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El capitalismo que redujo al hombre a ser una vaca digital

La transformación de la humanidad en una granja planetaria de datos para ser mercantilizados arrasa los cimientos de la democracia y las relaciones sociales, según la gurú tecnológica Soshana Zuboff

El capitalismo que redujo al hombre a ser una vaca digital

Estados Unidos quiere romper el monopolio que Facebook y su entorno digital compuesto también por Instagram y Whatsapp. La pasada semana, la Comisión Federal de Comercio junto con los fiscales de 46 estados presentaron una demanda colectiva para tratar acabar con su apabullante dominio del mercado y reducir el tamaño del imperio de Mark Zuckerberg, en el que viven sumergidos 2.400 millones de seres humanos, un tercio de la población mundial. Bruselas también avanzó esta semana su intención de establecer nuevas reglas para delimitar el terreno de juego a los colosos tecnológicos. Pero los expertos ya advierten que destejer ese tejido empresarial será tarea hercúlea, “como deshacer un revuelto de huevos”.

Aunque finalmente lo logren, aunque el Estado más poderoso del planeta consiga doblegar a la multinacional que en la realidad ya acumula más poder que ese Estado, la victoria será pírrica.

Apenas servirá para abordar el verdadero problema: la implantación de un nuevo capitalismo, apellidado ‘de vigilancia’, que no sólo forma parte sustancial de la erosión que está sufriendo el sistema democrático en este final vírico de la segunda década del siglo XXI, también podría causar la ‘séptima extinción’ del ciclo de la vida en la Tierra. Es decir, la erradicación de lo que “hasta ahora se tenían por los bienes más preciados de la naturaleza humana, la voluntad de querer, el carácter sagrado del individuo, los lazos de la intimidad, los elementos sociales que nos vinculan por medio de promesas y la confianza que generan”.

La vida son datos

La autora de este párrafo apocalíptico, fruto de un profundo análisis del cambio propiciado por la digitalización del capitalismo, es Soshana Zuboff, una de las grandes referencias del pensamiento sobre el cambio tecnológico. Zuboff, titular emérita de la cátedra Charles Edward Wilson de la Harvard Business School, es la autora de La era del capitalismo de vigilancia, cuya traducción al español acaba de publicar Paidós. En este volumen, Zuboff ahonda en el gran sistema ubicuo de computación, “profundamente antidemocrático”, que está convirtiendo al ser humano en un “recurso natural” productor de datos que posteriormente se convierten en dinero. En mucho dinero. Tanto que ha aupado a las grandes plataformas tecnológicas a los primeros puestos en el ranking de las compañías más capitalizadas del planeta.

Y junto al dinero, es obvio, el poder. Un poder ciego y omnímodo nunca visto hasta ahora por el ser humano. El poder de monitorizar y predecir, modificándolo, el comportamiento del ser humano. “Las actividades del capitalismo de vigilancia representan un desafío al elemental derecho al tiempo futuro, que comprende la capacidad del individuo de imaginar, pretender, prometer y construir un futuro”. Nos extraen nuestra voluntad de querer.

El capitalismo de vigilancia, explica Zuboff, se sustenta en un despliegue ubicuo, universal, radical y masivo de las teorías de Skinner: a todo estímulo, le sigue una respuesta. Controlando el estímulo, los “ingenieros sociales”, pueden establecer cuál será nuestra respuesta. Y esa predicción del futuro vale su peso en oro. “Es la transformación del mercado en un proyecto de certeza total”. No se podía pedir más. El fármaco digital que permitía a las empresas acabar con la ansiedad de enfrentarse a la incertidumbre no tenía precio. “Google descubrió que somos menos valiosos que las apuestas que otros hacen sobre nuestros comportamientos futuros. Y eso lo cambió todo”.

El descubrimiento

¿Cómo nació y cuándo ese capitalismo de vigilancia? Se puede poner una fecha, el año 2006. Y un lugar, las oficinas de Google. Allí se produjo un descubrimiento que en década y media que ha cambiado el mundo. El hallazgo del llamado ‘excedente conductual’. Cuando alguien entra en Internet deja una serie de trazas de todo tipo: la hora en la que se conecta, el lugar, el tiempo que pasa, las páginas que consulta, qué emoticonos utiliza, cuántos, incluso de qué cosas no habla jamás… Todas ellas, si se estructuran correctamente, se transforman en pautas de conducta.

El ‘Internet de las cosas’ ha dejado de ser una cosa que tenemos “a ser una cosa que nos tiene”

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Los que eran ‘datos de escape’, subproductos de la interacción digital al utilizar aquel primigenio buscador, se convirtieron en un ‘sensor ambiental’ refinadísimo, capaz de medir todos los instantes uno a uno, en una materia prima a la que podía sacársele una enorme utilidad si usábamos todos estos perfiles para dirigir la publicidad exactamente a la persona que, a través de todas aquellas interacciones, estaba dejando bien claro, casi gritándolo, que necesitaba determinado producto y que inmediatamente compraría.

