Hace cien años pero parece mañana
En ‘Síndrome 1933’, Siegmund Ginzberg alerta de que los síntomas que está viviendo el mundo son tan inquietantes como los de hace cien años

Un mural creado por el grafitero Tuse muestra a Hitler, Putin y Stalin con un mensaje que pone «No más veces», en una pared de Gdansk, en el norte de Polonia. / Efe
EMILIO SOLER
Siegmund Ginzberg nació en Estambul en 1948 en el seno de un familia judía que se trasladó al norte de Italia a finales de los años cincuenta, cuando el autor era todavía un niño.
Escribidor de cientos de artículos para el diario L’Unitá, muchas veces con la mirada puesta en el auge actual de la extrema derecha que ya está en el gobierno de Italia y presidiendo los Estados Unidos, Siegmund hace una impresionante alegoría sobre lo que pasó en 1933 en la Alemania de Weimar y en el mundo cuando Adolf Hitler subió al poder democrático, que no tardó en disolver.
Las fuerzas pardas uniformadas del caporal austríaco ya habían iniciado con anterioridad una campaña, siempre pensando en las elecciones futuras que les iban a proporcionar la llave del poder, en la que con acuerdos de coalición insólitos para lo que se esperaba en Europa de las fuerzas conservadoras con sentido de Estado, con sus agresivas campañas de insultos y provocaciones apelaban a los más bajos sentimientos de una idea de raza superior (antes judíos, ahora migrantes de color). Con amenazas a la prensa que no compartía sus ideas y a la que agredían siempre que podían, acusando a los políticos demócratas de traición al pueblo soberano (el mismo al que no tardarían en acallar), manifestándose por las calles en contra de cualquiera que no compartiera sus ideas. Organizando cazas de adversarios reales o ficticios con el incendio del Reichstag incluido, del que culparon a los comunistas. Lanzando por doquier discursos de odio para conseguir adeptos que se radicalizaban cada vez más y destruyendo de manera no muy sutil las instituciones democráticas. Con todo esto, los nazis allanaron el camino para llegar como salvadores de la inoperancia de los partidos conservador, liberal, socialdemócrata y comunista, obteniendo en 1933 casi el 44 % de los votos.
Adolfo Hitler, definido por Ginzberg como un charlatán autoritario al que nadie se tomaba en serio, ganó las elecciones alemanas de la agotada República de Weimar siempre bien apoyado económicamente por las fuerzas más poderosas y reaccionarias de la sociedad en aquella época como lo eran el Gran Capital, la Iglesia y el Ejército (con alguna salvedad como el general Von Schleicher, último canciller antecesor de Hitler, asesinado por pretender que el ejército interviniera contra el peligro de los nazis). Grupos muy poderosos que alimentaban la economía y el poder de Hitler, y al que en su manifiesta ignorancia consideraban prescindible en cuanto ellos se lo propusieran pero que servía para detener a las fuerzas trabajadoras representadas en el Bundestag o a través de los sindicatos. Actitud que Visconti definió de forma clarividente en su filme La caída de los dioses.
Para Ginzberg, judío al que la actuación fascista de Netanyahu ante la masacre gazatí que efectúa diariamente no significa precisamente ninguna buena carta de justificación para su causa, los síntomas que está viviendo el mundo son tan inquietantes como los que hace cien años debieron vivirse en la casa de los Mann, de Bertolt Brecht, Stefan Zweig, Ana Frank, Marc Chagall, Walter Benjamin, Erich María Remarque, Hannah Arendt, Piet Mondrian, Robert Musil, Alma Mahler, Jorge Semprún, Primo Levi, Emil Ludwig y un muy largo y triste etcétera, de aquellos que fueron prohibidos, encarcelados, exiliados o, simplemente, asesinados. Un pueblo alemán y de los países anexionados o sometidos que no supo reaccionar ante lo que se venía encima, fiel reflejo de las tristes y acertadas palabras del teólogo Martín Niemoller, personaje en un principio colaborador del nazismo y más tarde confinado en Dachau: «Primero vinieron por los socialistas, pero yo no dije nada porque no lo era. Luego, fueron por los judíos pero tampoco dije nada porque era ario. Ahora, están llamando a la puerta…».
Los mismos socialdemócratas alemanes que consideraban hace cien años que la alianza entre reaccionarios y nazis no llevaba necesariamente a un régimen fascista, «el carnaval no durará», decían. Craso error como estamos viendo, poco a poco, en algunos gobiernos autonómicos de nuestro país.
Ginzberg, ha estudiado de forma exhaustiva los periódicos de la época alemana en la que las tropas pardas de Hitler amedrentaban a una población que dejaba hacer, muchos de ellos agentes que deberían velar por el orden público. A fin de cuentas, si rompían los cristales de los establecimientos de judíos, o les deportaban y nadie volvía a saber de ellos, «por algo sería o algo habrían hecho…». Especialmente significativo fue el papel de la justicia alemana en aquella República de Weimar, con su pasividad y su tolerancia, como se recordaba en aquel filme de Kramer Vencedores o vencidos.
Este libro, poco más de doscientas páginas, resulta absolutamente imprescindible para los tiempos que estamos viviendo en el mundo, en Europa y en España. En él se analiza impecable y sistemáticamente cómo y por qué los nazis consiguieron llegar al poder sustituyendo a lo que el autor considera «los supuestos garantes de la democracia: las instituciones del Estado, la clase política, la prensa libre y la misma sociedad civil». Como señala Ginzberg al final de su especie de prólogo, «en el mundo entero, la política se encuentra en uno de sus momentos más bajos, exactamente igual que en la República de Weimar en 1933…».
Augusto Monterroso nos alertaba de que tras el sueño de su protagonista, el dinosaurio todavía seguía allí. Pero Ginzberg se pregunta: «¿y si de repente, una pesadilla de la que habíamos despertado hace tiempo, que apenas recordábamos, arremetiera mortalmente contra nosotros?».
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