El corazón que nunca deja de latir en Senegal

En Senegal, a pesar de que cada vez más niñas van al colegio y tienen acceso al instituto y a la universidad, las tareas del hogar siguen siendo un terreno cuyo peso recae al cien por cien sobre los hombros de ellas

Ami Dieng, en su casa de Guet N’Dar.

Ami Dieng, en su casa de Guet N’Dar. / Andrés Gutiérrez

Martina Andrés

Martina Andrés

En una cafetería de Dakar se puede ver a una mujer joven con su ordenador terminando un proyecto para su trabajo. Mientras, en una casita de un barrio de la localidad costera de Sant Louis, hay una chica, de más o menos la misma edad, con la vida volcada al completo en ayudar a su abuela con las labores del hogar.

Estas dos realidades conviven en Senegal, un país en el que tiene un gran peso el mundo rural —un 53, 3% de la población habita en estas zonas, según datos de la Agencia Nacional de Estadística y Demografía (ANSD, por sus siglás en francés) del país— pero que también alberga una gran urbe: su capital, con alrededor de 1,2 millones de habitantes. Mundos paralelos, en muchos aspectos, y que se acercan en otros, como en el hecho de que es sobre los hombros de las mujeres donde recae la mayor parte del peso de la vida cotidiana y del hogar. Mujeres como Khady Fall, Mama Gueye, Ami Dieng o Awa Teuw, todas habitantes del barrio de Guet N’Dar, en Sant Louis.

La primera, de 23 años, está embarazada y cuida al resto de niños que viven en la casa compartida. En sus ratos libres, estudia inglés como puede, con su cuaderno lleno de apuntes. Mama Gueye va a recibir a los pescadores, se lleva algo de comida a casa y se dedica a vender el resto. Ami Dieng cuida de sus hijos y de los de otras, y también trabaja en un puesto de café. Awa Teuw, la más joven, tiene claro que no se quiere casar, porque lo que quiere hacer es estudiar, ser una profesional, lo que para ella parece ir ligado al hecho de mantenerse soltera.

Además de en este barrio, salir a las cinco de la mañana a las calles de otras partes del país es encontrarse con mujeres de forma constante. Esperando en la parada de la guagua, caminando hacia alguna parte; preparadas para ser, un día más, el sostén de la familia. «A esa hora vas a ver a pocos hombres. Son las mujeres las que salen muy temprano para coger los coches o los buses para ir a las grandes ciudades a vender. Pasan todo el día en los mercados para después volver a casa y dar dinero a la familia», cuenta la profesora y filóloga hispánica afincada en Gran Canaria Soda Diakhaté.

«Tanto en las zonas rurales como en las ciudades, seguimos conservando esos roles de género», añade. Porque, aunque cada vez son más las mujeres que estudian y trabajan, la casa sigue siendo un terreno predominantemente femenino.

Khady Fall

Khady Fall / Andrés Gutiérrez

Y para las que acceden al mundo laboral, la carga es doble: no solo tienen que cumplir con su jornada de alrededor de 40 horas a la semana, sino que a este trabajo se suma el de hacer la comida, limpiar, cuidar a quien corresponda. Un pluriempleo que no se considera como tal porque bebe de los valores de la tradición, de un así-es-como-son-las-cosas. Situación que lleva a comprender el porqué del rechazo de Awa al matrimonio.

«Se ve muy mal una mujer que esté trabajando y que esté todo el día fuera de casa. Se considera que no se ocupa bien de su esposo, de la familia de su esposo, de sus hijos, etc. Entonces, las mujeres, para sentirse bien e integradas, tanto en la sociedad como en las familias de sus esposos, tienen que compaginar la vida profesional con la vida como mujer-esposa o como mujer-madre también», describe Diakhaté.

Empezar sin acabar

Esta doble carga no solo está presente en la vida adulta. También es una constante en la vida de esas niñas que consiguen estudiar —las que llegan—: tienen que levantarse más temprano, así como emplear el descanso entre el turno de mañana y de tarde en la escuela —turno partido, heredado del sistema educativo francés— y el tiempo que tienen al volver de la jornada escolar para hacer labores domésticas.

Según datos de la Unesco de 2022, la tasa de alfabetización masculina en Senegal es del 69,06%. La femenina, del 47,08%. A pesar de que cada vez son más las niñas escolarizadas, el mayor desafío no está ya en el acceso al largo camino de la educación, sino en no salirse de él y lograr terminarlo. Y los baches que encuentran las niñas y adolescentes senegalesas pueden tener formas muy diversas, desde la doble carga de trabajo ya mencionada, hasta un matrimonio demasiado pronto —según datos de 2023 de la asociación Girls Not Brides, un 31% de las jóvenes en Senegal se casa antes de los 18 años— o un embarazo.

«Las niñas van al cole mientras tanto», explica Demba Youssoupha. Mientras tanto. Mientras llega aquello para lo que supuestamente han nacido: casarse y tener hijos. «Ellas llevan todo el peso de las tareas domésticas. En mi pueblo, en Bettenty, si le digo a mi madre que voy a cocinar, le da muchísima pena. Yo aprendí a cocinar aquí», explica este estudiante de doctorado que, tras pasar por Gran Canaria y Valencia, reside actualmente en Valladolid. «Trabajar mientras estudias perjudica a muchas chicas. Muchas dejan los estudios por este doble trabajo», recalca.

