que constituyen el área natural protegida más grande del país. La ruta a pie, de algo más de cuatro horas, se inicia en una zona con abundante vegetación, donde observamos lémures, camaleones y el mirlo de roca, junto a las tumbas de piedra de los Vazimba, primeros pobladores de la isla; atravesamos unas cuevas y pronto iniciamos, asegurados con arneses, el ascenso a los tsingy más altos, donde disfrutamos de las impresionantes vistas desde sus miradores y cruzamos un vertiginoso puente colgante.

Regresamos a Belo sur Tsiribihina y nos desplazamos, vehículo incluido, por el río Tsiribihina hasta alcanzar un sendero que, a través de un bosque seco, nos lleva a la zona protegida de Marofandilia. En camino, nos detenemos en el baobab sagrado, un ejemplar de unos 800 años al que, como señal de respeto, hay que acercarse descalzo. Visitamos el Parque Kirindy, una selva seca del oeste de Madagascar, que posee más de cien especies de plantas, la gran mayoría de ellas medicinales de madera preciosa (palo de rosa, ébano, caoba...), baobab, orquídeas...; la fauna se caracteriza por una alta densidad de lémures, reptiles (tortugas, cocodrilos,...), aves, y dónde podemos observar, a poco más de dos metros, a la fosa, el carnívoro nativo más grande de Madagascar y principal depredador del lémur, después del hombre. Proseguimos por la carretera hacia la ciudad costera de Morondava cruzando la avenida de los baobabs, donde se encuentra la mayor concentración de la especie más grande de baobabs del mundo, y admiramos una increíble puesta de sol.

A la mañana siguiente abandonamos Morondava, que resultó ser una viva ciudad, con continuo movimiento de tuc-tucs, cyclo pousse (similar al anterior, pero tirado por una bicicleta), bicicletas y motos, que sorteaban los innumerables peatones que callejeaban por los mercadillos, puestos callejeros o simplemente se desplazaban a pie. Durante nuestro recorrido hacia Antsirabe, en el centro de la isla al sur de Antananarivo, tomamos café -de termo- en un hotely, o casa de comidas, bastante transitado y donde éramos los únicos foráneos; los niños del lugar nos ofrecían fruta, pescado frito o cestas de rafia. Más adelante, en ruta, observamos una ceremonia de exhumación, arraigada costumbre en esta tierra, por la que a los 7 años (variable según la etnia) del fallecimiento de un ancestro, el mismo es desenterrado y se le cambia la mortaja, celebrando con todo el pueblo una fiesta que puede durar varios días.

Desde Antsirabe, nos desplazamos por el altiplano, disfrutando de un paisaje muy diferente, con pinares y otros árboles; atravesamos un área protegida por ser donde se encuentran los gusanos de la seda salvaje de Madagascar, tejido muy apreciado por los locales para ser utilizado en las exhumaciones. Aún así, resulta llamativo que está permitida la tala de pinos, quemando grandes extensiones de terreno para generar zonas de pasto para sus cebúes. Nos detenemos en el pueblo de Ambositra, repleto de tiendas de artesanía, especialmente de madera, y donde se pueden visitar talleres de marquetería. Abandonamos las tierras altas y nos dirigimos al este, hacia la selva primaria de Ranomafana.

El Parque Nacional de Ranomafana, de más de 40.000 hectáreas, fue creado en los años 90 con el fin de preservar el bosque húmedo, y el propio lémur que, en aquel entonces, era cazado y consumido por la población local. Lo recorremos durante más de tres horas, acompañados de una guía local y un rastreador, que se nos anticipaba en la búsqueda de animales. Aunque el principal atractivo del parque son los animales, la flora no es menos impresionante, pudiendo ver helechos, bambú, árboles del viajero, palisandros o preciosas orquídeas. Entre sus rincones observamos el lémur dorado del bambú ( Hapalemur aureus) y el sifaka ( Propithecus edwardsi), además de camaleones o insectos como el escarabajo metálico y huevos de bicho palo.

