La apuesta por la industria inteligente siempre ha sido tímida en el conjunto de España y la crisis económica vino a empeorar el panorama. El país ocupaba en 2009 el puesto 29 en una clasificación que evaluó el carácter innovador de 140 países. Ese mismo Global Competitiveness Index, pero correspondiente al periodo 2015-2016, lo coloca cuatro puestos más abajo.
El déficit público y el endeudamiento -tanto público como privado- de España no se generaron por acometer grandes inversiones en I+D+i (investigación, desarrollo e innovación), pero cuando Bruselas tocó a rebato y ordenó cuadrar las cuentas en una carrera contra el reloj que asfixia a las economías más débiles, padecieron el rigor de los ajustes de manera exponencial.
En 2004, el gasto en I+D+i alcanzó el 1,9% del PIB de España. Cuatro años después, el porcentaje había crecido medio punto. Sin embargo, ese 2008 fue el ejercicio en que comenzaron a notarse con fuerza los efectos de la crisis de las subprime en Europa, lo que llevó la inversión en este campo más allá de la casilla de salida; en 2014 su peso en la economía estatal fue del 1,8%, una décima menos que diez años antes.
Contrasta la timidez de la apuesta por la innovación con una de las grandes lecciones que ha dejado en España el crack económico: dejar una parte importante del crecimiento y el empleo en manos de un solo sector -la construcción- supone incurrir en un serio riesgo de catástrofe social, como constatan aún hoy los datos del paro.
El trabajo del IVIE y Fundación BBVA desagrega por regiones la aportación que realizan a la economía del conocimiento los diversos "agentes ejecutores". En Canarias, del total de gasto en I+D, los empresarios solo asumen el 25,9% -en el País Vasco, donde más, el 80,1%-, mientras que las administraciones públicas responden del 29,3%, mientras que las grandes protagonistas son las universidades, con el 44,9%.
