China fue el origen de una oleada de graves perturbaciones en los mercados financieros globales en enero de 2016, como ya había ocurrido en agosto de 2015. China sigue pugnando ahora por afrontar sus desafíos. Y el mundo sigue atento sus movimientos.

Ahora la batalla de Pekín es sostener su moneda (el yuan o renminbi), presionada a la baja por la incipiente subida de tipos de EE UU, la consiguiente apreciación del dólar, la desaceleración china (para este año el FMI estima un crecimiento del 6,2%, cuatro décimas menos que en 2016), los estímulos aplicados por el Gobierno y las dudas sobre el éxito y costes de la titánica tarea en la que está embarcado el país para reconducir el modelo de crecimiento de la segunda mayor economía global hacia un nuevo patrón de desarrollo. El presidente del país, Xi Jinping, dijo el pasado viernes que 2017 será un año crucial para acometer reformas urgentes, como la de las gigantescas, muy endeudadas y poco eficientes empresas públicas.

La salida de capitales del país por varios motivos (precaución, desendeudamiento, anticipación al endurecimiento del tipo de cambio, compra de empresas occidentales y atracción del área dólar por sus mejores expectativas) está contribuyendo a la debilidad del yuan y reduciendo las reservas de divisas del país en un intento del banco central chino por frenar la depreciación. Y esto porque una mayor caída del yuan dispararía el elevado endeudamiento que las empresas contrajeron en dólares, encarecería las importaciones y aumentaría la inflación y agudizaría la hostilidad de Trump y el malestar europeo contra las exportaciones del país cuando pretende ser reconocida como economía de mercado.