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200 ANIVERSARIO de la muerte del emperador

Napoleón en Santa Elena

Falleció el 5 de mayo de 1821 a los 51 años en la isla a la que le habían trasladado los ingleses tras la derrota de Waterloo - Franceses y otros europeos igualan su figura con las de otros históricos como Alejandro Magno, Julio César y Carlomagno

«La muerte no es nada», había dicho el 12 de diciembre de 1804, en la cúspide de su poder. «Pero vivir vencido y sin gloria —había añadido—, es morir todos los días». (Max Gallo)

El 5 de mayo de 1821 fallecía Napoleón Bonaparte a los 51 años en la isla de Santa Elena donde había sido conducido por los ingleses tras la derrota de Waterloo. De lo que ocurrió antes y después tenemos muchos testimonios directos de las personas que lo acompañaban o de los que lo vigilaban. Se han publicados cientos de relatos que cuentan la vida y muerte del Emperador de la República de Francia, ya que es quizá el hombre del que se han escrito más biografías o que ha sido citado en más memorias de personas que trataron con él, desde valets de cámara a mariscales de su imperio. Por citar un ejemplo, Emil Ludwig nos cuenta así su entierro: «Las autoridades británicas rehusaron el traslado del cuerpo a Europa. La fosa fue abierta en un valle cerrado, junto a una fuente sombreada por dos sauces. Se le concedieron honores de general inglés, y tres modestas salvas saludaron sus despojos, mientras ondearon al viento las banderas inglesas con los nombres de las victorias alcanzadas por el ejército británico en España. El gobernador presidió la ceremonia y declaró haber perdonado al Emperador».

Bonaparte fue siempre muy popular y querido por los franceses, quizá con la excepción del momento de su caída lo que habla de la fragilidad del amor del pueblo por sus héroes. El hecho de que muriera prisionero de los británicos en tierra extraña y de que no se autorizase el regreso de sus restos hasta 1840 fue vivido como una ofensa nacional aunque, lógicamente, con las excepciones de los monárquicos de rigor.

Napoleón, vencido en Leipzig (octubre de 1813), abandonado por los políticos, Tayllerand, Fouché…, y por algunos de sus generales, se vio obligado a renunciar a su cargo de emperador y aceptó desterrarse en la isla de Elba, en la costa italiana, con el título de Príncipe de Elba, con mando sobre la isla y una guardia personal de cuatrocientos hombre. «Dadas las circunstancias que me han obligado a renunciar al trono de Francia —escribe—, sacrificando así mis derechos en bien y en interés de la patria, me he reservado la soberanía y propiedad de la isla de Elba y de los fuertes de Portoferraio y Porto Longone, con el consentimiento de todas las potencias... Ocúpese de informar de esta nueva situación a los habitantes, así como de mi elección de su isla como residencia atendiendo a la placidez de sus costumbres y a la bonanza del clima. Serán el objeto constante de mi más vivo interés» (tomado de Max Gallo).

Esta situación de autonomía y poca vigilancia propició su vuelta a Francia, desembarcando en Antibes y haciéndose con el país en poco tiempo. Los llamados Cien Días acabaron con su definitiva derrota en Waterloo (junio de 1815). Napoleón se entregó a los ingleses navegando a sus costas en la nave Bellérophon esperando un mejor trato del que le dieron. Él pretendía vivir en Inglaterra en un retiro de lujo, pero se encontró con la realidad del destierro, en bastantes malas condiciones de comodidad, en Santa Elena, una isla situada en pleno Atlántico a miles de kilómetros de Europa. Alejandro Dumas, en su biografía del corso escribió: «El 7 de agosto t uvo Napoleón que desembarcar del Bellérophon para pasar a bordo del Northumberland. En la orden del Ministerio se prevenía que se quitase a Napoleón su espada; pero el Almirante Keith se avergonzó de semejante orden y no quiso ejecutarla. El lunes, 7 de agosto de 1815, el Northumberland zarpó para Santa Elena. El 16 de octubre, a los 70 días de su salida de Inglaterra y a los 110 de haber marchado de Francia, Napoleón arribó a la roca que iba a convertir en pedestal. Inglaterra aceptó en toda su extensión el oprobio de su traición y a partir del 16 de octubre de 1815 los reyes tuvieron su Cristo y los pueblos su Judas».

Muere de cáncer, no envenenado

Allí vivió casi seis años antes de fallecer con un pequeño acompañamiento de fieles y una vigilancia estricta, ahora sí, de los ingleses a quienes culpó de su muerte. Dejó escrito en su testamento: «Muero prematuramente, asesinado por la oligarquía inglesa y su sicario. El pueblo inglés no tardará en vengarme». El sicario era el gobernador de la isla.

Lo cierto es que falleció de un cáncer de estómago cuyos primeros síntomas eran ya antiguos cuando llegó a la isla. Además, su padre había muerto también de un cáncer de píloro con solo 39 años y él temía transmitírselo a su hijo. La autopsia que le hizo al día siguiente de su muerte su médico de cabecera así lo atestigua. No obstante, durante años se habló de que había sido envenenado. Y análisis posteriores de sus restos, algunos en el siglo XX, señalaron una cantidad elevada de arsénico, lo que parecía una confirmación a esa sospecha, cuestión que ha sido diluida últimamente teniendo en cuenta que en el siglo XIX el arsénico era de uso común en algunos medicamentos, en pinturas (la habitación en la que dormía Napoleón estaba pintada del llamado verde Scheele elaborado en Alemania con un componente de arsénico), en insecticidas y en otros empleos en la vida ordinaria. Todo parece indicar que su muerte se habría producido igualmente aunque hubiera continuado como emperador en Versalles.

¿Qué pasó con sus restos? Como adelanté, una vez derrocados, de nuevo, los Borbones en Francia que eran sus grandes enemigos internos, y sustituidos por Luis Felipe I de Orleans que buscaba ponerse a bien con los franceses y sabiendo la fuerza que conservaban los bonapartistas, el nuevo rey manda volver a colocar sobre la columna Vendôme la estatua de Napoleón y se autorizó la vuelta de sus restos a París: «Deseo que mis cenizas reposen a orillas del Sena, en medio del pueblo francés, a quien tanto he querido» (indica su testamento). Así, cuando en 1840 su cuerpo vuelve a Francia, le retour des cendres, fue enterrado en la Capilla Saint-Jérôme en el complejo de Los Inválidos hasta su ubicación final en una tumba espléndida, aunque algo fría a mi parecer, hecha de cuarzo rojo sobre un gran bloque de granito verde terminada en 1861. Cerca, en el piso superior, está enterrado el rey José (Pepe Botella), otros de sus hermanos y su hijo, Napoleón II, muerto a los 21 años sin haber tenido más que el título honorífico de Rey de Roma.

Napoleón es admirado por los franceses y por otros europeos que ven en él un campeón de la libertad y protagonista personal de un episodio histórico de luchas y conquistas que lo coloca a la altura de Alejandro Magno, Julio César, Carlomagno, y —añado yo—, Atila en algunas ocasiones.

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