Los sueños rotos de José Gopar

José Gopar murió solo y en el olvido en su piso de Escaleritas. Hijo de una familia de pescadores de Arrecife estudió con becas en la Escuela Luján Pérez y en la Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid. Su vida es como una noria, un tobogán de altos y bajos, y en una última embestida de su mala suerte decidió tirar la toalla y dejarse caer

El pintor lanzaroteño, delante de unos murales que realizó en 1975

El pintor lanzaroteño, delante de unos murales que realizó en 1975 / La Provincia

concha de ganzo

Quería morir solo, y eso lo consiguió. Tal vez fue el único de los deseos que de verdad se hizo realidad. Un año y tres meses después de su muerte resulta extraño recorrer sus pasos, ver sus cuadros, los propios y los que compró o le regalaron. Las cartas que le envió César Manrique dándole ánimos, para que resistiera en un Madrid que le resultaba confuso, arisco y sobre todo ajeno. La figura de José Gopar aparece envuelta en una niebla densa, en días de sol brillante y en noches oscuras, demasiado negras. Los cientos de fotografías que permanecen en su piso de Escaleritas muestran a un hombre guapo, siempre dispuesto a posar para la cámara, rodeado de gente importante, de famosos y de periodistas como Natalia Sosa o como Agustín de la Hoz que escribieron maravillas sobre su obra. Y a pesar de los focos, en todas las imágenes se percibe un halo extraño, entre la tristeza, o la inseguridad de alguien que jamás confió del todo en sí mismo. Y esa circunstancia lo llevó por caminos torcidos tratando de mantenerse como fuera en un mundo de espejismos.

El niño que se marea

Nació en Arrecife, en aquellas casas de pescadores que se encontraban entonces al comienzo de la avenida, hijo, y nieto de pescadores, su destino estaba escrito. Quizás por eso nadie dudó, ni siquiera su padre. El pequeño José también sería pescador, pero no. No fue posible.

Años después hablando con uno de sus mejores amigos, Carlos Díez del Pino le contaba, ahora entre risas, que con seis o siete años, lo despertaron para que fuera en el barco con su padre y alguno de sus hermanos. Pero se mareó tanto que tuvieron que volver a tierra, y lo dejaron en el muelle. Y allí se quedó muerto de frío, encogido, tal vez algo avergonzado, esperando a que el barco de los Gopar regresara con una buena carga de pescado en el fondo de la barquilla.

A José le gustaban otras cosas, le gustaba, por ejemplo, coser, diseñar vestidos y pintar. Llegó a mostrar tanto talento que su profesor Pedro Fierro convence a sus padres, sobre todo a su madre, para que accedan a matricular al chico en una Escuela de Arte.

Y aquel hijo de pescadores comienza una dura y sorprendente andadura que lo lleva a ser admitido en la difícil Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid, en la Escuela Luján Pérez de Las Palmas de Gran Canaria, no cualquiera accedía a estas instituciones, pero él lo logró.

Compagina sus estudios con sus primeras exposiciones, y en 1956 gana el primer premio de un certamen organizado por el Ayuntamiento de Arrecife con la obra Estrella, mujer con mantilla. Se trataba del retrato que le había hecho a la dueña de la pensión donde residió en Madrid.

Estos años no fueron fáciles. Extraña a su familia, a sus amigos y tampoco dispone de mucho dinero. Su amigo Carlos Díez cuenta que durante su etapa en Gran Canaria llegó a dormir en los pasillos de la Escuela Luján Pérez porque no tenía dinero para pagar la pensión.

José era algunos años menor que César Manrique, pero se conocían, y mantienen una breve correspondencia. En una de esas cartas, César le dice que aguante, que no se vaya de Madrid, que puede aprender mucho.

A partir de finales de los cincuenta comienza a realizar numerosas exposiciones individuales en Lanzarote, Gran Canaria, Tenerife y en 1964 expone en la galería Jeunes de París, le siguen distintas muestras en Copenhague, en Málaga, en Portugal.

La periodista Natalia Sosa Ayala escribe: «Con el alma un poco melancólica, por no sé qué vaga tristeza, perdóneme el pintor, se me escapan las manos a escribir; ¡fueron tantas, tantas las emociones que se fundieron en mí al ver sus cuadros».

También recibe elogios de Agustín de la Hoz, que habla de Gopar como un pintor que aún no se ha comercializado, y es puro.

El artista lanzaroteño vive uno de sus mejores momentos a comienzos de los 80, que culminan con la exposición sobre Lorca que realiza en el Museo del Barrio en Nueva York.

