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el desamor en el siglo xxi

¿Por qué cuesta tanto enamorarse?

En la edad de las aplicaciones de citas y los amores en serie enamorarse se ha vuelto algo extraordinario [] Del ‘ghosting’ a la incertidumbre y de las ‘apps’ al desasosiego y la fatiga, nos adentramos en la desconcertante trastienda del desamor

¿Por qué cuesta tanto enamorarse?

Volver a la soltería a los cuarenta y tantos, después de largas relaciones de pareja, ha sido para Eva y Pablo como regresar a una cama que recordaban cálida y prometedora pero que ahora, de pronto, anda revuelta, fría e incierta. Por ejemplo, no entienden por qué la gente aparece y desaparece sin dar explicaciones; por qué las citas se han convertido en un no-lugar a medio camino entre elegir un producto en un súper virtual y una fatigosa entrevista de trabajo y, sobre todo, por qué lo que empezó con una cierta ilusión de aventura es, un puñado de meses más tarde, una suma de «resquemores y descalientos que te van haciendo mella» y van engrosando esas bolsas de miseria sentimental que parecen caracterizar las relaciones sexoafectivas del siglo XXI.

Sin duda, la llamada industria de la felicidad y del emprendimiento emocional —junto con hermanastras como la moda y la belleza— podría ir, presta y veloz, al encuentro de Eva y Pablo para brindarles un sinfín de consejos, productos y terapias prescritas para mitigar esa ansiedad que parece anidar en las relaciones contemporáneas. ¿Te quieres enamorar? Tú puedes. Esfuérzate. Protégete. Tú eres lo más importante. ¿Quieres hacer el favor de cuidarte y arreglarte un poco más? Como si el amor se encontrara en una tabla de excel o al final del arcoíris del alto rendimiento. Como si, al fin y al cabo, las dificultades afectivas no estuvieran a menudo más allá de nuestras elecciones individuales y como si sociólogos y filósofos no llevaran tiempo dándole vueltas, no sin cierta obsesión, a por qué «estar enamorado —en palabras de la ilustradora y divulgadora Liv Strömquist, autora de No siento nada— se ha convertido en algo cada vez más extraordinario».

Los mercados del deseo

En su último libro, El fin del amor, Eva Illouz, socióloga y gran jefa de la investigación afectiva, mantiene que hoy día «la característica más común y corriente de las relaciones sexuales y románticas es el acto de abandonarlas. De alguna manera —añade—, el capitalismo tardío nos entrena para desechar vínculos y pasar rápidamente a la siguiente transacción». Lo que viene a decir la investigadora en términos menos sesudos es que el narcisismo extremo (esa catedral del yo aterrorizada ante la vulnerabilidad que supone cualquier vínculo afectivo) y el consumismo han colonizado las relaciones y la libertad sexual hasta convertirlas a menudo en una especie de consumo de cuerpos y experiencias en el que la otra persona, intercambiable con otros miles más (al menos en nuestras cabezas), prácticamente ni existe.

«Queremos el bote salvavidas y el oleaje, ‘tenerlo todo’ y que los demás se arreglen como puedan, y no es algo exclusivo de los varones heterosexuales confundir amor libre con amor gratis —añade la escritora Tamara Tenenbaum (Buenos Aires, 1989), autora de un libro con, significativamente, el mismo título que el anterior, El fin del amor, pero con diferente apellido: Amar y follar en el siglo XXI—. Hay pocas cosas más funcionales al sistema que el deseo de usar a los demás y descartarlos como si fueran cosas para luego conseguir otras nuevas. Es como replicar la obsolescencia programada de los móviles con las personas y los afectos».

La lógica del mercado aplicado al ámbito de los afectos, añade, consiste en «tratar el encuentro con el otro como si fuera una transacción en la que tomas solo lo que te sirve y te despreocupas del daño que puedas hacer en el camino porque ‘no es mi responsabilidad, si no somos novios ni nada’». Eva, la mujer con la que encabezábamos el artículo, lo dice de otra manera. «Hay mucha gente que ni dice ni sabe lo que quiere. Además, como hay acceso a tanto, todo da un poco igual y se acaba actuando sin una mínima honestidad o cuidado porque se piensa que al día siguiente encontrarás a otra persona». Si una idea o fantasía, no exenta de ansiedad, caracteriza estos tiempos es pensar que ahí fuera siempre puedes conseguir algo mejor.

