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El efecto Matilda

Marga Gil Roësset

Marga Gil Roësset. La Provincia

La gran desconocida de la Generación del 27 vivió marcada por la muerte. Nada más nacer, los médicos le pronosticaron pocos años de vida, y aunque superó ese primer revés, acabó suicidándose a los 24 años al no ser correspondida por Juan Ramón Jiménez. Aún así, dejó una serie de ilustraciones y esculturas para la posteridad.

Hay destinos que parecen estar escritos incluso antes del mismo momento de nacer. Según la mitología griega eran Las Parcas las que trazaban a su antojo la línea de la vida de cada hombre, estas tres hermanas hilanderas se encargaban de tejer el inamovible destino de los mortales, sin que estos pudieran hacer nada para remediarlo, aunque siempre hay ocasiones en las que el propio azar interviene robando a estas diosas caprichosas esos hilos de la vida para dejar libre el camino a la más pura determinación y tesón. Cuando la madre de Marga Gil Roësset estaba embarazada, las complicaciones del parto le hicieron creer a todos, médicos incluidos, que su hija no viviría mucho tiempo, pero ella no estaba dispuesta a dejarse vencer y el empeño de esta madre consiguió tejer una nueva oportunidad para su segunda hija; así llegó al mundo en 1908 una de las artistas más desconocidas de la Generación del 27, marcada por esa larga sombra de la muerte.

Tanto ella como su hermana Consuelo recibieron una educación privilegiada, sus padres eran personas muy cultivadas que además estimulaban no sólo su acercamiento al arte, la música y las letras, sino también la creatividad de las niñas, así que no resulta extraño que con tan sólo doce años Marga hablara cuatro idiomas. Su capacidad natural para el arte ya dio muestras en esos años, pues ilustró de manera autodidacta, los innumerables cuentos escritos por su hermana, muchos de ellos publicados.

A los quince años tuvo su primer contacto con la escultura, aunque no fue conocida hasta 1930, cuando expuso su trabajo por primera vez en la Exposición Nacional de Bellas Artes. Una pieza de título Adán y Eva fue su carta de presentación, con la que obtuvo una muy buena acogida por parte del público.

En ese momento ciertos críticos cuestionaron el hecho de que no tuviera un maestro reconocido que guiara sus pasos, pero tal y como ella respondía, trabajaba sola, sin nadie que la influenciara ni contaminara su obra, pues esta era la única manera de poder encontrar un estilo propio que no se pareciera al de nadie. No estaba tan preocupada por una técnica depurada o por seguir las reglas academicistas del momento, las normas sociales sobre lo que una mujer podía o no hacer como artista tampoco fueron las que guiaron su mano, su máxima siempre fue conseguir trasladar al material todo ese sentimiento y pasión que ella sentía por el arte.

Desde tinta china y acuarela, pasando por la técnica del vaciado en escayola y bronce, hasta la talla directa de madera, incluso también la piedra, era una artista de gran versatilidad que, a pesar de su juventud, no tuvo miedo de enfrentarse a nuevos retos en ese difícil camino que es la creación.

A finales de 1931 conoce en la ópera a la escritora Zenobia Camprubí, figura a la que ella y su hermana admiraban profundamente, y a su marido, el célebre poeta Juan Ramón Jiménez, de quien se enamoró perdidamente al instante.

En poco tiempo entablaron una cercana amistad y fueron frecuentes sus visitas al domicilio del matrimonio, ellos la llamaban con cariño «la niña», pero ese sentimiento paternalista no era lo que ella quería escuchar. A pesar de su diferencia de edad —él tenía en ese momento cincuenta años—, Marga se obsesionó con el escritor.

Un amor que día a día la iba consumiendo con esa llama tan apasionada que solo se enciende en la más plena juventud, ese amor que te impide comer, dormir, pensar y hasta vivir, ese que duele de tal modo que incluso es imposible respirar… El primer amor.

Consciente de que nunca iba a ser correspondida, la joven tomó una drástica decisión, y el 28 de julio de 1932, con solo veinticuatro años, decidió que ya no quería sufrir más: destrozó toda su obra, a excepción del retrato que hizo a la esposa de su amado, Zenobia Camprubí, y se pegó un tiro en la sien.

De nuevo el destino marcó para ella un camino del que no pudo escapar. Dicen que la muerte siempre se sale con la suya, y aunque consiguió engañarla, robándole unos pocos años de vida que no le correspondían, su mano nunca dejó de guiar su agrio camino hasta cumplir su fatal plan. «Y es que ya no puedo vivir sin ti», lamentó en su pequeño diario, ése que instantes antes de apretar el gatillo le entregó a su amado en un último acto desesperado… «Por favor, no lo leas ahora».

Ese mismo día todos sintieron que una parte de su alma desaparecía con ella. Muy apenado, Juan Ramón Jiménez le escribió:

«Si pensaste al morir que ibas a ser bien recordada, no te equivocaste, Marga. Acaso te recordaremos pocos, pero nuestro recuerdo te será fiel y firme. No te olvidaremos, no te olvidaré nunca. Que hayas encontrado bajo la tierra el descanso y el sueño, el gusto que no encontraste sobre la tierra. Descansa en paz, en la paz que no supimos darte, Marga bien querida.»

Para no dejar que las viejas Parcas ganen la batalla recordaremos su nombre con gran pesar, bien podrían haber tejido con hilos de oro y seda su destino pero lo hicieron con cáñamo y lana, en lugar de felicidad trazaron para Marga una trágica existencia, ella nunca debió vivir, pero las pocas obras que dejó tras su nombre, apenas 16 esculturas y unas ochenta ilustraciones, son la prueba fehaciente de que la madrileña Marga Gil Roësset sí existió, una niña prodigio que de manera autodidacta sorprendió por su excepcional talento natural.

Incluso fallecida el destino no cesó en su empeño de querer borrar su estela. Durante la guerra una bomba cayó en el antiguo cementerio de Las Rozas destruyendo, por casualidad, únicamente su lápida, así que sus restos descansan en algún lugar de aquel espacio por toda la eternidad.

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