La revista Formas Plásticas, al comentar esta muestra, dice: «Gopar ha sabido plasmar con acierto la plasticidad poética de Lorca tanto en su color como en el ritmo donde se alternan vicisitudes que cabalgan hasta las emociones más profundas». Sin embargo, él no llega contento. Se queja de ciertos problemas que aparecieron en Nueva York. Se lo comenta con cierto aire de resignación a su amigo Carlos Díez.

Su vida personal

José Gopar llevaba años residiendo en Gran Canaria. Primero tuvo que compaginar la pintura con los trabajos en una tienda de decoración. Conoció a Isabel, otra lanzaroteña de Yaiza, que había hecho su mismo viaje. Se casa y tienen dos hijos, Rolando y Helena. Pero Gopar termina por separarse cuando su hija es muy pequeña. De nuevo la nebulosa, esa parte que José Gopar se niega a confesar y que seguramente incrementa sus miedos. En Gran Canaria, lejos de su casa, de su familia, de la mayor parte de sus hermanos que no lo entenderían, Gopar se siente más libre y es capaz de confesar a contados amigos, su homosexualidad, otro secreto.

Carlos Díez recuerda que en una ocasión José venía de un viaje en compañía de Pepe Dámaso, los dos con vestimentas atrevidas, las normales para estos artistas, no tanto para los ojos más tradicionales, y la prensa publica una instantánea en la que salen juntos Gopar y Dámaso. Uno de los hermanos de José Gopar se enfurece, no quiere saber nada más de él. Nadie habla de eso, todos temen los cuchicheos, lo que se pueda decir del hermano artista de los Gopar.

Separado de su mujer, la relación con sus hijos se pierde, hasta que muchos años después, ellos ya mayores, y casados, ven el anuncio de una exposición de José Gopar en el Castillo de la Luz y van a verlo. Rolando y Helena reconocen que el encuentro fue muy agradable. José quería saber si tenía nietos, y la relación se restablece, durante un tiempo. Los hijos entienden que su padre no está acostumbrado a vivir en un entorno familiar, si no a estar solo, y después de algún tiempo vuelven a distanciarse.

El arte y sus derroteros

La pintura de José Gopar transita, va de un lado a otro, resurge y se hunde, toma una vereda y en el siguiente cruce cambia. Dice Carlos Díez que tuvo malos representantes, mala suerte.

Y aquel chico que se mareaba en los barcos y que logró entrar en la carismática Academia de Bellas Artes de San Fernando comienza a diluirse. Acepta trabajos extraños, como pintar las mascotas de ciertos famosos, realiza un cuadro sobre el gato negro de una bruja. Él lo sabe, sabe que trata de mantenerse entre esos artistas famosos que recorren las fiestas, pero a costa de perderse, de tropezar. Y de caer.

Con la llegada del Covid todo se para. Ya no quiere ver a nadie, se encierra en su casa, trata de iniciar un nuevo camino, explorar otras maneras de acercarse al arte, pero le fallan las manos. Tiembla. Ahora solo quiere morirse, y que todo termine.

Y así solo y muerto, tirado sobre un colchón, lo encontró su hijo Rolando. Su piso en Escaleritas dice mucho sobre su vida, y sobre su mala suerte. Sus cuadros se amontonan, pinturas de distintas etapas, del inicio, del final. Montones de fotografías, de bocetos, de cartas, de libros de otros pintores, catálogos, entre ellos el de su sobrino Juan Gopar. También en esto tuvo poca suerte. Su sobrino llegó y se convirtió en el nuevo y prometedor protagonista. Un nuevo Gopar se imponía en el complicado mundo del arte. El nombre de J. Gopar, con el que firmaba sus cuadros, se desvanecía por momentos.

Y en este viaje por la vida de un artista vencido, habrá que destacar que José, el hijo de una familia de pescadores de Arrecife, apreciaba el arte, tenía en su casa obra de Manolo Millares, de Juan Ismael, una cabeza de madera de Borges, y una amplia bibliografía de reconocidos pintores. Su íntimo amigo Carlos Díez se ha encargado de poner a buen recaudo parte de este tesoro, del arte que le gustaba, del arte que quería mirar, con el que José Gopar disfrutaba, y con el que soñó que pasaría a la historia.

José Gopar falleció en octubre de 2023, la noticia no llegó a Lanzarote. En ocasiones, la vida golpea de frente, da en la cara, como ese viento insolente que grita de noche por las esquinas de Arrecife. Un pintor que provocaba emociones, que recorrió medio mundo, pasó al olvido. Sin duda, esta es la historia de un artista que al final fue vencido. Por nacer pobre, por sentir lo que sentía, por buscar atajos, o solo por haber tenido mala suerte.

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