El club de la ciencia
La velocidad de la luz
En 1796 el astrónomo danés Ole Romer fue el primero en acometer con fundamento la medición, al visualizar las lunas de Júpiter y controlar los tiempos con un reloj de péndulo. Galileo intentó conocer el fenómeno tratando de medir los tiempos entre un farol que se encendía a una milla de distancia y la percepción del alcance último del alumbrado

La velocidad de la luz / Shutterstock AI
«La curiosidad humana es una de las razones más fuertes que empujan a la Ciencia. Si hay una pregunta, debemos responderla. Por eso ahora sabemos que la velocidad de la luz en el vacío —representada por ‘c’, inicial del nombre latino celeritas— es, por definición desde 1983, exactamente 299.792.458 metros por segundo».
Muchos miraremos al cielo nocturno el próximo martes día 12 de este mes agosto para ver las estrellas fugaces que cada año nos regala San Lorenzo: las Perseidas. Miles o millones de fragmentos cometarios penetran en la atmósfera produciendo el fenómeno de las «estrellas fugaces» al quemarse en su contacto con el aire. ¿El rastro luminoso que vemos cuánto ha tardado en llegar a nuestros ojos? Poquísimo, ¿qué son cien kilómetros para la luz? Apenas unas diezmilésimas de segundo. (Principio de Fermat: El trayecto seguido por un rayo de luz al propagarse de un punto a otro es tal que el tiempo empleado en recorrerlo es el mínimo posible).
Este resultado lo hemos obtenido porque le hemos asignado un valor (ver en la entradilla) a la velocidad de la luz. Es decir, el valor de c ya no se mide experimentalmente para determinar la constante en sí, sino que se utiliza como base por definición para definir el metro. La consideramos una constante universal (es la misma en todo el universo) y es un valor clave para asegurar los resultados de experiencias, investigaciones y prácticas industriales. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Hay precedentes de ese interés por conocer la velocidad de la luz desde al menos el siglo V antes de nuestra era, con los razonamientos de Empédocles, después de Aristóteles, que pensaban que era infinita, o de Herón de Alejandría, de la misma opinión, aunque por otros motivos. Éste opinaba que era el ojo el que emitía la luz, como si fuera el foco de una linterna, que iluminaba el objeto y no a la inversa.
Si, dando un salto en el tiempo, nos trasladamos al siglo XVI, prácticamente todos los astrónomos, excepto algún peripatético contumaz, creían que la velocidad de la luz era finita aunque muy grande y se buscaba el modo de medirla con cierta exactitud.
Galileo intentó conocer directamente la velocidad de la luz tratando de medir los tiempos entre un farol que se encendía a una milla de distancia y su observación de la llegada de la luz, labor imposible por la grandísima rapidez de la luz, entre otras razones, como sabemos ahora. Incluso Descartes lo intentó con la observación de eclipses de Luna, un procedimiento con un potencial mucho mayor para detectar una velocidad finita de la luz, pero que también dio un resultado negativo. René Descartes pensó, por tanto, que esa velocidad debía ser infinita. Volvíamos a Aristóteles.
Pero en 1676, el astrónomo danés Ole Rømer (1644-1710), realizó uno de los primeros intentos serios de medir la velocidad de la luz. Observó las lunas de Júpiter y notó, midiendo los tiempos con un reloj de péndulo, que parecían moverse más lentamente de lo esperado cuando la Tierra estaba alejada de Júpiter y más rápido cuando se acercaba. Así el paso de Ío, uno de estos satélites, por detrás de Júpiter se produce cada 42,5 horas. Tras registrar la hora exacta en que Ío aparecía en cada giro en la fecha en que la Tierra está más próxima a él, determinó la hora en que Ío aparecería de nuevo tras pasar seis meses cuando la Tierra estaba lo más alejada posible, concluyendo que se producía un retraso que se debería al tiempo adicional que tardaba la luz en viajar desde el Júpiter más lejano hasta nuestro planeta, lo que implicaba que la luz tenía una velocidad finita. Basándose en sus observaciones, estimó la velocidad de la luz en aproximadamente 225.000 kilómetros por segundo. Muy bien, para el momento y los medios de los que disponía. Poco después, en 1728, el astrónomo inglés James Bradley proporcionó una confirmación independiente y una estimación más precisa al descubrir y explicar el fenómeno de la aberración estelar.
Un avance teórico fundamental ocurrió a mediados del siglo XIX. En la década de 1860, el físico escocés James Clerk Maxwell, a través de su teoría del electromagnetismo, predijo la existencia de ondas electromagnéticas y calculó que su velocidad sería de aproximadamente 300.000 km/s, basándose en constantes eléctricas y magnéticas previamente medidas. Esta coincidencia le llevó a postular que la luz misma era una forma de radiación electromagnética, unificando así los campos de la óptica y el electromagnetismo.
Para encontrar el primer experimento terrestre que midió directamente la velocidad de la luz con un resultado positivo debemos irnos a 1849, cuando el físico francés Hippolyte Fizeau (1819-1896) con un dispositivo llamado «rueda dentada de Fizeau», consistente en un haz de luz que pasaba a través de los espacios entre los dientes de una rueda en rotación y se reflejaba en un espejo colocado a varios kilómetros de distancia, obtuvo, haciendo variar la velocidad de rotación de la rueda, una velocidad de la luz de aproximadamente 313.000 kilómetros por segundo. Nos vamos acercando.
