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historia

Champollion y los jeroglíficos

El académico francés descubrió hace 200 años el significado de las antiguas escrituras egipcias, concluyendo que los símbolos y dibujos eran a la vez pictográficos y fonéticos, y no organizados en un sistema puramente ideográfico

(L) | LA PROVINCIA/DLP

«Me atrevo a confiar que tanto la escritura hierática o sacerdotal como la demótica o popular son, una y otra, no alfabéticas, como se suponía, sino ideográficas, al igual que los jeroglíficos, representando las ideas y no los sonidos de una lengua, (...), habiendo logrado reunir datos casi completos sobre la teoría general de estos dos tipos de escritura, su origen, naturaleza, forma y número de sus signos». (Carta a M. Dacier, por J. F. Champollion, en 1822)

Hace exactamente doscientos años, el 29 de septiembre de 1822, Jean François Champollion envió a Joseph Dacier, secretario de la Academia Francesa de las Inscripciones y Lenguas Antiguas, la carta con la que se encabeza este artículo, en la que le daba a conocer sus avances en el desciframiento de las escrituras egipcias, asunto que llevaba dando vueltas al menos mil quinientos años.

Los egipcios atribuían al dios Thot la creación de los jeroglíficos. Este dios era representado con cuerpo de hombre y cabeza de ibis. Un dios que inventó la escritura, además del calendario; dios de las matemáticas, de las artes y de la magia entre otras cosas. Es un dios sabio al que todos debemos respeto. Los símbolos con los que se escriben los jeroglíficos son figurativos, esto es, representan algo (por ejemplo, un ganso que designa a la palabra «hijo»), pero también con un valor fonético (en el caso del ganso se lee «sa»), aunque algunos símbolos eran solo determinativos, esto es acompañaban a la palabra para fijar el género o concepto al que pertenece.

El primer jeroglífico del que tenemos noticia es de hace aproximadamente unos cinco mil doscientos años, hallado en el desierto de El-Kab, y el último del año 394 encontrado en el templo de Filae. Los guías suelen enseñarlo a los turistas cuando visitan este templo de Asuán, último que se usó para el culto de Isis. Durante ese tiempo la escritura, y el habla que la sustentaba, evolucionaron muchísimo. Muy someramente se divide el tipo de escritura en jeroglífico, que se empleó hasta la cristianización de Egipto en monumentos y edictos; hierático, una escritura cursiva fruto de pasar del cincel para grabar en la piedra al pincel para escribir sobre el papiro, que se usó a partir del 2700 antes de nuestra era (a.n.e.) en la escritura propia de los escribas, que servían como funcionarios públicos pero también como escribanos para negocios y asuntos privados; el demótico, más popular y apropiado para la literatura, las cartas personales y demás que se puso en boga a partir del 700 a.n.e. En demótico se conoce una inscripción fechada en el 452, aunque desde el 146 a.n.e., no tenía valor administrativo al haber sido sustituido por el griego y por el copto. Este último se escribía con el alfabeto griego y ocho caracteres tomados del demótico.

Dificultades de comprensión

Cuando los griegos, véase Heródoto o Estrabón, escribieron sobre los grabados sagrados de los faraones que adornaban estelas, obeliscos y monumentos, además de emplearse sobre papiro para cuestiones de administración, literatura o matemáticas, llamaron la atención sobre su sentido y significado sin llegar a entenderlos. Y así siguió la cosa en la Roma clásica en la que al menos Plinio El Viejo y Claudio Eliano trataron de dar una explicación de su interpretación. Después de ellos hay que citar a Horapolo, autor griego-egipcio del siglo IV que dejó, presuntamente, dos libros, los Hieroglyphica, con 189 explicaciones de los jeroglíficos egipcios (por fechas debió de ser de los últimos que conociera la escritura jeroglífica). El texto fue redescubierto en 1419 y se consideró básico para entender esta escritura, aunque muchos dudaban de su autoría, y otros de sus afirmaciones. El ejemplo que puse antes del ganso es de Horapolo quien entendió que se había elegido al ganso para representar la idea de «un hijo» porque estos animales son los más cariñosos que existen con sus crías. En una ocasión un compañero de viaje tras oír esas explicaciones me dijo: «Los egipcios fueron listos, porque al menos mis dos hijos, entonces de catorce o quince años, son dos verdaderos gansos». A lo mejor estuvo más acertado que Horapolo.