Awa Teuw

Awa Teuw / Andrés Gutiérrez

La percepción de Diakhaté también va en la misma línea: «Las niñas tienden más a abandonar las escuelas que los niños. Tenemos un refrán en Senegal que viene a decir que los estudios casi no significan nada para las mujeres, porque ellas están hechas para casarse, para tener hijos, para cuidar de sus maridos. Tanto es así que, las mujeres, cuando están en la edad de adolescencia o en las edades donde empiezan a tener novios, ya están pensando en casarse y ven los estudios como algo secundario, no es su prioridad».

Yaye Fatou Diouf, estudiante del Máster de Género, Identidades y Ciudadanía de la Universidad de Huelva, también hace alusión a esta cuestión: «Yo lo que he visto es que en la zona urbana, todos van a la escuela. Todos van. La cosa es durar». Asimismo hace hincapié en el peso que tiene en su país la religión. «La religión musulmana domina un 95%. Creo que ha evolucionado el papel de la mujer, pero aún queda mucho por hacer. Pero veo cada vez a más mujeres que no están dispuestas a soportar el machismo o la violencia conyugal», expresa.

El papel del islam

El islam es uno de los pilares sobre los que se construye la idiosincrasia de la sociedad senegalesa y su Código de Familia (Code de la Famille) que, promulgado en 1972, también tiene influencias del derecho civil francés. «El matrimonio puede celebrarse: bien como matrimonio polígamo, en cuyo caso el hombre no puede tener más de cuatro esposas al mismo tiempo; bien como matrimonio polígamo limitado; bien como matrimonio monógamo. Si el hombre no suscribe una de las opciones previstas en el artículo 134, el matrimonio se rige por la poligamia», se lee en su artículo 133.

La poligamia, la opción por defecto en el país. ¿Hasta qué punto ponerla sobre el tablero no es caer en lugares comunes o en tener una visión demasiado occidentalizada y europea del asunto? Para intentar huir de los reduccionismos, lo mejor es acudir a la literatura made in África. En concreto, a la novelista senegalesa Mariama Bâ (Dakar, 1929) y su obra Mi carta más larga, un libro en el que una mujer viuda, Ramatoulaye, le cuenta su vida a través de correspondencia a su amiga divorciada, Aïssatou, quien deja a su marido Mawdo y se va al extranjero ante la aparición de su segunda esposa.

A Ramatoulaye es precisamente esto, la aparición de otra esposa en su núcleo familiar, lo que le hace empezar a replantearse las cosas y mirar en su interior, además de su posterior rol de viuda, que también viene cargado de grandes expectativas y presiones sociales sobre cómo se ha de llevar el duelo. Así, Mi carta más larga, publicado en 1979, plantea una reflexión sobre el matrimonio, la poligamia y los roles de género a través del vínculo de amistad profundo que se establece entre dos mujeres.

«En Senegal, no nos enseñan mucho la historia de las mujeres. Las más conocidas son Aline Sitoé Diatta [que resistió ante la colonización de la región senegalesa de Casamance] y Mariama Bâ, porque su obra se estudia en la ESO», explica Yaye Fatou Diouf, que también conoce de primera mano esas expectativas y presiones que se ponen sobre las mujeres por el hecho de serlo.

«Yo siempre he estado ahí y siempre me he dicho que esto no es justo, que no lo quiero», dice refiriéndose a los roles de género tradicionales. «Y siempre me dicen que soy europea, que tengo la mente europea, que si me caso no voy a durar nada en la casa de mi marido. Son cosas que vivimos», relata.

Economía informal

Hablar del papel de la mujer en Senegal es, entre otras cosas, pensar también en el gran papel que ellas tienen en la economía informal que sustenta el país, en esas que se quedan esperando a maridos que no llegan perdidos en cayucos en el mar, en la labor que hacen al crear proyectos colaborativos como huertos o cooperativas agrarias o en su presencia en el ámbito de la política, ya que, en 2022, el 44% de los escaños de la Asamblea Nacional del país fueron ocupados por mujeres, cifra que se puede explicar por la aprobación en 2010 de la Ley de Paridad Absoluta entre Hombres y Mujeres, que se aplica en todas las instituciones electivas.

Hablar del papel de la mujer en Senegal es también tener en cuenta el planteamiento que hizo en 2018 la escritora ecuatoguineana Remei Sipi en su libro Mujeres africanas. Más allá del tópico de la jovialidad, ese que hace alusión a cómo «las reflexiones feministas que se están gestando en África no pueden ser una réplica de los feminismos occidentales».

Es cambiar el prisma y entender que, aunque hay reivindicaciones y dificultades que comparten las mujeres en cualquier parte del mundo, el contexto africano y, en concreto el senegalés, tiene sus particularidades concretas que influyen directamente en la calidad de vida de sus mujeres.

En una cafetería de Dakar se puede ver a una mujer joven con su ordenador terminando un proyecto para su trabajo. Mientras, en una casita de un barrio de la localidad costera de Sant Louis, hay una chica, de más o menos la misma edad, volcada al completo en ayudar a su abuela con las labores del hogar. Ambas son, de igual modo, lingeers (reinas, en wólof): el corazón de un país —y también de un continente— que nunca deja de latir.

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