Eso aquí no es, cristiano". Ayer al mediodía en la playa de Tasarte, Gran Canaria. El mar brilla, con los callaos a cargo de la banda sonora. Francisco González lee una revista. Su esposa Ángela está dentro de la casa, en sus trajines. Juan Medina un poco más allá, prepara la barca para fondearla en las boyas de enfrente.

Se les enseña la foto de la discordia. ¿Oiga, esto es aquí?

"A mí no me cuadra", sentencia González en escasos segundos de contemplación. Sale Ángela: "Eso deben ser las cosas que Tenerife hace con las arenas amarillas nuestras, siempre están con lo mismo".

Se llama a Juan, nacido, criado y ensolerado en la cala, y que enreda con unos cabos en la mano. Juan no deja títere con cabeza. "En este retrato falta la casa de Donato, la antigua cantina de Sánchez, esto otro no pega con el bar, el pico que sale allá arriba", dice apuntando con un dedo del tamaño de un palo mayor, "no está en ningún sitio. Ni lo verde es aquí, ni esto es un árbol ni tampoco el mar nuestro es azul, porque en Tasarte el cielo no está cerca del agua". Y punto.

Lo que parecía un juego de los 7 errores, termina en un pufo sideral de 70 diferencias. "Esta piedra no corresponde a nuestra bajeta, y los tres riscos estos tampoco", continúa Juan dándole caña al asunto: "como esto no sea la playa de Taganana..."

"Ni hay fuerte pegado a la marea, ni mayor ni menor. Y ahora cogemos la barca para que usted ilustre como tiene que ser". Y rián a la marea.

Efectivamente, visto desde la mar océana, con Medina patroneando, el parecido entre el Tasarte de la feria de Berlín, con el Tasarte de La Aldea es similar al de un huevo y una castaña. Lo único en común es el Atlántico y tampoco parece moverse igual. Vuelta a tierra.

Al lado de una mesa donde se juega al dómino tan plácidamente, una treintena de turistas, 80 por ciento alemanes y el resto noruegos e italianos, consume el plato que les sirve el restaurante de Antonio Oliva: ropavieja de pulpo, y toda suerte de pescado casi vivo que captura nocturnamente su hijo, Yonay Oliva, todas y cada una de las noches, "más de ocho horas y deseando que no se haga de día", de tanto el gusto que se da.

Fábrica de atún

Los visitantes, hasta unos 70 al día, no parecen echar de menos la arena. Se quedan fijos al sol, que cae enfrente a plomo, masticando en silencio y la postal es tal cual un documental de David Attenborough en Las Galápagos. Redondea la estampa un velero de dos palos que pasa a toda pachorra y que parece puesto allí por el Patronato de Turismo para una foto.

Hasta que vuelve el rebotallo, que toma rumbo de divertido jaleo. La imagen impostora pasa de mano en mano entre la población local, con sus risas y fiestas. Por un momento parece "la costa de Tauro", pero es el marino Juan Félix el que canta bingo. "Esto viene a ser La Gomera. Por la punta del Becerro para adentro. Ese edificio es la fábrica de atún: Manda cojones". Félix se ha recorrido las Islas durante medio siglo pescando. "Hombre, y a uno le suenan las cosas".

Curiosamente, a nadie le ha molestado que desde Berlín se haya despreciado el lugar como una "playa de piedras". Heriberto Hernández, que lleva once años yendo allí lo prefiere así. "No digas mucho dónde está la maravilla, porque ¿has visto qué historias en esta playa que no sirve para nada?".