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La PAU, un vaso roto y un abrazo

Casi nadie tenía en su memoria grandes recuerdos de España

La PAU, un vaso roto y un abrazo

"¿En serio? ¿Otra vez la misma mierda?" Fue algo así -probablemente con palabras peor sonantes a las previas-. Me sentí engañado cuando saqué los auriculares de la mochila, me enchufé la radio del móvil y escuché que España ya perdía 0-1 contra Suiza. Sabía que no había hecho un buen examen de matemáticas para cerrar la PAU -hoy EBAU, antes Selectividad y, en algunos años, a saber cómo se llamará-. Esto último me lo suponía, pero lo de Españita no, la verdad.

"¿Suiza? ¿En serio?". El camino de vuelta ese miércoles desde el instituto de Guía a mi casa en Gáldar fue una sucesión de maldiciones al aire, de coces a ningún lado. "¡Ni que jugaran con Federer, Chapuisat y Sforza!". Andaba más decepcionado con España que con el par de folios que había entregado en la mesa. Los dos olían a suspenso -el mío lo confirmé unos días después-. Tenía más fe en aquellos tipos que en mí. Tanta que hubiera puesto el examen en sus manos. Venían de ganar la Eurocopa de 2008, pero claro, era un escudo hecho a remiendos de decepciones, cosido drama tras drama en los Mudiales: del codazo de Tassotti a Luis Enrique, del papelón de Zubizarreta contra Nigeria, del atraco a mano armada de Al-Ghandour en Corea, de Vieira y Zidane desatados cuatro años antes en Hanover.

Lo bueno era que al menos la decepción era compartida. Y no solo por los de mi generación. Casi nadie tenía en su memoria grandes recuerdos de España. Repartir la pena era una manera de compensar la desazón que cada cuatro años destilaba la selección en un Mundial. Cuando vi el choque casi cómico entre Piqué y Casillas en el gol suizo perdí casi toda la fe en lo que pudiera hacer España en Sudáfrica. En fin, la España de siempre, como siempre haciendo lo de siempre. Nada nuevo bajo el sol.

Esa esperanza, contra pronóstico, comenzó a crecer. Y eso que siempre esperábamos el bofetón. Porque tendemos al precipicio. Primero contra Chile, en un día de vida o muerte; después con el penalti de Óscar Cardozo contra Paraguay tras tumbar a Portugal; más tarde, solo con ver a Alemania delante; por último, en ese mano a mano de Arjen Robben, con el balón orientado a su izquierda, delante de Iker Casillas como un poste.

Es curioso como el fútbol, con el balón como conductor, es capaz de trasladarnos a estampas de nuestras vidas que se elevan a la categoría de cuadros. La mayoría de ellas son mejores o peores según el resultado que caiga. Las idealizamos si se ganó y las condenamos si se cayó. Pocas cosas hay capaces de rascar recuerdos precisos de cada instantes como el fútbol, como aquel Mundial de Sudáfrica.

Y las imágenes de aquel verano de la mano con el Mundial se vuelven lienzos. Un beso en una piscina, un vaso reventado por el grito unísono cuando Villa se sacó un tiro glorioso para batir a Bravo, un abrazo en calzoncillos con tu padre tras el gol de Puyol, en plena ola de calor en Madrid mientras buscabas un hogar, perderte el gol de Iniesta por el cabezón que calzaba el de delante. Revisen las suyas y rescaten uno de los veranos de nuestras vidas, uno que será difícil de igualar.

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