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crónica negra de canarias

El crimen de Roza Nueva

Un malentendido sobre la propiedad de la finca sería el detonante del suceso que estremeció en 1931 a la sociedad majorera de la II República - La ‘vendetta’ de Justo acabó con un incendio, un herido y dos muertos

(L) | FEDAC

A mi amigo y camarada Juan Carlos Domínguez Gutiérrez, celebrando sus novelas.

Se conocieron, al parecer, en Fernando Póo durante la última década del siglo XIX, inmigrantes favorecidos por el reglamento de colonización estatal de 1894. Dos isleños de Canarias entre los españoles de la ínsula misteriosa. El comerciante Rafael Romero Rivero había llegado en busca de fortuna; el trabajador Justo Díaz Rodríguez para ganarse el pan con menores engorros que en su tierra. Intimaron muy pronto. Cuando el burgués fue atacado por fiebres y estuvo a un tris de fallecer, el asalariado lo atendió esmeradamente en el transcurso de aquella larga y penosa afección. Las asistencias del uno arrebataron al otro de las garras de la muerte, alienada entre ellos la dialéctica de la lucha de clases. Los valiosos servicios de Justo, haciendo honor al patronímico, animaron al doliente Rafael, ya repuesto, a tomarlo bajo su protección. Así, oficiando de mentor, lo tuvo a su lado en adelante como hombre de confianza, amigo leal, defensor de sus intereses. Eso, al menos, se dijo a menudo, pese al engaño de las apariencias.

Volvieron ambos a Gran Canaria al finalizar aquella centuria. Los ahorros de Rafael bastaron para instituir el acreditado Bazar Alemán en la calle Mayor de Triana, expendedor de artículos de regalos y viajes, con anuncios frecuentes en prensa desde mayo de 1902. Lógico fue que Justo actuara de principal subalterno en la rúbrica. El próspero negocio hizo que su titular figurase entre los grandes contribuyentes de Las Palmas en febrero de 1914 y alcanzara el sitial número 18 en enero de 1920, según el Boletín Oficial de la Provincia. Apenas implantada la dictadura de Miguel Primo de Rivera, al iniciar su mandato el alcalde Federico León García, recibió el nombramiento de sexto teniente de la municipalidad y enchufó al estimado auxiliar en la plaza de cobrador de arbitrios. Empresario y empleado fueron por entonces militantes de la Unión Patriótica y colegas del Somatén de Canarias, todo a la mayor gloria del dictador y de su régimen. Aquel ejerció además como tesorero de la Asociación Patronal de Comerciantes a partir de 1929 y hasta su cruel óbito, actuando después del mismo la razón social Viuda de Rafael Romero Rivero y Compañía Limitada, disuelta en diciembre de 1977.

Hacia 1925, aproximadamente, el señor Romero adquirió una finca de casi 80 fanegadas en la aldea de majorera Tefía, aún municipio de Casillas del Ángel, a 15 o 16 kilómetros de Puerto de Cabras, por la cual abonó unas 40.000 pesetas. De nombre Roza Nueva, la explotación rústica jamás supuso un venero de riqueza. Tuvo el flamante propietario que invertir una suma equivalente a la de su compra a fin de ponerla en condiciones. Abrió un pozo y construyó un estanque para recoger aguas eventualmente generosas. Una sexta o séptima parte fue puesta en cultivo con las habituales gavias, recurriendo a sembradíos de cebada, trigo, millo y alfalfa, en medio de tuneras. La ganadería estuvo integrada, al producirse el crimen horrendo, por cuatro vacas, un buey, un novillo y dos terneros, tres cabras y un macho, una oveja, una cordera, tres gallinas y un gallo, un camello y un burro, aparte de dos perros y un casar de palomas.

De mayordomo en Roza Nueva escogió el inexperto hacendado, como era de esperar, al fiel Justo, elemento para todo en cualquier situación, también principiante en lides agrícolas o por ventura con destrezas guineanas. A sus órdenes trabajaron de jornaleros permanentes un hombre, dos mujeres y un niño. Se trataba de Manuel Rodríguez Pérez, de 20 años, soltero, natural de La Oliva; de las hermanas Agustina y Remedios Santana, de 31 y 30 años, respectivamente, solteras y vecinas de Tindaya; y de un hijo de esta última llamado Felipe, de 12 añitos, quien se ocupaba especialmente del ganado. Con carácter eventual solía contratarse, entre otros, a Braulio González Santana, de 31 años, casado, medianero de la finca Espino Gordo, propiedad del exconcejal capitalino Macario Herrera Arráez, a la distancia de kilómetro y medio.

