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Mussolini ‘anno c’

Música en el fascismo italiano

La apertura a influencias sin demasiadas etiquetas políticas se vio oscurecida a partir del año 1938 con la promulgación de las ‘Leyes Raciales’ que, tomando como referencia el modelo nazi, dieron lugar a la persecución sistemática de artistas

En la imagen Benito Mussolini, que tocaba razonablemente bien el violín. | BETTMANN

Todos los regímenes políticos, pero más los autoritarios, pretenden manejar la cultura con el fin de apoyar su ideología, las decisiones de gobierno o la sostenibilidad del propio régimen. Con la cultura de su lado pueden reescribir la historia a su antojo, reforzar el presente o programar el futuro; y así hasta que la propia cultura se rebela y termina convirtiéndose en el mejor antídoto ante cualquier manipulación.

Cuando nos referimos a la música durante la Italia fascista hemos de remontarnos al año 1861 cuando nace Italia como país. La unificación italiana, conocida como Risorgimento, fue el resultado de guerras y diversos avatares hasta llegar a la reunificación. Durante este tiempo hubo un músico que fue símbolo nacional: VERDI; su nombre se convirtió en acrónimo nacionalista (Vittorio Emmanuele Re D’Italia). Cuando se decía ¡Viva VERDI! burlando la censura austríaca se aclamaba al rey Víctor Manuel II de Saboya.

Y es que tanto los estados como los movimientos nacionalistas siempre reclaman a sus genios como símbolo y referencia nacional; y gracias al desarrollo de la comunicación de masas se hace posible la popularización de los mismos. A la muerte de Verdi, iniciado el siglo XX, cerraron sus puertas teatros y comercios en señal de luto, y el día del sepelio Milán se vio colapsado por más de trescientas mil personas que, espontáneamente, cantaban el coro Va Pensiero de la ópera Nabucco, como una especie de himno nacional. El culto a Verdi fue clave en la identidad nacional que fomentó el nuevo estado italiano; y a partir del Risorgimento, se popularizaron las óperas de Verdi, particularmente aquellas con más contenido patriótico: Nabucco, I Lombardi y Ernani. Esta fue una buena estrategia para fomentar una conciencia nacional a través del mito.

Este ambiente cultural sirvió de marco educativo a Mussolini, nacido en 1883, y que él mismo habría de inculcar desde su primera dedicación como maestro, antes de que la movilización para la guerra, en primer lugar, y la posterior aventura política que culminaría con la toma del poder en 1922, marcaran el rumbo definitivo a su vida.

Que Benito Mussolini fue amante de la música, sobre todo de la música clásica, está fuera de dudas. Tocaba el violín razonablemente bien, y se emocionaba visiblemente escuchando a Beethoven; incluso llegaron a publicar fotografías suyas como artista apasionado y emocionado con su violín, lejos de la frivolidad del music-hall.

Por el carácter nacionalista, aparte de su indiscutible calidad musical, el compositor italiano más relevante de esa época fue Ottorino Respighi (Puccini ya había fallecido), destacando sus poemas sinfónicos Las fuentes de Roma, Los Pinos de Roma, o los Festivales Romanos. Respighi, cuando fue consciente de que era utilizado con fines políticos en pro de Mussolini, puso distancia personal para centrarse únicamente en la música, que era lo suyo.

Pese a ello, no se puede afirmar que la manipulación del arte, en general, y de la música, en particular, por Mussolini, tuviera un carácter tan sectario como en Rusia o en la Alemania nazi. Dentro de su mandato fueron bien recibidos música y músicos soviéticos como Igor Stravinsky, uno de los simpatizantes del fascismo, pero también músicos antifascistas como Bela Bartok, o judíos como Alberto Franchetti, el compositor italiano de origen judío más conocido, y el violinista Yehudi Menuhin, o de raza negra como el cantante Paul Robeson.