Nace el monstruo

Entonces se produjo la monstruosa mutación. Google, la compañía donde se inventó el capitalismo de vigilancia, pasó de ser un buscador –una empresa sin apenas beneficios que ofrecía gratuitamente el servicio de localizar y ordenar la información mundial– a convertirse en una empresa que se había hecho con el santo grial de la publicidad. Los beneficios se maximizaron porque era capaz de ofrecer los anuncios más relevantes para cada usuario concreto y alcanzar así la máxima visibilidad para las marcas que, desde ese momento, se convirtieron en sus verdaderos clientes. Los usuarios ya nunca más fuimos sus clientes: éramos el ganado al que ordeñar datos y más datos. Desde ese momento Google, y después de Facebook, se convirtieron en ‘gigantes de la adivinación’. Las máquinas procesaban todo ese excedente conductual y así sabían, porque nosotros se lo estábamos diciendo, cuál iba a ser nuestro próximo paso “en breve y también más adelante”.

Así fue cómo Google multiplicó sus ingresos en un 3.590% en menos de cuatro años. En 2016, Google y Facebook sumaron la quinta parte de todo el gasto global en publicidad. Zuboff escribe en La Era del Capitalismo de vigilancia: “La invención de Google revelaba que la empresa había adquirido nuevas capacidades de inferencia y deducción de los pensamientos, los sentimientos, las interacciones y los intereses de los individuos y grupos gracias a una arquitectura automatizada que funciona como un espejo unidireccional y actúa con independencia de que el individuo o grupo monitorizado lo sepa y lo consienta o no, por lo que posibilita un acceso secreto privilegiado a los datos conductuales. (…) Gracias al singular acceso a todos esos datos, era posible saber lo que un individuo concreto está pensando, sintiendo y haciendo en un momento y un lugar concretos. Que esto nos cause asombro ya a estas alturas, o que incluso lo encontremos digno de admiración, es toda una prueba del profundo entumecimiento psíquico al que nos ha habituado tan audaz e inaudito cambio en los métodos capitalistas”.

Google había descubierto, como dice Zuboff, del santo grial del siglo XXI. Aquella sustancia mágica, nuestra vida exprimida y convertida en jugo de datos, inauguraba una nueva lógica empresarial. En primer lugar, Google y Facebook –y luego ya todas las compañías tecnológicas– se encontraron con que para seguir adelante tenían que someterse a lo que Zuboff bautiza como “imperativo extractivo”. Esto es, no había otra que mantener abiertas, como fuera, las rutas de suministro de datos y siempre a coste cero. Que el ganado humano no dejase de dar leche en ningún momento. Sin ese suministro no se podían hacer predicciones. “Y los comportamientos impredecibles equivalen a ingresos perdidos”.

Esos megayonkis de los datos que estaban aupándose en la cima de la economía mundial no iban a detenerse de ninguna manera. Necesitaban seguir alimentándose de la sustancia que los sostenía. Y así acometieron una fabulosa apropiación de la privacidad de todos y cada uno de los que se acercaban a una pantalla, allá donde ésta estuviera insertada. “El capitalismo de vigilancia tiene su origen en un acto de desposesión digital. Somos así los pueblos indígenas cuyas reivindicaciones tácitas de autodeterminación han desaparecido de los mapas de nuestra propia experiencia”, dice Zuboff.

¿Y cómo lo hicieron? ¿Cómo pudo consumarse ese pecado original de latrocinio? Pues haciéndolo. Como dice Zuboff, un poco a la manera de Cristóbal Colón, que llegó a una playa, clavó el pendón y declaró solemnemente que tomaba posesión de aquellas tierras en nombre de la corona de Castilla.

Eso fue posible por una confluencia de factores. Primero, invocando a la libertad. Según la lógica neoliberal, cualquier movimiento del Estado que apuntase a una regulación sería muy nocivo y anularía la posibilidad de innovación radical. Segundo, ¿quién entendía aquello? En aquella caja negra sólo un puñado de expertos de Silicon Valley sabía operar. Y el que dijera lo contrario estaba anticuado o era un ignorante. Tercero, el Estado era un animal lento incapaz de alcanzar, digerir y controlar aquellas velocidades de cambio tecnológico. Así, había un inmenso campo de alegalidad donde podían operar a sus anchas para seguir rebañando de la lucrativa olla de la naturaleza humana.