Antes de hacerse cargo de las ocupaciones en Fuerteventura, parece ser que Justo había intentado matarse ingiriendo una dosis de yodo e in extremis lo salvó la pronta intervención facultativa. Como reveló a no se sabe quién, lo hizo porque estaba cansado de vivir, y punto. Quienes lo frecuentaron después, ofrecieron de él la imagen de un tipo decidido y de condición enérgica, esclavo de sus compromisos, de temperamento más bien exaltado, que nunca se arredraba frente a los peligros, que por costumbre jamás daba cuenta de las afecciones personales, y que siempre dispensaba al patrón la reverencia absoluta hacia sus mandatos. El respeto que inspiraba aumentó al dejarse crecer poblada barba unos dos años antes del drama luctuoso. Pero otros conocidos aseguraron que no entendía mucho de agricultura a las usanzas majoreras.

Conforme a los indicios, por 1929 tuvieron una disputa el mayordomo de Roza Nueva y el medianero de Espino Gordo. La culpa fue de una camella de la heredad donde laboraba Braulio González que, en un descuido suyo, penetró en los sembrados de la otra y ocasionó varios destrozos. Justo denunció el estropicio ante el Juzgado de Paz y el asunto acabó en sanción irrelevante. Al poco, en natural desquite animalesco, el burro de la grey que este gestionaba saltó la linde de Espino Gordo y se despachó a su gusto. En vez de acudir a la justicia municipal, Braulio retuvo a la bestia en su poder y solo la devolvió a Rafael Romero en persona, aprovechando una de sus visitas de inspección, diciéndole que a nada ascendían los daños producidos. Animado a imponer la avenencia, exigió el negociante-agricultor las disculpas mutuas y los pequeños incidentes, a simple vista, pasaron de largo. Prosiguió Braulio acudiendo a Roza Nueva siempre que se reclamaban sus oficios e incluso su propia cónyuge, Juana Sosa, lo acompañaba al objeto de entregarse a lavar la ropa, moler el gofio u otros menesteres.

Aparentemente retornó la armonía entre los circunstanciales adversarios, aunque no era Justo de los que olvidaban una afrenta. En otro percance exhibió tal farruca idiosincrasia, propia de arrestos varoniles en tópica factura. Un vecino de Puerto de Cabras, José Domínguez, le mercó ciertas fanegas de trigo y resultó que, al presentarse a cargarlas con alguna dilación, Justo las había enajenado a un tercero escudándose en la demora. El merchante burlado reaccionó con ira y cuestionó la formalidad del intendente, poco propenso a tolerar dudas sobre su palabra. La controversia terminó en desafío y Justo corrió hasta la vivienda y salió esgrimiendo un cuchillo, instante en el que Domínguez tomó las de Villadiego. A menudo, afirmó la voz popular, juraba y perjuraba aquel que tarde o temprano debía ajustar cuentas a propósito.

Justo se consideraba un patriota español de los pies a la cabeza, un individuo de orden y, por ende, de derechas a machamartillo, naturalmente católico, creyente y practicante. Adepto sin fisuras a la monarquía borbónica, ultimaba sus cartas con la exclamación “¡Viva el Rey!” durante los tramos iniciales de aquella Segunda República diabólica, que Dios había traído para expiación de tantos pecados nacionales. Solo un mes antes de los infaustos sucesos, compró en Puerto de Cabras bastantes metros de tela con los colores de la antigua enseña patria y confeccionó banderas rojigualdas que emplazó en diversos puntos de la finca. La de mayor tamaño la puso a flamear en la copa de un mimo plantado a pocos metros de la casa, para que todos los transeúntes viesen que allí no se rendía culto al estandarte tricolor de rojos y masones. Al bracero Manuel Rodríguez, según sus propias facundias, comentó que iba a organizar una fiesta patriótica que sería muy sonada en la isla, tributo al buen monarca Alfonso XIII al tenor de los atisbos. ¿O escondía la exhibición, vergonzosamente tolerada por las autoridades, otros cálculos?