Ya en el siglo XVII, el cardenal Athanasius Kircher aportó la idea de que la lengua de base en la que se escribieron los jeroglíficos era el copto lo que supuso un gran avance. Él mismo intentó traducir algunos de los que figuraban en obeliscos y monumentos en Roma, pero no dio pie con bola ya que nunca llegó a entender el fondo del asunto. Por poner un ejemplo de la inventiva de este jesuita, lo que en realidad, según sabemos ahora, es simplemente una dedicatoria del faraón Apries (s. VI a.C.), él lo tradujo de la siguiente forma: «Hemphta, el espíritu supremo, infunde su virtud y dones del alma del mundo sideral, que es el espíritu solar sujeto a él, de donde procede el movimiento vital en el mundo material y elemental, y surge la abundancia de todas las cosas y la variedad de las especies». Nada que ver con lo que pone, pero muy imaginativo y literario.

La conquista de Egipto por Napoleón a finales del siglo XVIII puso de moda todo lo que tenía que ver con ese país, y en el tema que nos ocupa el descubrimiento en Rosetta, cerca de una de las bocas del Nilo, de una piedra de basalto negro que presentaba tres series de inscripciones, una de catorce líneas de jeroglíficos, la segunda, de veintidós, en demótico y la tercera de cincuenta y cuatro, en griego, abrió las puertas a comparar los tres idiomas o escrituras y avanzar en su desciframiento. Esta piedra, del tamaño de una mesa para cuatro personas, pasó a manos de los ingleses tras la capitulación de Alejandría, aunque los sabios franceses se habían ocupado de hacer vaciados y copias que llegaron a Francia. Hoy día, la piedra Rosetta se expone en una vitrina a la entrada del Museo Británico siendo una de sus piezas maestras.

Basándose en esos textos de la piedra Rosetta, el diplomático sueco Johan David Akerblad (1763–1819), Antoine Isaac Silvestre de Sacy (1758–1838) profesor de Champollion, el científico inglés Thomas Young (1773–1829) y otros muchos consiguieron algunos éxitos parciales sobre todo con el demótico. De todos ellos el que llegó más lejos fue el inglés que escribió un artículo sobre el tema en la Enciclopedia Británica, además de varias publicaciones más llegando a traducir un centenar de símbolos.

Niño prodigio

Y llegamos al héroe de nuestra historia: Jean François Champollion, nacido en Grenoble (Francia) en 1790. Fue un niño prodigio que hablaba el griego a los diez años y con 19 era profesor de universidad dominando varias lenguas orientales, entre ellas el copto que le sería de mucha ayuda para traducir los jeroglíficos. Conocía, por estar en un ambiente académico, la obra de todos los anteriormente citados. Tuvo acceso a una copia de la piedra Rosetta y a varios papiros, y supo darse cuenta de que los símbolos, dibujos, de los jeroglíficos eran a la vez pictográficos y fonéticos, es decir, que registraban el sonido de la lengua egipcia. De modo que sonido e imagen van al unísono ya que no están organizados en un sistema puramente ideográfico, sino que representan una combinación de principios fonológicos y semánticos como quedó dicho.

La carta al señor Dacier se publicó ese mismo año 1822 y le valió a Champollion para ingresar en la Academia. En 1824, después de tener acceso a otras piezas egipcias y manuscritos publicó su segundo trabajo: Précis su système hiéroglyphique des Anciens Egyptiens, que lo convirtió en la persona de referencia en el desciframiento de la escritura sagrada de los egipcios, aunque le supuso gran cantidad de ataques académicos. Vivía en un mundo como dije, de colegas y competidores que le acusaban de plagio o de error.

En 1828 comienza un viaje por Egipto que durará 18 meses y que le permite conocer de primera mano miles de jeroglíficos no entendidos hasta aquel momento, además de iniciarse como arqueólogo de campo y de suponer una aventura en toda regla. Con lo que allí aprende, escribe lo que sería su obra máxima: Grammaire égyptienne, que fue la referencia básica para los estudiosos durante muchos años. Hombre de mala salud, murió a los 41 años (4 de marzo de 1831), publicándose su Gramática Egipcia como obra póstuma en 1836. Y cinco años más tarde se edita Dictionnaire égyptien en écriture hiéroglyphique (Diccionario egipcio de escritura jeroglífica).

Cien años más tarde (1922) Howard Carter descubriría la tumba de Tuthankamon gracias a que se habían encontrado algunos sellos y cerámicas con inscripciones del nombre de ese faraón. Carter los supo leer gracias al trabajo previo de Champollion, y es que el avance que supuso para la egiptología el desciframiento de los jeroglíficos fue un paso de gigante.

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