Pilar Fonts -54 años- explica que los primeros meses del confinamiento no se le hicieron especialmente duros, pues la fibromialgia que arrastra desde hace años ya la tenía acostumbrada a no moverse de casa durante días. A esta vecina del barrio del Guinardó, en Barcelona, la crisis que le cambió la vida fue la de hace una década. Llevaba 19 años trabajando en el mismo concesionario y tras el crash financiero fue despedida. Desde entonces ha ido encadenando, tal como iban saliendo, trabajos de todo tipo, desde un bar hasta una copistería. No obstante, desde el 2017 no le sale nada y vive con los 430 euros del subsidio para parados mayores de 52 años.

El piso y los gastos más básicos alcanza a pagarlos con la ayuda de sus hijos, que durante esta pandemia han sufrido de lleno sus secuelas económicas. A Jon, el mayor, le hicieron un Expediente de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) en el almacén que trabaja. Todavía no ha cobrado la prestación debido a un error en el trámite y no ha sido hasta hace pocos días que el Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE le comunicó que en julio tendría el primer ingreso. A Albert, el pequeño, el cierre de escuelas le dejó sin su trabajo de monitor de comedor. También sin los ingresos que se sacaba como entrenador de fútbol sala extraescolar. La precariedad de Pilar y la de sus hijos son dos caras de una misma moneda. Las de las grandes víctimas de la crisis del Covid, tal como señaló el pasado martes el Banco de España.

"Vamos tirando de los ahorros del mayor, que es mileurista...", cuenta Pilar, que explica que ha habido momentos durante esta pandemia que ha tenido que ir a recoger alimentos a la asociación T'acompanyem. Una entidad creada durante la anterior crisis como grupo de apoyo entre personas que habían perdido el empleo. "Me ayudan mucho, te dan mucho ánimo, te permiten ver que hay más gente como tú y que no eres una inútil", explica emocionada. "Puedes hablar de tus cosas y no es como hablar con cualquiera, que a lo mejor no te entiende", añade.

Pilar está en trámites para que le reconozcan la incapacidad permanente debido a su fibromialgia y a la artrosis que arrastra en una cadera. "Me veo bien para trabajar en oficina o desde casa, pero yo así no me puedo poner de camarera de piso o a fregar suelos", explica. "Mi futuro lo veo negro, pero el que me angustia es el de mis hijos", cuenta Pilar. Más preocupada porque el ERTE de su hijo mayor no se acabe convirtiendo en un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) y porque el pequeño no tarde en encontrar trabajo una vez reabran las escuelas.

"Te quedas sin nada..."

Anna abandonó su puesto como informadora en el recinto modernista de Sant Pau con la declaración del estado de alarma. Los turistas se marcharon con el confinamiento y ella fue mandada a su casa por la empresa, a la espera de la reapertura. No ha vuelto a incorporarse a su puesto de trabajo, pues hace unos días recibió una comunicación formal de la empresa -a la que ha tenido acceso este medio- en la que se le informaba de que finiquitaba su contrato de obra y servicio. Y como ella siete compañeros más, de una plantilla de cerca de 40 personas, según cuenta. La explicación que les ha trasladado la empresa gestora del servicio, Eurotomb, es un exceso de plantilla debido a la limitación de aforos por la normativa sanitaria. "Nos extrañó que no nos hicieran un ERTE, pero si luego es para poder echarte lo hubiera preferido", explica. Este periódico no ha podido contactar con la compañía para conocer su versión.

Anna es un nombre ficticio para preservar su anonimato, pues teme que su participación en este reportaje le pueda suponer un impedimento de cara a buscar trabajo. "A estas alturas del verano y tal como están las cosas dudo encontrar algo hasta ya pasado septiembre. Si hubiera sabido que me iban a despedir me hubiera movido antes", cuenta. Con carrera y máster bajo el brazo, Anna se reconoce como parte de una generación que ya desde la anterior crisis venía marcada por la sobrecualificación y la temporalidad, cuando no el paro. Hasta la semana pasada, cobraba 670 euros al mes por un trabajo a media jornada. "Yo no me planteé independizarme con este trabajo, pero compañeros míos sí que han tenido problemas para alquilar un piso", afirma.

Esta joven ha trabajado en congresos, ferias, de guía turística en monumentos icónicos de Barcelona y dando clases particulares, pero hasta ahora no sabe lo que es un contrato indefinido. "Tienes tu vida hecha y de un día para otro te quedas sin nada... Te deja en una situación de indefensión muy grande", afirma. "Y no porque seas una incompetente, sino porque la empresa puede hacerlo. Es algo que agota", añade.