Tras casi un lustro gastándose dinerales en las mejoras y el sostenimiento de Roza Nueva, estaba muy harto Rafael Romero de la hacienda que ante todo le reportaba sinsabores, quebraderos de cabeza y magros beneficios. En múltiples epístolas transmitió a su mayordomo el empeño de desprenderse de la gravosa pertenencia, y en Puerto de Cabras anunció en público dicha voluntad, pues no quería saber en lo sucesivo de cosechas u otros quehaceres análogos. Hasta llegó a proferir que Justo distaba de ser un administrador idóneo y que únicamente por darle trabajo aguantaba semejante viacrucis. La versión referida por este fue muy distinta, como apuntaron algunas confidencias. Aseguró que el dueño había prometido regalarle la granja si contraía matrimonio y él, por escrito, le notificó en distintas oportunidades que sostenía relaciones amorosas con una muchacha presta al casamiento.

La supuesta novia parece haber sido Remedios Santana, madre muy joven de Felipe por un desliz, y otrora procesada debido a un robo cometido en la capital insular. El peón Manuel Rodríguez y su progenitor, el labrador Marcos Rodríguez Hernández, natural y vecino de La Oliva, desvelaron que la susodicha mujer acompañaba a Justo en no pocas noches. A la calenturienta imaginación del encargado atribuyeron otros la dadivosa oferta de marras, expuesta tal vez en lapsos de chacotas. Mas no pueden compartirse dichos juicios, si apreciamos los antecedentes de una larga amistad nacida en la colonia guineana y envueltos en gratitudes por ayudas salvadoras.

Ahora vayamos a los trances siniestros. En la mañana del jueves 7 de julio de 1931 arribaron a Gran Tarajal el propietario de Roza Nueva y el exportador de frutos Manuel Cárdenes González, otro mayorista trianero y exoctavo teniente de alcalde de la capital provincial en la penúltima corporación monárquica, caballero interesado sin duda en hacerse con la finca. De Gran Tarajal los condujo un automóvil a Puerto de Cabras, donde Romero pretendía obtener varios metros de soga en el establecimiento de Ángel González Brito, a la sazón primer munícipe republicano, sin conseguirla del diámetro que Justo le pidiera. Almorzaron y consecutivamente los llevó en camioneta a Tefía el chófer Ramón González Brito, futuro alcalde de La Oliva entre marzo-julio de 1936, accediendo allí sobre las 15 horas. El mayordomo los recibió con todo lujo de agasajos y atenciones, acompañándolos en el recorrido que hicieron de la plantación, mientras dedicaba alabanzas a la misma y ofrecía los informes demandados por el probable adquirente. Entre dinásticos andaba el juego. Una vez terminada la cena, emprendieron una ronda nocturna por las trochas y veredas que serpenteaban el dominio, alumbrados por Justo con un quinqué de petróleo.

A la vuelta del paseo, sobre las diez de la noche, decidieron los visitantes pernoctar y el mayordomo les ofreció las dos únicas camas existentes en la pieza central del habitáculo, cuyas dependencias no se comunicaban entre sí. Aunque el exportador quiso dormir en una perezosa auxiliar, Justo lo evitó con repetidos ofrecimientos, alegando que debía despachar una correspondencia para valerse del vapor-correo próximo. En realidad, deseaba escribir las últimas misivas. Utilizando un pupitre y al fulgor de una vela, comenzó a garabatear en el centro de la estancia, en tanto Romero y Cárdenes cruzaban frases intrascendentes antes de caer en brazos de Morfeo. A excepción del infante Felipe que descansaba en la cocina, su dormitorio habitual, nadie acompañaba a los tres hombres en el edificio silencioso. El peón Manuel Rodríguez, concluida la faena, marchó a su domicilio y las dos mujeres, Agustina y Remedios, faltaron ese día.