Después la investigación se acelera e intervienen en ella muchos actores. Quizá el principal sea el físico estadounidense Albert A. Michelson (1852-1931). Junto con Edward Morley (1838-1923), realizó un famoso experimento en 1887 en el que, aunque el objetivo principal del experimento era detectar el éter, también obtuvieron una medida muy precisa de la velocidad de la luz: aproximadamente 299.796 kilómetros por segundo. Michelson dedicó gran parte de su carrera a refinar estas mediciones.
Desde entonces, la velocidad de la luz se ha medido con extrema precisión utilizando diversos métodos, incluyendo técnicas basadas en interferometría láser, mediciones de tiempo en sistemas de satélites y experimentos en el campo de la óptica cuántica.
Como mencionamos al inicio, el valor actualmente aceptado para la velocidad de la luz en el vacío es de 299.792.458 metros por segundo. Este valor fue adoptado como definición exacta en 1983 por la Conferencia General de Pesos y Medidas, convirtiéndose en piedra angular para definir el metro y siendo considerada una de las constantes fundamentales del universo. Si bien el valor de c es ahora fijo, la investigación sobre la naturaleza de la luz, sus interacciones y su papel en los fenómenos cósmicos continúa expandiendo las fronteras de nuestro conocimiento.
Una miríada de ojos artificiales se extiende por el mundo bajo control de gobiernos alérgicos a la democracia como los de China, Estados Unidos e Israel. Un estudio publicado en la revista Nature ha revelado cómo la investigación en visión por computador está propulsando la vigilancia masiva. Esta tecnología se basa en algoritmos de inteligencia artificial (IA) para detectar patrones y objetos. El informe ha revelado que el 90% de los proyectos del sector tienen como objeto a las personas y las patentes orientadas a la vigilancia se han multiplicado por cinco en tres décadas.
El equipo autor del estudio y otras personas expertas advierten de que la sociedad no es consciente del riesgo que eso conlleva. Por esto, piden más alerta y una regulación drástica. El informe ha analizado 19.000 artículos científicos publicados entre 1990 y 2020 por la Conferencia de Visión por Computador y Reconocimiento de Patrones (CVPR), el evento clave del sector, y 23.000 patentes derivados de ellos. En una muestra de 100 artículos, 90 de ellos tienen que ver con el reconocimiento automático de cuerpos humanos, de sus partes (por ejemplo, la cara) o de sus comportamientos (por ejemplo, la manera de caminar). El cálculo no se pudo hacer automáticamente, porque la disciplina suele utilizar la expresión «objetos» para referirse tanto a sujetos humanos como a cualquier otro objetivo.
Desde los años 90, las patentes que tienen que ver con la vigilancia se han multiplicado por cinco. Los países líderes en el sector son Estados Unidos y China y las instituciones principales son grandes tecnológicas, como Microsoft, y centros universitarios con tradición de investigación militar, como la Universidad Carnegie Mellon o el Massachusetts Institute of Technology (MIT). «Que todo se está aplicando a la vigilancia es un secreto a voces en el sector», afirma Pratyusha Ria Kalluri, investigadora en ciencias computacionales de la Universidad de Stanford y coautora del trabajo. «Pero esa no es la imagen que se proyecta. Por ejemplo, Google presenta la visión por computador como algo para investigar el cáncer y el cambio climático», añade.
Las aplicaciones inocuas incluyen la detección de patrones en imágenes médicas o satelitales, el diseño de proteínas o los coches autónomos. También hay otros usos potencialmente positivos, como la identificación de criminales o terroristas. Pero Kalluri advierte de que hay un enorme potencial de control autoritario. «Protestar o resistir de forma segura, o incluso existir sin ser observados, va a ser cada vez más difícil. La autocensura empieza cuando alguien es consciente de que es observado», explica.
La cuestión no es hipotética. Kalluri cita los usos de la visión por computador por parte de las Fuerzas Armadas israelís en Gaza y por parte del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas en Estados Unidos. Londres, Hong Kong y San Francisco han desplegado redes de cámaras potenciadas por IA. Los escáneres de cara de los aeropuertos también emplean la visión por computador. Y esta tecnología también está presente en los móviles, desde los sistemas de desbloqueo por reconocimiento facial hasta los programas que ordenan las fotos. «A menudo la vigilancia es invisible. Si te paran en un aeropuerto no sabrás si es porque te ha detectado un sistema de visión por computador», observa Orestis Papakyriakopoulos, profesor de computación social en la Universidad Politécnica de Múnich.
«En los últimos años, el sector ha sufrido un giro hacia las aplicaciones», afirma Javier Vázquez Corral, investigador del Centro de Visión por Computador. «La clave ha sido el aprendizaje profundo», explica. Vázquez se refiere al sistema con el cual la IA puede aprender a detectar patrones entrenándose con una gran cantidad de datos. Este giro aplicado ha atraído la industria.
A ello se añade el auge del militarismo. A raíz de la guerra en Ucrania, ha caído el tabú de la investigación militar en las instituciones públicas europeas. «Igual que existe el acuerdo para la no proliferación de armas nucleares, debería haber un tratado contra los usos nocivos de la visión por computador», afirma. Vázquez confía en el reglamento sobre la IA de la Unión Europea.
Para manipular una agente biológico necesitas un permiso. Al contrario, cualquiera puede bajarse un modelo de visión por computador e instalarlo en una cámara. Una diferencia importante con la ciencia nuclear es que científicos como Einstein se movilizaron para alertar de sus riesgos, mientras hay poco activismo entre los expertos en IA. Papakyriakopoulos cree que se podrían diseñar tecnologías más respetuosas con la privacidad. Kalluri pide más claridad y más reflexión ética en las publicaciones académicas.
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