En el corto plazo, la más que probable fusión entre Bankia y Caixabank se antoja una buena noticia para la estabilidad del sistema financiero español en la misma medida que resulta inquietante desde el punto de vista social y laboral. Con el argumento de blindarse frente a las incertidumbres de un contexto sanitario causado por las incógnitas que para el sector financiero plantea la crisis del covid, ambas entidades han comunicado que se han sentado a hablar en pos de una inminente unificación de activos que convertiría a la entidad resultante en el mayor banco de España dentro del territorio nacional (Santander y BBVA seguirían manteniendo su hegemonía bancaria en el exterior gracias a su consolidada implantación fuera del país). Esto es lo que se deduce a priori: un banco fuerte, parapetado frente a las inciertas consecuencias financieras de la pandemia y que se prepara en materia de primeros auxilios ante un escenario inquietante a causa del coronavirus, el invitado de última hora que se ha apuntado a la fiesta para alterar sustancialmente el orden económico mundial.

Ahora bien, en el plano social, la creación de un gran banco sustanciado a partir de dos de las mayores entidades financieras españolas augura un escenario sociolaboral encaminado de modo irremisible a una reducción profunda en el marco de la competencia, con menos oferta en el mercado financiero para los consumidores, una previsible aminoración de oficinas y, por consiguiente, una irrefrenable afección sobre las plantillas y el empleo a base de inevitables despidos y prejubilaciones. Lejos quedan los tiempos en que un trabajador de banca comenzaba de botones para acabar su vida laboral dirigiendo una oficina o como director general de una caja de ahorros. Para abrir una cuenta bancaria o trasladar de un lado a otro los fondos, hace tiempo que dejó de ser relevante ese perfil de empleado que empezaba desde abajo para ir ascendiendo de rango conforme acumulaba trienios.

Desde el punto de vista de la operatividad, Caixabank y Bankia son dos franquicias acostumbradas a navegar y crecer entre procesos de fusión. Siempre en tiempos de crisis. Desde los orígenes de la antigua Caixa de Pensions a la concatenación de absorciones y compras que derivaron en las históricas Cajamadrid y Bancaja, la trayectoria de ambos bancos representa una sucesión de compras y absorciones que desde un punto de vista de evolución histórica condenaba a ambas entidades a reconstruirse a partir de una sola. A modo de premonición, y seguros sabedores de la operación que se desveló a medianoche, el vicepresidente del Banco Central Europeo, Luis de Guindos, y el propio Banco de España, aconsejaban operaciones del cariz de la que está a punto de sacudir el sistema bancario español. Una vez el viejo modelo de cajas de ahorros se iba convirtiendo en mera materia de estudio en las facultades de Economía, la inercia avisaba de que la fusión era inevitable. Sin embargo, desde el punto de vista de la ciudadanía, debe preocuparnos en qué medida es aceptable que un banco salvado de la quiebra con dinero público participe en esta partida de Monopoly a gran escala sin antes haber resuelto el 'pequeño' matiz causante de la profunda desafección que profesa la ciudadanía hacia todo el sistema bancario: el futuro de los 24.000 millones de euros con que el Estado salvó de la quiebra a Bankia y la consiguiente desconfianza que genera en la sociedad española el hecho de que a la hora de aplicar medidas quirúrgicas drásticas (desahucios, embargos), la banca no parezca arredrarse hacia la misma masa de contribuyentes que apuntaló su salvación.

La fusión cuenta de antemano con el beneplácito del Gobierno, o al menos con el visto bueno del presidente Sánchez y de su ministra de Asuntos Económicos, Nadia Calviño, pero no es probable que incluya, de entrada, el apoyo incondicional del vicepresidente Pablo Iglesias y del resto de miembros de Podemos que nutren el Ejecutivo, como tampoco de Esquerra Republicana. Los primeros, porque llevan años con la idea, tan romántica como imposible, de nacionalizar la banca y devolver a las arcas públicas de forma inmediata los 24.000 millones gestionados por el FROB; los segundos, porque en caso de ganar la guerra desatada entre el independentismo catalán, ven cómo se aleja el principal valedor al que recurren siempre los contendientes en todo conflicto bélico: el banco. La fusión mantendría en manos de la Fundación La Caixa el 30 por ciento del capital (el FROB se quedaría el 15%) y la presidencia, según las primeras informaciones, caería en manos de José Ignacio Goirigolzarri, cuyo apellido anda lejos de tener sus orígenes en l’Empordà. La entidad resultante mantendría de momento su domicilio social en Valencia, donde ya lo tenía Bankia y al que se trasladó Caixabank en los días más intensos del 'procés' como medida de precaución para tranquilidad de impositores y accionistas. La fusión incidirá con toda probabilidad en las relaciones entre los socios de Gobierno y sus apoyos parlamentarios. Parece más que probable que en tiempos de negociaciones presupuestarias, Pedro Sánchez encuentre más "comprensión" entre las filas liberales de Inés Arrimadas que en el avispero del Consejo de Ministros.

Tiempos nuevos, tiempos salvajes, que decía la canción.