Hacia la medianoche se desencadenó la tragedia. La inicial andanada que Justo disparó con su escopeta reforzada de dos caños, regalo del jefe por ironías del azar, impactó en el lado izquierdo de la garganta del durmiente, con rotura completa del maxilar inferior y pérdida de todas las piezas dentales, provocándole a Romero la muerte instantánea. Sobresaltado por la detonación, Cárdenes observó horrorizado cómo el agresor introducía otros cartuchos en la recámara y rogó encarecidamente que no volviera a hacer fuego. El mayordomo lo tranquilizó diciéndole que nada iba contra él, y echándose el arma al hombro, descargó otros dos proyectiles sobre el pecho del ya cadáver, atravesándole uno el pulmón izquierdo, con fracturas en la segunda y tercera costilla, y el otro la región parietal derecha. Al momento exigió que Cárdenes tomara el pulso a la víctima para comprobar la expiración y acto seguido pretendió que la incorporase del lecho, no renunciando a la macabra orden hasta admitir las excusas desesperadas que balbuceó el pávido testigo. Al fin lo hizo acostar nuevamente y advirtió que partía a dar cuentas y a suicidarse por fin. En el mismo dintel de la puerta señaló que dejaba unos pliegos en el armario, dirigidos fundamentalmente al Juzgado de Instrucción, donde explicaba las razones de la acción criminal. “Usted no puede calcularse lo que me ha hecho sufrir este hombre durante muchos años”, fue su última aseveración en aquellas terribles circunstancias.

Los acontecimientos ulteriores se desarrollaron en dos secuencias. El temeroso Cárdenes galopó hasta la cocina e hizo que el mocoso Felipe le facilitara escapar por aquellos desconocidos andurriales. Cruzando una gavia de alfalfa, abandonaron el terreno para ir a refugiarse en una barranquera de Roza de Ucala, propiedad de los herederos de José Castañeyra Carballo, cacique porteño de estirpe y fallecido un semestre atrás. En el ínterin partió Justo con la escopeta recargada hacia la alquería de Espino Gordo a por Braulio González, deseoso de vengar la ofensa recibida antes irse de este mundo. Luego de aporrear insistentemente el portón, indicó al medianero que don Rafael estaba muy enfermo y le rogaba fuese a cuidarlo, en tanto él buscaba medicamentos en La Oliva y telefoneaba al doctor Gerardo Bustos Cobos, residente en la capital. No dudó Braulio en atender sin reservas la fingida solicitud, si bien le extrañó que Justo llevara al hombro la escopeta y como respuesta admitió los temores hacia la camella y los perros.

Iniciada la ruta, el ficticio recadero pretendió inútilmente que el acompañante lo precediera y por simples formalidades hubo de seguir en vanguardia. Ninguna sospecha abrigó el próximo damnificado. La charla durante el camino abordó asuntos cotidianos sobre trillas y sementeras, ofreciendo Justo su colaboración para tales operaciones en tanto fumaba un cigarro. El otro cargó la pipa y solicitó lumbre por carecer de fósforos, y el falaz compañero le prometió una caja tan pronto llegasen. La normalidad desapareció a unos treinta metros del hábitat de Roza Nueva. En las cercanías de un molino, Braulio resbaló y en esos segundos encajó dos perdigonadas por el costado izquierdo, una interesándole el brazo y la región mamaria y otra la mano, con amputación de los dedos anular y meñique y diferentes heridas en otros. Instintivamente corrió a resguardarse entre las piedras de un antiguo horno de cal y desde allí se arrastró al pago de Tefía. Es preciso convenir en que Justo no quiso exterminarlo y solo optó por darle un contundente escarmiento.

Los disparos fueron oídos por Manuel Cárdenes y Felipe desde su escondrijo. De inmediato vieron una fabulosa iluminación hacia el entorno del inmueble del que lograron evadirse, también observada por Braulio a kilómetro y medio de la fatigosa huida. El mayordomo había incendiado la era con la paja de unas 150-160 fanegas de trigo y otras 110 de cebada. Lo hizo a la luz de un farol, distinguido igualmente por Braulio, que tomó y dejó otra vez en la casa antes o después de quemar el depósito, intervalos en los que asimismo debió ponerse ropa limpia y guardar la sucia en un talego, donde la hallaron a posteriori. Fuego purificador, si acaso premonitorio de un ascenso al Valhalla. Seguidamente, porque ya sabemos que era un patriota borbónico, tanto o más que su empleador asesinado, se puso de rodillas ante el mimo sobre el cual ondeaba la bandera bicolor, dispuso la carabina entre las piernas, apuntó los caños hacia el borde inferior de la espesa barba y accionó el gatillo. Todo ello pudo deducirse ante la posición del difunto suicida. Los impactos destrozaron el lado izquierdo de la cara y del cráneo. Alguien apreció que tenía sujeto a la cintura, en bandolera, un revólver con cinco balas.

