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La larga batalla del placer femenino

La sexualidad femenina ha sido un campo de batalla que ha oscilado entre el control (más) y la emancipación (menos) [] Así, el mundo empezó con diosas del sexo a las que el monoteísmo hebreo finiquitó, y siguió con cinturones de castidad para llegar a la época victoriana con médicos que ‘masajeaban’ contra la histeria

Los masajes uterinos pretendían ‘curar la histeria’ en la época victoriana. | LA PROVINCIA/DLP

La sexualidad femenina ha dejado de ser tabú. Las mujeres buscan placer, disfrutan de él y tienen orgasmos. Y ello no las convierte ni en viciosas, ni en locas, ni en diabólicas. Lindezas con las que se las ha cualificado a lo largo de la historia. Ni convierte a su órgano genital en «un templo construido sobre una cloaca» ni «la puerta de entrada del diablo», como aseguraba Tertuliano, uno de los Padres de la Iglesia. ¡Amén! ¿Perogrullada? Ni mucho menos. Por muy evidente que pueda parecer lo dicho hasta ahora, lo cierto es que esta libertad (o realidad) sexual actual tiene pocos años de vida. Durante milenios el orgasmo femenino ha sido un campo de batalla que ha basculado entre el control y la emancipación, ganando por goleada la represión. Coartar la sexualidad de la mujer ha sido la mejor forma someterla y dominarla.

Mutilación genital

Malos tiempos para el placer femenino ha habido muchos. Entre los más salvajes, los años de la puritana e hipócrita (la doble moral campaba a sus anchas) época victoriana. En el siglo XIX, la industrialización y una mejor educación dieron como resultado mujeres cada vez más emancipadas. Así que había que atarlas corto y qué mejor que hacerlo a través de su vagina. De manera que la cultura victoriana se obsesionó con el placer de la mujer y la masturbación. Cosas, ambas, que para las supuestas mentes biempensantes del momento eran fuente de todos los males que afectaban a los súbditos de su graciosa majestad. «La obsesión victoriana por erradicar la masturbación femenina muchas veces tenía que ver con el miedo a que las mujeres recibieran educación», afirma la politóloga y crítica cultural Naomi Wolf en Vagina. Una nueva biografía de la sexualidad femenina. Añade más: «Debe entenderse como una reacción contra los peligros que entrañaba la emancipación de la mujer del hogar patriarcal».

De hecho, el orgasmo no estaba bien visto ni siquiera en los coitos conyugales —«una mujer decente rara vez desea gratificación sexual para sí misma», afirmaba el ginecólogo William Acton en 1857— y la autoexploración placentera, que llevaba, como poco, a la perdición, se podía arrancar de cuajo con una cliterodectomía. La mutilación genital femenina, además, solucionaba la histeria que, curiosamente, se podía arreglar, también, con masajes uterinos. Un eufemismo, este último, para lo que en realidad eran masturbaciones legales realizadas por médicos a damas de bien para liberar los trastornos nerviosos. Así las cosas, la posibilidad de tener un orgasmo sin perder la posición social generó tanta demanda que algunos galenos, agotados a la par que enriquecidos, inventaron máquinas masturbadoras eléctricas para sus pacientes. Tan increíble como cierto.

Una brutalidad, la del siglo XIX, que poco tenía que envidiar a la de la edad media, momento en el que la obligada continencia femenina se obtenía, si se terciaba, con un cinturón de castidad. Un objeto de tortura que lo mismo impedía mantener relaciones sexuales que la higiene de las damas y sometía a toda la población sin pene a sufrir dolorosas úlceras. Cabe decir que, pese a todas estas atrocidades, al principio de los tiempos el verbo era diosa. Sí, todas las religiones primitivas (de los sumerios a los egipcios) tenían una deidad del sexo femenina con vagina mágica y sagrada. Y un consorte masculino para copular con placer. Pero en estas llegó el dios patriarcal hebreo y lo torció todo.

Vientos de cambio

Pablo de Tarso fue beligerante con la sexualidad en general y la de la mujer en concreto. Para el santo, la primera era mala y vergonzante; y la segunda, particularmente mala y vergonzante. Sus enseñanzas se convirtieron en sinónimo de cristianismo y el cristianismo en sinónimo de cultura occidental. Los Padres de la Iglesia tampoco se quedaron cortos con el tema. ¿Recuerdan la «cloaca» de Tertuliano del principio del texto? Pues suma y sigue. La caza de brujas también se cebó en las mujeres y su placer. Así que puede decirse que la prédica del monoteísmo con un Dios masculino no fue una bendición para el orgasmo femenino.

Los vientos empezaron a soplar a favor de las féminas y el derecho a gozar de su propio cuerpo con la entrada del siglo XX. Ayudaron a ello los nuevos movimientos culturales; las mujeres haciendo manifestaciones políticas, sociales y artísticas acerca de su sexualidad —de Gertrude Stein a Josephine Baker pasando por Georgia O’Keeffe y Edna St. Vincent Millay—; la aparición de los primeros métodos anticonceptivos fiables, y las damas afrodescendientes del blues celebrando la sexualidad femenina sin vergüenzas ni culpas. El resto —hasta llegar al momento actual en el que las mujeres se han convertido en las principales consumidoras del negocio de bienestar sexual— pasa por los años 70, el célebre informe de Shere Hite y la llamada, e inconclusa, revolución sexual.

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