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el cambio verde

sabotajes para salvar el planeta

El movimiento climático busca estrategias para que los gobiernos cumplan sus promesas contra el calentamiento

sabotajes para salvar el planeta

La madrugada del pasado 17 de febrero, la zona de obras del gasoducto Coastal GasLink —una tubería de 670 kilómetros que está siendo construida para transportar gas desde la provincia canadiense de Columbia Británica al Pacífico— estaba dominada por oscuridad, montículos de nieve y temperaturas bajo cero.

Trevor, uno de los empleados de seguridad, estaba de servicio aquella madrugada y vigilaba la única carretera por la que se accede a la obra. Todo parecía tranquilo hasta que un grupo de personas —encapuchadas y vestidas con monos blancos— se acercó a su todoterreno. Iban armadas con hachas y pistolas de bengalas. Le pidieron que abriera la barrera de seguridad, pero él se negó y avisó por radio a sus compañeros en el campamento base. Fue entonces cuando supo que ya había allí otro grupo de invasores vestidos con los mismos atuendos.

El ataque, en el que participaron entre 20 y 40 personas, duró algunos minutos y estaba planeado meticulosamente, como se vio en las imágenes captadas por las cámaras de seguridad. Los agresores destruyeron todo cuanto se les puso por delante, pero no hirieron a nadie. Bulldozers, equipamiento de construcción y por lo menos una casa-contenedor fueron vandalizados, según la empresa, que cuantificó las pérdidas en varios millones de dólares. Previamente, los atacantes habían cortado abetos y levantado barricadas en la carretera para dificultar el acceso a la zona, una estrategia que hizo que la policía solo pudiera llegar cuando los invasores ya habían huido por el bosque.

El caso del Coastal GasLink copó portadas y sigue generando gran interés en Canadá, pues no se ha producido ni un solo arresto. Las autoridades, que calificaron de «acto criminal y violento» lo ocurrido, pusieron a 40 policías a investigar el caso, pero todavía no se sabe a ciencia cierta el móvil del ataque, aunque se intuye que fue un acto de sabotaje contra un gasoducto que ha generado gran contestación social (Coastal GasLink FUERA fue una de las pintadas que hicieron). La Columbia Británica, fronteriza con Alaska, es una zona rica en hidrocarburos poblada por grupos indígenas (los llamados First Nations). Estas comunidades, víctimas de décadas de racismo institucional, se han opuesto históricamente a infraestructuras como el Coastal GasLink porque contaminan sus tierras. Tras el ataque en febrero ha habido manifestaciones pacíficas contra el gasoducto.

El sueco Andreas Malm, profesor de ecología humana de la Universidad de Lund, no participó en el ataque, pero su obra bien podría haberlo inspirado. Malm, de 45 años, ha ganado notoriedad recientemente por defender la destrucción de propiedad privada como «táctica» para luchar contra el cambio climático. Su visión del movimiento ecologista —marcadamente posmarxista y, por lo tanto, de lucha de clases— es que no habrá un cambio de paradigma si no se causan pérdidas materiales a las empresas de hidrocarburos, consideras por Malm como el principal enemigo en la carrera contra la crisis climática. Del ataque al Coastal GasLink y las pérdidas financieras que causó ha dicho que provocaron «escalofríos» entre los inversores del sector de combustibles fósiles en Canadá, uno de los mayores emisores de gases con efecto invernadero del mundo.

«Escalofríos» necesarios

«Esos escalofríos son precisamente lo que necesitamos para que sirvan como elementos disuasorios para las empresas que destruyen el planeta», dijo en una reciente entrevista en la que rechazó cualquier forma de violencia contra personas.

El título de uno de sus libros, Cómo dinamitar un oleoducto. Nuevas luchas para un mundo en llamas (Errata Naturae, 2022), no deja lugar a dudas de que se sitúa en el ala más radical de la izquierda ecologista. Él se defiende de las críticas argumentando que sabotear es una respuesta a la inacción y al sentimiento de impotencia que le genera el desastre que se avecina si el calentamiento global no queda limitado a 1.5 grados centígrados respecto a niveles preindustriales. En su libro, Malm recuerda que ya disponemos de las herramientas para actuar (conocimiento científico, tecnología verde y acuerdos internacionales), pero el mundo sigue sumando récords anuales de emisiones e invirtiendo cifras multimillonarias en nuevas infraestructuras que, como el GasLink, permiten extraer o distribuir nuevas fuentes de hidrocarburos.

Malm también recurre a ejemplos históricos para argüir que otros movimientos sociales —como el antiapartheid o el Black Lives Matter— echaron mano esporádicamente de actos de desobediencia civil y vandalismo para ganar notoriedad y defender causas justas. The New York Times, The New Yorker y Le Monde, entre otros, han dedicado reseñas a su obra, y Cómo dinamitar un oleoducto acaba de cobrar vida en forma de un documental homónimo. Irónicamente, se estrenó en el Festival Internacional de Cine de Toronto hace dos semanas.

La estrategia de atacar propiedad privada para defender el planeta se remonta a los movimientos de 1970 y 1980, como por ejemplo el estadounidense Earth First!, explica Joan Martínez Alier, investigador del Instituto de Ciencia y Tecnología Ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona (ICTA-UAB). Él es el impulsor del EJAtlas, la base de datos más exhaustiva sobre conflictos socioambientales en el mundo, con más de 3.700 registros. Martínez Alier es también uno de los mayores expertos del movimiento socioambiental. Rechaza la violencia y recuerda que esta «justifica la violencia del Estado, que acostumbra a ser mucho más fuerte». Lo saben bien en el mundo en desarrollo, sobre todo en América Latina, donde cada año son asesinados decenas de ecologistas, líderes indígenas y defensores de la tierra por oponerse, por lo general pacíficamente, a proyectos mineros o de hidrocarburos.

Las protestas pacíficas siguen siendo un principio fundamental del movimiento climático, pero eso no significa que este se limite apenas a manifestarse. Cada vez es mayor el abanico de estrategias empleadas por activistas de todo tipo, desde estudiantes a abogados, para llevar sus reivindicaciones a lo más alto del poder. Dos tácticas que han tenido éxito son los litigios climáticos, impulsados por la sociedad civil contra gobiernos que incumplen sus compromisos de corte de emisiones, y las organizaciones que hacen lobby para que bancos y fondos de pensiones desinviertan o se abstengan de invertir en empresas de combustibles fósiles.

Este otoño será clave para medir las fuerzas del movimiento y evaluar su influencia política tras lo peor de la pandemia, que entre muchos otros efectos nefastos provocó que —pese a récords de calor, sequías e incendios— la crisis climática quedara relegada a un permanente segundo plano.

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