Salimos en dirección Ambalavao, y cada vez se hace más perceptible "la mano del hombre" por la importante desforestación, utilizando la tala para la fabricación de carbón vegetal y la generación de terrenos de pasto. Parada para visitar la ciudad de Fianarantsoa ("buena educación" en malgache), la segunda más importante del país, fundada en el siglo XIX por la reina de Madagascar como una copia de Tana, tras la conquista de estas tierras.

Visitamos al gran pueblo de Ambalavao famoso por la producción de vino y por su mercado de cebú, además de contar con un interesante taller de fabricación artesanal de papel, que luego decoran con flores secas, hojas o corteza de árbol; al parecer esta tradición data de cuando los primeros pobladores de religión islámica se instalaron en el país, árabes en la ruta de las especias, que se vieron en la necesidad de disponer de papel para su sagrado Corán. Ya en las afueras de la ciudad, acudimos a la Reserva de Anja, donde se trabaja por la conservación del lémur de cola anillada (Lemur catta), o maki, como se le conoce aquí. Durante el recorrido por una zona delimitada de unas cuatro hectáreas, es fácil ver familias de lémures de cola anillada; en nuestro caso disfrutamos de un buen rato de observación de un grupo en el que había varias hembras con crías, una de ellas con gemelos. En esta reserva es posible además ver camaleones, muy apreciados por los malgaches pues aseguran advierten de la llegada de lluvias subiendo a lo más alto de los árboles. Es un paseo muy agradable que terminó con la idílica imagen de unos niños atravesando un lago con un grupo de cebúes.

Bienvenidos al Sur

Continuamos hacia el sur y realizamos una pequeña parada en la aldea de Ankaramena, con un interesante paseo por su agitada calle principal, repleta de puestos de venta de papaya, tamarindo, comida variada,? y recorrida continuamente por Taxi Brousse, una especie de minibuses que recorren todo el país, cargando y descargando pasajeros continuamente. Al abandonar Ankaramena nos cruzamos con un numeroso grupo de personas, de todas las edades, en plena celebración de una exhumación, corriendo por la carretera mientras cantaban, portando piezas de una caja fúnebre. Proseguimos por las sabanas de los altiplanos de Horombe antes de alcanzar Ranohira hacia el final de la tarde, acompañados por un anochecer espectacular por el paisaje de rocas grises y las tonalidades que el ocaso les da. Una de estas rocas es conocida como la Reina, dada su silueta, y es la imagen que decora el billete de 1.000 ariarys, la moneda del país.

Junto a Ranohira, se localiza el Parque Nacional Isalo, otra de las "visitas obligadas" si viajas a Madagascar, una extensión de 81.540 hectáreas, siendo por ello el segundo mayor parque del país, con una variedad de paisajes excepcional, desde macizos que parecen ruinas, hasta un bosque con gran variedad de árboles y raros arbustos, pasando por gargantas con riachuelos y piscinas naturales que son verdaderos oasis. Acompañados, como siempre, por un guía oficial, iniciamos el ascenso a las montañas, de tonalidades grises amarillas y verdes, donde apreciamos gran variedad de especies vegetales, unas medicinales y otras no, pero todas ellas curiosas por algo, como la tapia (uapaca bojeri), un árbol muy resistente al fuego, cuyas hojas sirven de alimento al gusano de seda salvaje, y que da un fruto comestible, tanto para el lémur como para el hombre. Abunda también el arbusto llamado "pie de elefante" (pachypodium rosulatum), que atrapa todo el agua posible durante la estación de lluvias, lo que les da un característico aspecto redondeado y carnoso. Ante una oquedad cubierta de piedra, el guía nos explica que la etnia original de esta zona, los Bara, enterraban así a los sus muertos, los cuales eran exhumados a los 3 años, en una ceremonia y celebración que duraba tres días: retirada de restos, limpieza, sustitución de la telas del sudario y nuevo enterramiento, pero en esta ocasión en una grieta en la roca a mayor altitud, al ser definitiva.