¿Tengo una relación?

«El lenguaje no ha avanzado al ritmo de los tiempos, no hay palabras exactas para llamar a esas relaciones que tenemos cuando no estamos en una relación», afirma Emily Witt en Future sex. Sobra decir que el advenimiento de las aplicaciones de citas, con Tinder con la corneta de la edad del flirteo exprés, ha brindado grandes dosis de variedad y confusión a todas esas situaciones que conforman la estampa del amor (o desamor) rápido.

Algunas de ellas las tienen apuntadas en estas páginas. Ahí van un puñado. A menudo no sabes si tienes (o no) una relación con alguien con el que te estás viendo durante meses y nunca sabes bien qué terreno andas pisando. Te repites una y otra vez que no volverás a abrir el Tinder «porque requiere mucho tiempo y disponibilidad, y un día estás aburrida y te conectas de nuevo, con abulia», explica Núria, de 35 años. Y vuelta a empezar. El match. La charla por Whatsapp. Tu presentación. La cita. La frustración. O, en el mejor de los casos, una pequeña llama de sintonía que tiene muchos números de acabar en el ya célebre ghosting, las desapariciones súbitas, a menudo seguidas de reapariciones no menos desconcertantes. «Tú crees que todo está yendo bien y de la noche a la mañana, plof, se esfuman y te bloquean sin explicaciones. Te quedas, humillado, preguntándote qué ha podido pasar», explica Pablo. «Te deja tocada -añade Ana, de 38 años-. Si cuando estábamos juntos, tú creías que todo iba bien, ¿qué estaba pasando en realidad? ¿El otro estaba fingiendo? Querrías tener una última conversación».

Todo lo que ha cambiado Tinder

No abriremos aquí un juicio sumarial contra Tinder y las aplicaciones de citas, porque, al fin y al cabo, ya han pasado mucho tiempo en el banquillo de los acusados y, aislados como estamos, en su defensa podría decirse que se han convertido en un instrumento para conocer a gente.Sin embargo, es indudable que con ellas —que toman datos de las redes sociales y sus algoritmos van rankeando el atractivo y el estatus de los usuarios para mostrar a cada uno perfiles de belleza y clase homologables—, la metáfora del mercado del deseo se ha hecho literal. De entrada, decides comprar o no apenas echando un vistazo de uno o dos segundos a cada candidato. No hay espacio para la sintonía o ese je ne sais quoi que puede aflorar en el contacto físico, por lo que las decisiones son puramente evaluaciones de cálculo rápido. Me gusta la frase. La camisa es aceptable. ¿Y la cara? La foto, en efecto, se erige en el gran clickbait de todo este negociado, por lo que —y ahí llevan razón sus detractores— quizá nunca antes el atractivo estrictamente visual había sido tan importante.

Así, la sensación de estar ante un «catálogo» o ante la «estantería de un supermercado global» en el que se «cogen y se dejan cosas con absoluta frialdad», dice Eva, desemboca luego en citas en las que los implicados a menudo se ven alternando, dependiendo del momento, los papeles de una entrevista de trabajo. «A veces me sorprendo buscando defectos en el otro para descartarlo —admite Ana—, o sintiéndome como si tuviera que pasar un examen». Difícilmente, dirán, una cosa tan intangible como el flechazo surgió de una hoja de cálculo.

¿Quieren una anécdota? En su libro, Illouz afirma que incluso el diseño de las aplicaciones está pensado para hacer sentir poder al usuario. Haciendo correr el dedo hacia la izquierda, vas descartando candidatos con una rapidez y aplomo insólitos en otros ámbitos de la vida cotidiana. Y luego, claro, está el arrojo que confiere la virtualidad. «Lo más normal del mundo que puedes encontrarte es que, al abrir la aplicación, alguien sin foto de perfil te envíe una imagen de su pene —las célebres fotopollas, en argot del género—antes de decirte hola qué tal», explica Víctor, analista de 24 años.