Planeta sin ley

Los datos no sólo tenían que es gratis, el propio ordeño tenía que permanecer “inmune a la acción de la ley”. Por ello, estas empresas, transformadas ya en gigantes tecnológicos, desplegaron una política de hechos consumados. Con cada nueva aplicación daban un mordisco más a la privacidad. Si había protestas, se aplicaba una mezcla de tiempo y recursos legales dilatorios de los mejores abogados. Hasta que los usuarios, y los gobiernos, todos, iban asumiendo esos nuevos desarrollos con una mezcla de impotencia y resignación. E incluso alegría. La retórica sobre la bondad intrínseca de la tecnología digital estaba infectando a la sociedad.

Zuboff analiza, por ejemplo, el caso de la intromisión en la privacidad que supuso Street View. Google desoyó constantemente los requerimiento de las autoridades federales estadounidenses. “La disciplina estratégica de la empresa a la hora de obstruir y desairar a la democracia y, al mismo tiempo, abusar de ésta le brindó nada menos que un sexenio para que la gente siguiera usando los datos de Street View y para que la propia compañía insertara tácitamente en nuestra conciencia la idea de que Google es inevitable y nosotros somos impotentes ante tal inevitabilidad”.

El imperativo extractivo no sólo manda mantener las rutas de suministro de datos siempre abiertas y sin control gubernativo. También desencadena una economía de alcance y una economía de acción. ‘De alcance’ en cuanto a que los dispositivos de extracción han de ser cada vez más profundos: del ordenador al que accedemos para contarle a Google dónde estamos, cómo somos y lo que queremos, paramos a las pulseras o relojes y teléfonos digitales que nos han convertido en ganado marcado con dispositivos implantados de seguimiento. Eso es el llamado ‘Internet de las Cosas’, el despliegue de una piel tecnológica ya casi invisible que traduce la vida en datos.

Y la ‘economía de acción’ va de suyo: si conoces tan bien a los sujetos envueltos en esa nueva piel digital, basta un soplido para que, hale hop, pasen por el aro. “Pastorean dando empujoncitos, manipulando comportamientos para que vayan por derroteros concretos. Para ello ejecutan acciones tan sutiles como insertar una frase determinada en la sección de noticias de nuestro Facebook, calcular el momento oportuno para que aparezca el botón de comprar en nuestro teléfono, o apagar el motor del nuestro coche si nos hemos demorados en el pago del seguro”. Eso es el Internet de las cosas. Una infraestructura digital invisible “que deja de ser una cosa que tenemos para convertirse en una cosa que nos tiene a nosotros”.

El anticontrato

Así piensan esos gigantes tecnológicos, éste es el proceso completo de desposesión, Según Zuboff: La experiencia humana es una materia prima que podemos tomar gratuitamente ignorando los derechos de los individuos; luego podemos traducir esa experiencia en datos conductuales, acto seguido podemos convertirnos en propietarios de esos datos conductuales, lo que nos lleva a adquirir el derecho a conocer lo que revelan esos datos y, por tanto, podemos decidir cómo usar ese conocimiento; lo que, en definitiva, nos lleva a concluir que también podemos establecer las condiciones para preservar nuestros derechos de captura, propiedad, conocimiento y decisión.

Esta última apreciación es importante pues los contratos de usuario que a diario rubricamos no hacen más que reforzar la adhesión al universo legal establecido por esas compañías dejando al margen la legislación ordinaria y el contrato social. Por eso Zubbof habla de “anticontratos”. Millones y millones de “firmas” diarias en todo tipo de apps que nos desposeen del derecho sobre nuestras propias vidas. “Anticontratos” que, además, se firman a ciegas. ¿Quién tiene la paciencia y el tiempo suficientes para saber dónde se está metiendo? Una lectura razonada de todas las políticas de privacidad con la que nos encontramos a lo largo de un año supondría 76 jornadas laborales, según un estudio de la Universidad Carnegie Mellon.

Así que en esas estamos. Es un “neofeudalismo”, dice Zuboff, en el que “vivimos siendo conscientes de que nuestras vidas tienen un valor único, pero somos tratados como si fuéramos invisibles”. Lo único que importa son los datos que excretamos. Por ello esta investigadora habla de que el capitalismo de vigilancia es “un golpe desde arriba”, no es “un derrocamiento del Estado”, es más bien “un derrocamiento de la soberanía del pueblo”.

Se anulan definitivamente los requisitos esenciales para el derecho de acción y autonomía del individuo, la base del orden democrático. ¿A dónde nos está llevando este capitalismo de vigilancia? A nada bueno. Zuboff deja esta pregunta: “Si el capitalismo industrial afectó negativa y peligrosamente a la naturaleza, ¿qué estragos podía causar el capitalismo de vigilancia a la naturaleza humana?”

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