Desde lo alto de las montañas las vistas eran impresionantes; llaneamos un rato, para luego descender a una cascada que formaba una piscina natural, donde nos bañamos, entre turistas y locales. El fresco y limpio agua da paso a un tramo de camino en llano y con escasa vegetación, de unos 4 km, que culmina en una abrupta bajada hasta una zona boscosa, hábitat de numerosos lémures de cola anillada y en la que se encuentra el camping-merendero. La ruta continúa unos 5 km más, de ida y vuelta, por un cañón muy húmedo en el que es necesario sortear un riachuelo entre rocas enormes, hasta alcanzar dos piscinas naturales conocidas como la poza azul, la primera, y la poza negra, la segunda, en cuyas heladas aguas no dudamos en darnos otro chapuzón.

Abandonamos Ranohira camino a la costa suroeste de la isla, dejando atrás los paisajes rocosos y entrando en una verdadera sabana. Esta zona es famosa gracias al zafiro, ya que en su tierra se ha venido encontrando esta piedra preciosa, lo que produjo una "fiebre" que propició el rápido crecimiento de pueblos como Ilakaka, el primero que atravesamos y donde pudimos ver tanto la búsqueda de la piedra como el lavado de las extracciones en el río. Continuamos la ruta y la sabana se transforma momentáneamente en un paraje verde, en la zona de Zombitse, en la que se produce una de las anécdotas más simpáticas del recorrido, cuando dos lémures, uno detrás del otro, atraviesan a saltos la carretera delante de nuestro vehículo, dejándonos perplejos, pero haciendo que, de manera espontánea, comenzáramos a cantar el animado yo quiero marcha, marcha de la banda sonora de la película Madagascar. El entorno vuelve a ser de sabana, cada vez más seca y falta de vegetación; junto a la vía, se sitúan numerosas tumbas, muchos de ellos verdaderos monumentos funerarios decorados con cornamentas de cebúes. La etnia asentada en este área tiene por costumbre el sacrificio de todas las cabezas de ganado del fallecido en el momento de su muerte, repartiendo la carne entre los habitantes del pueblo, sin dejar animales en herencia a sus descendientes, pretendiendo dejar como enseñanza que debe ser su propio esfuerzo el que les permita poder disponer, algún día, de rebaño propio.

Hacía unos días que Narindra nos había pedido que conserváramos las botellas vacías del agua que consumíamos. Hasta ahora las regalábamos a los niños, pues las familias las reutilizan para almacenar agua, muy escasa en el sur de la isla, leche o cerveza malgache. Sin embargo, ahora entendimos el motivo de esta petición: Narindra y César habían llenado todos los embases plásticos con agua y comenzaron a repartirla por los poblados que atravesamos, siempre con extrema delicadeza, evitando conflictos entre los lugareños. Resultaba difícil de entender, para una mentalidad occidental como la nuestra, como se mantenían aquellos asentamientos, absolutamente carentes del líquido elemento, sin ríos, lagos o fuentes públicas donde abastecerse durante el seco invierno. Pudimos comprobar cómo circulaban cubas que vendían garrafas de 20 litros a 2.000 ariarys (aproximadamente 50 céntimos de euro), un precio inasequible para la mayoría.

Alcanzamos Toliara, ciudad portuaria y capital de la región, y proseguimos por la costa hasta nuestro destino final Ifaty, una playa donde descansaríamos dos días antes de regresar. Paseos por la playa, interactuando con los niños, como no, manglares y una excursión en una barca tradicional hasta la barrera de coral que protege esta bahía, son la despedida ideal para un viaje emocionante y emotivo, con imágenes y experiencias que sin duda se nos han quedado grabadas en el alma?

A Pepe, Javi, Ita, Ester y Eduardo.

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