A la histórica solidaridad del pueblo canario se le suma en 1973, a raíz del golpe militar en Chile encabezado por Augusto Pinochet y que provocó la muerte del presidente demócrata Salvador Allende, una corriente de sensibilidad entre la población de las Islas encabezada, sobre todo, por parte de los ciudadanos afines a la izquierda política que como primera respuesta al alzamiento del Ejército chileno aquel 11 de septiembre de hace ahora 50 años firmaron públicamente un manifiesto pidiendo el premio Nobel de la Paz para el mandatario fallecido durante el asalto al Palacio de la Moneda, sede del Gobierno en la capital del país, además de mostrar su «repulsa y condena» a la asonada golpista. Veintidós abogados de la provincia de Las Palmas rubricaban esa declaración cuando sólo habían pasado seis días del motín, un gesto tan crítico como peligroso si se tiene en cuenta que el dictador Francisco Franco continuaba dirigiendo España con mano dura.
Allende se suicida; Fusilamientos y represión en Chile; Chile: sofocada la resistencia; Chile: incomunicación social... Desde el 12 de septiembre los periódicos el día y la provincia, las cabeceras de referencia de Canarias, abrían sus ediciones con noticias sobre el golpe de Estado.
«Toda la información que llegaba era muy dispersa y nada clara, además de que era la versión de los golpistas. En casa recuerdo que lo vivimos con miedo porque en Chile tenemos mucha familia, una rama que lleva en el país desde finales del siglo XIX, y nos asustaba que pudiera estallar una guerra civil como había ocurrido en España», rememora el grancanario Rafael Molina Petit, poseedor de uno de los currículos más amplios de la política canaria donde destacan sus funciones como consejero del Gobierno de Canarias, teniente de alcalde y concejal de Urbanismo en el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria o presidente de la Zona Especial Canaria (ZEC). «Yo entonces tenía 20 años y me movía en un círculo muy de izquierdas», explica.
«Las cosas sucedían por debajo; nada era visible... Aparentemente todo parecía normal», recuerda por su parte Raúl Eberhard, artista chileno afincado desde 1992 en Tenerife, a quien el motín del Ejército le pilla en su país con 19 años de edad.
«La primera creencia entre los chilenos es que iba a durar poco porque era un proceso cuyo objetivo era restablecer el orden» que, supuestamente, había trastocado Salvador Allende «pero ese discurso duró poco y Pinochet empezó con sus maniobras».
En 2011 el Gobierno chileno cifró en 40.000 las víctimas de la dictadura y en 30.000 las personas torturadas en el país. «Todo ocurría de noche y a largo plazo. Para colmo, al ser Chile un país tan largo no se sabía bien qué sucedía en un lado o en otro, porque además tampoco era igual la situación en un lado que en otro. A eso hay que añadir el férreo control que tenía el régimen sobre la información y los medios de comunicación», añade Eberhard.
En Canarias, donde en 1973 se vive una importante efervescencia de los grupos de izquierdas con fuerte arraigo cultural y social —que sólo hace aumentar alimentada por los rumores sobre la mala salud del dictador Francisco Franco tras, por entonces, 36 años al frente del país causando miles de muertes—, es sencillo imaginar el grado de inquietud que se palpaba en el ambiente.
«Había mucha incertidumbre porque las comunicaciones no eran como las actuales y Chile ‘estaba’ muy lejos; lo que conocíamos era de boca de quienes escapaban del país», evoca Molina Petit.
Esa falta de información o, si se quiere, la campaña de desinformación es evidente en las crónicas sobre Chile publicadas en la provincia y el día, que en su mayoría están firmadas en Argentina, Uruguay, Brasil, México...
En ese panorama llama la atención que el periódico el día publicase el día 19 de septiembre una esquela pagada por «unos estudiantes canarios» que reza: «Descanse en paz el doctor Salvador Allende Cossens, Presidente de la República de Chile. Muerto el 12-9-73. En su memoria, unos estudiantes canarios. Santa Cruz de Tenerife, 18 de septiembre de 1973».
Sólo cuatro días más tarde, durante la madrugada del día 22 de septiembre, un avión de la compañía Spantax con destino a Chile, cortesía del Gobierno de España y Cruz Roja España, hace escala en el Aeropuerto de Gando, en Gran Canaria, transportando «veintiún mil ciento cuarenta y dos kilos de medicamento, plasma sanguíneo, leche en polvo, alimentos, algodón hidrófilo y compresas», indicaba la provincia en su última página.
