Cautivos de la kabila

Piratas turcos y berberiscos asaltan Lanzarote entre 1569 y 1618 para saquear y tomar prisioneros que venden como esclavos | Dogalí ‘El turquillo’, Morato Arráez, Soliman y Tabac Arráez tiñeron de sangre la Historia de la Isla

Vista actual de la Villa de Teguise, en Lanzarote, desde el Castillo de Santa Bárbara. | LP/DLP

Vista actual de la Villa de Teguise, en Lanzarote, desde el Castillo de Santa Bárbara. | LP/DLP / miguel ayala

Miguel Ayala

Miguel Ayala

Como si de las fisuras en Timanfaya se tratase, la isla de Lanzarote tiene en su Historia otra enorme cicatriz. Entre 1586 y 1749 los ataques piratas se sucedieron allí y cientos de habitantes —en una isla donde no había más de 2.000 residentes— fueron apresados para venderlos como esclavos. Oros corrieron peor suerte, muriendo atravesados por las espadas de los asaltantes que también violaban a las mujeres y arrasaban con todo aquello con lo que pudieran hacer negocio. Los turcos Tabac Arráez y Solimán; el argelino Morato Arráez o Dogalí El turquillo escribieron con sangre una de las etapas más crueles de la isla de los volcanes.

No es casual que en la Villa de Teguise, por ejemplo, exista el Callejón de la Sangre, una pequeña vía empedrada donde se cometieron muchos de aquellos crímenes piratas y también cayerón a manos de los habitantes de la isla algunos invasores.

En 1618, hace 405 años, los corsarios argelinos Tabac y Solimán desembarcan en Lanzarote con miles de hombres destruyendo y saqueando Teguise y Arrecife. Capturan, asimismo, a unos 900 individuos, la cifra más alta de la historia de la piratería en Canarias, que acaban siendo vendidos como esclavos en las costas africanas.

Con una flota de 36 barcos de piratas argelinos, liderados por Tabac Arráez y su compañero, tomaron posesión del puerto de Arrecife y atacaron los pueblos de la Isla. Parte de la población, únicamente provista de palos y piedras, escapa aterrada y busca escondites como, por ejemplo, la Cueva de Los Verdes, pero tras un tiempo de resistencia también ellos fueron vencidos. Permanecen a salvo hasta que un escribano decide revelar su paradero a los piratas a cambio de un trato de favor.

El traidor señala la entrada secreta que usan para avituallarse por la noche y echa por tierra toda posibilidad de salvación.

Entre Alegranza, La Graciosa, Montaña Clara y los dos roques, el del Este y el del Oeste, se refugiaban ya desde hacía décadas corsarios de diversas banderas, que no nacionalidades, para hacer reparaciones, trazar planes y aguardar el paso de la Flota de Indias, siempre cargada de valiosas mercancías, así que en 1569, cuando se produce el primer ataque pirata a Lanzarote a manos del corsario berberisco Calafat de Salé, quien ocupa la Isla, las historias de piratería eran ya habituales en el Archipielago.

Más de un centenar de argelinos fallecen durante aquel asalto en el Callejón de la Sangre de Teguise, pero lo cierto es que los invasores siempre eran más crueles y sanguinarios.

Dogalí ‘El turquillo’

Siete años más tarde , en 1576, es el pirata Dogalí, apodado El turquillo, quien desembarca en Arrecife con 400 hombres y se dirige a la Villa de Teguise. Incendian y saquean hasta que la población se refugia en el castillo de Santa Bárbara, hoy convertido en museo de la piratería. El turquillo sitió la fortaleza y capturó a unos cien cristianos para posteriormente pedir rescate por ellos.

«Los piratas se hicieron más patentes después de la Conquista, por cuanto que la región pasó a ser un territorio desprotegido de lo que se formulaba como parte del Imperio español», explican en el Museo de la Piratería, actualmente en proceso de rehabilitación.

«Además, desde que Colón las tomase como puerto de escala para los navíos que hacían la ruta americana, las aguas archipielágica se vieron infestadas de piratas que, llevados por la codicia, merodeaban las islas a la espera de la flota de Indias que de seguro venía cargada con los beneficios de la explotación del Nuevo Mundo. Igualmente, su presencia no es ajena a los conflictos bélicos mantenidos a comienzos de la Edad Moderna por las potencias extranjeras. España, Portugal, Inglaterra, Francia y Holanda se disputaban las tierras vírgenes americanas y cualquier lugar para mermar al enemigo era perfecto. Surge así la patente de corso, licencias concedidas por las coronas a experimentados piratas que supuestamente luchaban bajo una bandera, cuando en realidad el saqueo era su gran motivación».

La esclavitud se mostró como un gran negocio ante la creencia de que el indio americano era poco productivo. «Esta idea hizo que Guinea y otros puntos de la costa africana fueran vistos como surtidores de mano de obra que era vendida a peso de oro por comerciantes esclavistas afincados en las principales ciudades europeas. Hombres de negocio que invertían fuertes sumas de dinero en pertrechar los navíos negreros que encontraban en Canarias un refugio seguro a medio camino entre África y América», añaden en su sitio web.

En 1749 se produce el último ataque pirata a Lanzarote, cuando dos jabeques argelinos desembarcan por el puerto de Las Coloradas con 400 hombres armados que incendian la Torre del Águila, la ermita de San Marcial y Femés. La crueldad formaba parte intrínseca de ese negocio, y por eso los corsarios armaban potentes flotas para secuestrar personas que con posterioridad eran entregadas a sus familiares previo pago de fuertes sumas de dinero. Una variable del negocio de esclavos es evidente en la práctica de la piratería berberisca. Con Argel convertida durante siglos en el principal mercado de esclavos del mundo, turcos, argelinos, marroquíes… vendían allí a multitud de personas provenientes de Canarias.

Conviene saber que los señores de Lanzarote actuaron con idéntica violencia desde que conquistaron la Isla y a lo largo de 150 años organizaron cabalgadas —expediciones— al Norte de África para capturar esclavos moriscos.

El tráfico de personas era una operación mercantil habitual y no se respetan los derechos humanos universales.

La situación no mejoró hasta que en 1572 el rey Felipe II prohíbe las avanzadillas de los cristianos en la costa de Berbería —Mediterráneo africano y la franja costera de Marruecos—.

El castillo de San Gabriel, la Torre del Águila o el castillo de Guanapey, todos también en Lanzarote, son un testimonio de piedra de aquellos siglos de sangre y kabilas.

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