La desventaja femenina

A estas alturas de la pieza, no estaría de más recordar que a/ muchos de estos infortunios cotidianos son inevitables y que la libertad siempre implica ponerse en peligro y vivir decepciones, y b/ que, aunque a los varones también les rompen el corazón, «la mayoría de historias que quedan en nada, esas donde el leitmotiv central es la apatía y el desinterés, las que más suelen sufrir son las chicas», apunta Tenenbaum.

Así pues, según las investigadoras, las mujeres parecen partir con desventajas evidentes en este gran bazar del deseo. Por un lado, los mandatos físicos siempre han sido más exigentes sobre ellas —ahí está, si no, todo ese vasto historial de la industria de la moda y la belleza fomentando las inseguridades femeninas—. Y, por el otro, tradicionalmente, siempre han estado más socializadas en los vínculos y el apego. Además, sobre las mujeres también pesan el mandato social de la maternidad, en el que la edad aprieta, y ese viejo estigma de verse soltera —el cliché de la loca de los gatos— para la posteridad.

Sin embargo, en esta gran trastienda de los sinsabores, hay un factor más. Ahí va: en la masculinidad contemporánea, señala Liv Strömquist, «se transfiere al sexo y a la sexualidad el control que antes se ejercía en el hogar, por lo que las relaciones se transforman en el ámbito donde pueden expresar y exhibir su autonomía y mandato». De ahí, añade, todo ese ritual tan cotidiano del desapego emocional y sexual que bascula entre «no contestar los mensajes y dejarlos en visto, no presentar las relaciones a los amigos, engañar o mostrarse siempre ambiguo», explica la escritora Coral Herrera, autora de El contrato amoroso. Un ritual aún naturalizado, añade, por todas esas ideas vinculadas al amor romántico sobre que «quien bien te quiere te hará llorar» o el «amor es un río de aguas turbulentas».

¿Y ahora qué?

Pues en este tránsito del amor romántico al amor de consumo, sobre todo los más jóvenes andan ensayando nuevas formas que rompen las costuras de las viejas relaciones heterosexuales. Por ejemplo, Víctor tiene con su novio una pareja abierta «en la que todo está muy hablado». Y María, estudiante de máster, intenta tejer redes afectivas más allá de la pareja convencional y la monogamia. Ella, como Víctor, tiene claro que la precariedad y la inestabilidad del tardocapitalismo actúan como un gran disolvente de afectos profundos, ya sean de pareja o de amistad. Y, sobre todo, consideran que la falta de cuidado y honestidad no tiene por qué ir ligada ni con la temporalidad de la relación ni con el número de personas implicadas. Desde luego, llevan razón en que la pareja para toda la vida —que siempre ha estado en lo alto de la pirámide de los afectos— tampoco ha sido ninguna garantía de igualdad y apoyo mutuo.

Así pues, frente a este pantano de incertidumbres, Tamara Tenenbaum también apuesta por huir de viejas nostalgias. «Prefiero tratar de entender que estamos aprendiendo, que aún no sabemos del todo cuáles son las alternativas a los modelos que heredamos y que quizá no lo sepamos nunca», afirma, aunque sí arroja algunas ideas para escapar de ese círculo vicioso que lleva del suplicio de la soltería al de una pareja infeliz. La primera es atender de una vez los deseos propios sin precarizar al otro. Y la segunda, tejer relaciones en sentido amplio. «Se habla mucho de cómo el covid ha afectado a la soltería», cuando su gran impacto, añade, ha sido en los lazos comunitarios, que deberían mitigar lo que ella llama «la inflación de la pareja». «Si nuestras vidas están organizadas en torno a ella y fuera de ahí no tenemos vínculos genuinos, por supuesto tener citas va a ser algo muy estresante porque vamos a estar permanentemente haciendo castings. Pero si tejemos relaciones más generosas en términos comunitarios, amistosos y familiares, la cuestión amorosa seguirá teniendo sus momentos difíciles o angustiosos, pero seguramente no resultará tan trágica como a veces parece ser».

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