Durante varios días, sin embargo, ninguno de los dos periódicos ofrece información sobre la asonada del Ejército que, todo hay que decirlo, contaba con el respaldo de los poderes fácticos del país, en especial vinculados al mundo empresarial.
«El 16 de septiembre [de 1973], a las 7:00, el cuerpo de Víctor Jara, junto con cinco cadáveres más, fue encontrado al lado del Cementerio Metropolitano, cerca de la línea del tren». Así comenzaba la primera denuncia judicial que presentó Joan Turner, esposa del cantautor, pidiendo que se esclareciera la muerte de quien fuera su marido.
Posiblemente esa noticia que el diario italiano La Stampa publica en 1974, terminó por abrir los ojos a la comunidad internacional.
«Fue la constatación para la comunidad internacional de lo que estaba pasando aunque ya muchos lo sabíamos», explica un productor musical que, a propósito de la sintonía canaria con el pueblo chileno, destaca: «No creó que haya otro teatro Víctor Jara en el territorio nacional y aquí tenemos el de Vecindario. Fue un impacto aquella muerte», añade.
«Ahí es cuando se ve de qué calaña era Pinochet, que fue siempre un cobarde. No tenía necesidad de cometer todos los crímenes que llevó a cabo después del Golpe porque tenía desarmada y neutralizada ya a la izquierda del país», destaca Raúl Eberhard sobre un proceso que se prolongó durante años en «un ambiente gris», que es como define la deriva social en la que quedaron sumidas las calles de las principales ciudades de Chile. «Era una dictadura pero ellos querían maquillarla como una ‘dictablanda’; no lo lograron», dice.
«Como también sucedió en España durante la dictadura en muchas familias», cuenta por su parte Rafael Molina, que actualmente tiene en Chile más de 100 descendientes, «pues en la nuestra hubo gente que fue más afín a la nueva situación derivada de la Junta Militar y otros a quienes no les fue tan bien».
Aclara Molina Petit que «tampoco se vivió igual en el campo que en las ciudades» y hace mención a la inseguridad que se vivía en el medio rural como otras de las causas que acabaron propiciando el golpe de Estado.
«Algunos primos sí pudieron venir y se instalaron en Madrid pero la mayoría se quedó allí», añade. «Viajar hasta España desde Chile tampoco era barato», comenta. Fue, según cuentan, «una migración muy poco visible». Raúl Eberharden dice que «algunos empresarios» de su país «cercanos a Allende se instalaron en el sur de Tenerife» aunque ya había una destacada colonia chilena en Canarias, como refleja un anuncio publicado en el día animando a los chilenos «a celebrar el día martes 16 de septiembre el 163 Aniversario Patrio con cena-buffette-baile en el Gran Hotel Punta del Rey, en Las Caletillas».
El artista plástico Raúl Eberharden, que actualmente tiene 68 años, reflexiona también sobre la inquina con la que se trató a los referentes culturales del país. «A los dictadores y en general a todos los políticos o nichos de poder les duele la cultura por su poder revulsivo y contestatario. Los golpistas», prosigue, «con Pinochet a la cabeza, cortaron todos los procesos culturales y de identidad que aún no se han recuperado completamente».
La comunidad internacional, como ya había hecho con la España de Franco, aísla a Chile impidiendo la movilidad de Pinochet fuera del país. Sin embargo, la muerte del dictador español en 1975 se presenta como la oportunidad perfecta para que el golpista aterrice en Madrid aquel octubre, donde coincide con Imelda Marcos y Rafael Videla.
De regreso a Chile, Pinochet hace escala en el aeropuerto de Gran Canaria y se reúne con Lorenzo Olarte. «Es el personaje más siniestro de todos los que he conocido en mi vida», describió quien era en aquel momento presidente del Cabildo de Gran Canaria. «Estaba en presencia de un hombre monstruoso, frío, seguro de sí mismo, cuya personalidad no se basaba en su valía personal sino en la fuerza que le respaldaba y que le convertía en un bulldozer capaz de pasar sin piedad por encima de quien se le pusiera por delante. Era un militar a la antigua usanza, sin atisbo alguno de cultura. Yo», continúa el también procurador en Cortes y Gobernador civil en funciones en ese momento, «lo despreciaba, y también era denostado en sectores liberales y progresistas españoles».