Hace algo más de dos décadas, justo antes de la mortal canícula que azotó Europa occidental en 2003, un spot publicitario de una conocida marca de té frío causó sensación en Italia. En él aparecía Luisa Ranieri, musa del oscarizado director Paolo Sorrentino en el filme Fue la Mano de Dios, recostada en la cama junto a su marido, ambos bajo las aspas de un ineficaz ventilador de techo. Ranieri, excelsa a sus 27 años, trataba de dormir cuando su compañero se acercaba en un aparente intento por iniciar una relación sexual. Ranieri, lo repelía y le espetaba: «Anto’ fa caldo!» (¡Antonio, hace calor!). Se pueden imaginar el final: Antonio iba a la nevera a por té frío y la tórrida noche estival acaba en festival de pasión.
Europa y buena parte del planeta acumulan en los últimos veranos récords históricos de altas temperaturas. A la espera de los datos de 2023, el año pasado fue el más caluroso en el Viejo Continente desde que hay registros. Julio de 2023, por su parte, fue el mes más caluroso a nivel mundial desde 1880. Este clima abrasador, causado por el calentamiento global y exacerbado por El Niño, ha disparado los eventos extremos, desde los imparables incendios en Canadá, Hawái y Grecia al aumento de ataques cardíacos, quemaduras y desórdenes psicológicos asociados al estrés térmico.
Aunque en algunas latitudes viven desde hace siglos con el termómetro pegado a los 40 grados, la medicina todavía desconoce todos los cambios fisiológicos que provocará la crisis climática. En Estados Unidos, donde este verano ha sido terrorífico (en el norte, por la distópica llegada de humo desde los bosques en llamas de Canadá, y en el sur, por la perseverancia de las altas temperaturas, con ciudades sometidas a 40 días seguidos de máximas de más de los 40 grados), científicos y doctores tratan de comprender cuál es el impacto del acelerado calentamiento global para el ser humano.
En la Universidad de Connecticut, por ejemplo, han construido cámaras de calor y focos de luz que emulan la radiación solar para estudiar cómo nuestro cuerpo responde al calor extremo, hallar nuevas fórmulas para lograr resiliencia, y también para encontrar soluciones médicas que permitan salvar vidas, como el método de sumergir en una bolsa de agua fría y hielo a una persona que sufre un ataque cardíaco derivado de la canícula. Fue inventado por el doctor californiano David Kim en 2019 al tratar a una paciente de 80 años que llegó con un ataque cardíaco y una temperatura de 40 grados.
¿Más calor=menos sexo?
En este contexto de altas temperaturas, practicar sexo puede suponer un riesgo para la salud, en particular para el corazón (en 2018, el responsable de la municipalidad colombiana de Santa Marta instó a los ciudadanos a no practicar sexo durante el día por el riesgo que suponía hacerlo con el termómetro a 40 grados). Cabe recordar que el sexo es una actividad física moderada y, en general, representa más intensidad para los hombres. Según la Universidad de Harvard, se gastan cinco calorías por minuto. En total, un coito equivale al desgaste que supone un partido de ping pong.
No está claro todavía cuánto afectará el calor extremo a nuestra actividad sexual, pero no hay duda entre los expertos de que impactará en el comportamiento sexual. En el caso de las relaciones con fines reproductivos, en la Universidad de California han demostrado que, nueve meses después de una ola de calor extremo en el estado, los índices de natalidad cayeron. En el caso del sexo meramente placentero, el impacto, además de la incomodidad que supone el exceso de sudor, reposa en la libido. Está comprobado que el verano —por el aumento del calor y de las horas de luz— estimula la generación de hormonas del placer como la serotonina, fomentando el deseo de actividad sexual. Pero con temperaturas extremas, la sudoración y la sensación de fatiga pueden afectar a la libido y, en consecuencia, desalentar los encuentros sexuales.
Más allá de los cambios fisiológicos, otra de las incógnitas es el impacto psicológico de vivir rodeados de un medioambiente que el ser humano ha llevado al límite. Varios artículos publicados en Estados Unidos han comparado la sensación distópica que produce la crisis climática con la vulnerabilidad que sentían los estadounidenses en la década de 1950 por el peligro de que estallase una guerra nuclear. Aquellos años de Guerra Fría fueron, curiosamente, centrales en el llamado Baby Boom norteamericano (1946-1964), lo que llevó a muchos a cuestionar por qué se había producido semejante crecimiento poblacional en un contexto de fin del mundo. Muchos picos de natalidad se produjeron en áreas próximas al peligro inminente, por ejemplo, cerca de Cuba durante la crisis de los misiles de 1962.
Esto no parece que vaya a ocurrir con la crisis climática. La diferencia, según un artículo de The New Republic, es que el calentamiento global, en contra del terror nuclear, no supone una amenaza inminente ni igual para todos. Son sobre todo los jóvenes y las futuras generaciones las que lo sufrirán, por lo que no cabe el argumento de «placer para hoy e hijos para mañana que al final moriremos todos juntos si la bomba explota». Por eso muchas parejas cuestionan si quieren tener descendientes en un mundo que, si no lo logramos remediar, será peor que el que les estamos dejando.