Esta apertura a la música sin demasiadas etiquetas políticas, se vio oscurecida a partir del año 1938 con la promulgación de las Leyes Raciales que, tomando como referencia el modelo nazi, dieron lugar a la persecución sistemática de artistas, particularmente de los judíos, contra quienes iban dirigidas. Fue entonces cuando además del compositor Alberto Franchetti, Mario Castelnuovo-Tedesco, cuya música había sido interpretada por los grandes directores, emigró a los Estados Unidos con su familia luego de manifestar el gran desgarro que le producía dejar atrás su amada tierra. Otros compositores judíos que habían gozado de un gran reconocimiento a nivel local también se encontraron repentinamente condenados al ostracismo profesional y personal, removidos de sus cargos y teniendo que trabajar exhaustivamente para poder sobrevivir y mantenerse de manera digna. Incluso Renzo Massarani, que había sido ferviente fascista y ocupó importantes cargos en la administración cultural del régimen, se vino abajo con la promulgación de las leyes y se exilió en Brasil. Vittorio Rieti emigró a los Estados Unidos donde continuó componiendo y enseñando. El compositor y profesor Ferdinando Liuzzi, enseñó en universidades hasta que las Leyes Raciales forzaron su retirada.

Los compositores no eran los únicos músicos italianos judíos afectados por las Leyes Raciales. Quienes tocaban en orquestas, o cantaban en coros, o eran simples empleados de organizaciones musicales, también perdieron sus empleos. El más conocido de estos fue Vittore Veneziani, director del magnífico coro de La Scala desde 1921, que se vio despedido de un día para otro. Pero siendo cierto que la persecución de los judíos en Italia no fue tan severa como en otros territorios de influencia germana, se transformó en algo peor en el otoño de 1943 cuando los alemanes ocuparon la mitad norte del país.

Como suele ocurrir, la mayoría de los compositores y músicos italianos no judíos siguieron en sus puestos a las órdenes del régimen; algunos porque eran verdaderos simpatizantes, pero la mayoría por el propio interés. Sin embargo hubo honrosas excepciones, entre las que destaca Toscanini a quien los camisas negras hicieron la vida imposible hasta obligarlo a abandonar Italia y emigrar a Estados Unidos. Su fama era enorme; había renovado el teatro lírico y engrandecido su imagen como director de orquesta reconvertido en singular organizador de masas teatrales y musicales. Había aceptado el cargo de director plenipotenciario de la Scala de Milán, y en ello se empeñó con ilusión y profesionalidad; lo que no quita para reconocer que su calidad como director no fue suficiente para modelar su carácter despótico respeto a los músicos.

Toscanini rompió con los fascistas apenas se percatara del giro hacia la extrema derecha. Ya en 1923, activistas del fascio alteraron la representación de Falstaff porque el maestro se había negado a dirigir al inicio el himno fascista Giovinezza. Irritado por algunas decisiones arbitrarias dirigió un telegrama a Mussolini en términos muy duros; pero el fascismo vivía días de auge y, ante su oposición, fue agredido y abofeteado en presencia de la propia autoridad. A partir de ahí se propuso no dirigir más en Italia hasta que hubiera caído el fascismo; y como todo un símbolo, marchó a Palestina para dirigir la orquesta recién creada por los israelíes. Un gesto que le valió el conmovedor agradecimiento de Albert Einstein, y la despectiva etiqueta de judío honorario por parte del fascismo.

Su popularidad era extraordinaria. El gran historiador Gaetano Salvemini lo definía como el más contundente argumento en la crítica contra el fascismo. Lo cierto es que al día siguiente de la caída de Mussolini, en julio de 1943, aparecieron pintadas en las paredes de la Scala que le aclamaban y exigían su regreso. Y regresó en 1946 para socorrer a las víctimas de la guerra volviendo a dirigir en la Scala, una vez reconstruida de los destrozos producidos por los bombardeos; y Milán, agradecida, dedicó a su concierto treinta y siete inolvidables minutos de aplausos.

Curiosamente se dio cumplimiento al estribillo del himno Giovinezza: ¡Tu canto suena y se va! Porque aquel canto que comenzara en octubre de 1922, marchó para siempre; pero el que entonces sufrió la mordaza del silencio, regresó de nuevo para sonar con entera libertad.

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