A duras penas recaló Braulio en Tefía, ya que la pérdida de sangre le restaba fuerzas. El vecino Pablo Montserrat le prestó inmediatos auxilios; se dio noticia a gente de Casillas del Ángel y, por teléfono, fue emplazado con urgencia el médico Bustos. En las primeras horas del viernes día 8 encontró Remedios el pavoroso cuadro de Roza Nueva y regresó a La Matilla presa de gran excitación. Idéntica sacudida experimentó el chófer Ramón González al regresar con su vehículo a la finca para recoger a los viajeros. Salió a escape hacia La Oliva y avisó a la Guardia Civil. El cabo-comandante del puesto, gendarme muy precavido y de mentalidad belicosa, montó un despliegue en guerrilla con dos guardias hasta llegar al escenario de la catástrofe, temeroso de una fantasmal embestida. La Benemérita extendió el correspondiente oficio a las autoridades de la capital, encargándose el propio conductor de su traslado, el cual se cruzó en la pista con el séquito oficial que encabezaban el delegado gubernativo y el juez de primera instancia.

La fatídica novedad empezó a difundirse por Puerto de Cabras a través del exsecretario municipal Tomás Felipe Bravo, impuesto en Casillas de lo sucedido, y por conducto de las llamadas telefónicas procedentes de La Oliva. Una vez certificadas las defunciones por el doctor Bustos, llegado desde Tefía con el herido, fueron aprestados los levantamientos de los cadáveres, sus traslados a las instalaciones del cementerio capitalino para las autopsias preceptivas y la instrucción de las diligencias oportunas. Hecho el inventario por los agentes, quedó la finca clausurada y en custodia del antedicho Rodríguez Hernández, padre de su jornalero. En uno de los bolsillos de la vestimenta de Justo apareció un voluminoso paquete de cartas, el que especificó dejar en el armario a disposición de la justicia. Los móviles de las conductas criminales estarían descritos en esos papeles, aunque la impenetrable reserva del sumario impidió conocer el menor de los detalles.

Más de tres décadas sirviendo al hombre al que salvó la vida en Fernando Póo, barruntaría Justo, eran acreedoras de una recompensa elemental. La perspectiva de convertirse en medianero del hipotético novel propietario no le resultaba atrayente desde luego. Quizás esa transacción y la burla del obsequio prometido mediando el casorio, desataron viejos rencores que albergaba soterradamente en su ánimo. Introdujo otra variante la memoria de Francisca Guerra Rodríguez, esposa desde 1945 del medianero y guardián de Roza Nueva, según la cual indicaban las tradiciones orales que Rafael Romero había burlado a una de las hermanas de Justo, eventual lance de tintes íntimos, de esos que reclaman desagravios, y que el festejo patriótico atendía precisamente a los apetitos vengadores. Desde Puerto de Cabras llegó a propagarse, luego de perpetrado el crimen, que en el armario referido se encontraron 390 pesetas en un envoltorio con la siguiente anotación de Justo: “De estas pesetas, 350 son de buena procedencia y no me las regaló un canalla”.

Post scriptum. Todo son conjeturas alrededor de las motivaciones reales de los episodios narrados. Hasta no consultarse ese atadillo de cartas del ofensor, en el supuesto de custodiarse en algún archivo insular, carecemos de posibilidad alguna para determinarlas con exactitud. Si esta documentación fue destruida, las incógnitas subsistirán al completo a perpetuidad. La mejor fuente a nuestro alcance, hoy por hoy, es la crónica negra que redactó in situ y coetáneamente el periodista Alfredo López de Arellano (El horroroso crimen de Rosa [sic] Nueva, LA PROVINCIA, 15-VII-1931, pp. 3-5), de la cual me he servido porque nos ofreció el relato cabal de uno de los eventos más estremecedores para la sociedad majorera en la Segunda República. La violencia contra personas y cosas tuvo en el Archipiélago un alcance que todavía no se ha evaluado en sus justas magnitudes, y entre el campesinado serían muy comunes las vendettas por choques variopintos y numerosos. A veces, los acaecimientos de esta naturaleza nos ilustran más en torno a un período concreto que multitud de frías estadísticas en la historia convencional, inclusive no terciando procesos y sentencias penales. Valgan estas líneas como ofrenda a los trajines periodísticos que tantas cosas descubrieron del ayer canario.

Agustín Millares Cantero es historiador

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