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Análisis

El virus de la crisis de suministros pone a la economía global contra las cuerdas

El desbarajuste en la producción y en el tránsito mundial de mercancías hace peligrar la recuperación postcovid y alienta el riesgo de estanflación

Existe un desajuste global en la producción a causa de la paralización mundial.

El desplome brutal de la economía mundial en 2020 (sin precedentes en tiempo de paz desde la Gran Depresión de 1929) fue resultado de una parálisis inducida y autoimpuesta de modo deliberado para frenar la pandemia del covid y poner coto a una mortalidad que, en caso contrario, hubiera alcanzado proporciones aún más devastadoras.

Se esperaba que a una crisis insólita por sus proporciones –inauditas en 90 años– y por su naturaleza –una recesión autoinfligida para salvar vidas– iba a seguir una recuperación rauda y muy vigorosa (en forma de “V”) en cuanto avanzara la vacunación y pudiera restablecerse una relativa normalidad, dado que el aparato productivo estaba intacto, el sistema financiero no se había resentido, existía una gran demanda embalsada, los confinamientos habían acrecentado el afán de vivir y de consumir, y empresas y familias había acumulado cifras muy elevadas de ahorro, en unos casos por precaución y en otros forzado por la imposibilidad de darle otro uso durante un ejercicio de bloqueo e inactividad forzosos. Las expectativas se materializaron. La recuperación de la demanda global fue pujante e impetuosa pero la oferta no está siendo capaz de secundarla a la misma velocidad y con la misma intensidad.

Aunque, en general, la estructura productiva fue protegida por los gobiernos con un enorme gasto público y mediante fórmulas como los expedientes de regulación temporal de empleo, algunos fabricantes no sobrevivieron a la “travesía del desierto”. En otros casos hubo ceses de actividad de minas y fábricas cuya reactivación y normalización de la producción comportan necesariamente tiempo y preparativos. En algunas zonas del mundo, como China (“fábrica del mundo”), ha habido rebrotes del coronavirus que llevaron a las autoridades a imponer nuevas medidas para contener los contagios.

Las cadenas globales de producción –por las que hace decenios se fragmentaron los procesos fabriles asignando las distintas fases de producción a diferentes localizaciones en virtud de los menores costes y la mayor especialización– tuvieron que reorganizarse porque había habido un desajuste global a causa de la paralización mundial.

Esto se agravó porque algunos grandes países asiáticos que se habían beneficiado a partir de los años 80 de las deslocalizaciones industriales que sufrieron las economías avanzadas ya habían empezado a padecer en sus territorios desplazamientos de actividad hacia otras economías emergentes aún más competitivas en costes para determinados procesos de fabricación. Y porque, mientras se estaba produciendo esa globalización de segunda generación, los graves problemas de abastecimiento de material sanitario que vivieron las naciones ricas en 2020 por su extremada dependencia de Asia llevaron al mundo desarrollado a cuestionarse el modelo de fabricación lejana y a replantear sus cadenas de producción para regionalizarlas y acercar los procesos a las plantas de ensamblaje y a los mercados de mayor consumo.

La automatización y digitalización crecientes de la industria contribuyen a su vez a relativizar el impacto del diferencial salarial, de modo que el reforzamiento de la seguridad de suministro pasó a ser un valor en alza tras la gran vulnerabilidad puesta de manifiesto por el covid en los meses en que China no fue capaz de abastecer de todo el material de protección que demandaba el planeta.

El posterior estallido de la demanda que sobrevino a medida que progresaba la vacunación contribuyó a desbarajustar aún más el comercio y el tránsito mundial de mercancías.

Las tensiones inflacionarias se relajarán cuando todas las cadenas de producción y distribución vuelvan a sincronizarse

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La generalización en el último medio siglo del modelo de producción japonés “justo a tiempo”, para abaratar costes de inventarios, supuso la renuncia en muchos casos por las plantas manufactureras de sus almacenajes y stocks de insumos. Los suministros a tiempo, de modo que las piezas y componentes lleguen a los centros de ensamblaje justo cuando las precisan, requirió una organización sofisticada y certera de la logística global para que el modelo funcione con la puntualidad y precisión de un mecanismo de relojería.

El derrumbe de la actividad en 2020 y el rebote de la economía, con crecimientos de hasta dos dígitos en 2021, supusieron dos sacudidas de enormes proporciones que desbarataron un sistema de distribución mundial que ya estaba en revisión y que, tras el desfondamiento inicial de la producción y de la demanda, pasó a afrontar una acumulación de pedidos desacostumbrada y para la que en muchos casos los centros de producción no tienen capacidad de responder, bien porque muchas industrias y minas habían aguardado a tener certezas de la recuperación económica y del control de las nueva variantes de la pandemia para normalizar su actividad, bien porque no había capacidad instalada en el mundo para una demanda tan elevada.

Los chips

Los chips (un componente crítico para numerosos sectores) es el ejemplo más diáfano de la segunda explicación: la demanda de coches, electrodomésticos y otros bienes duraderos se derrumbó en 2020 pero fue reemplazada por la elevación súbita y simultánea de la venta de ordenadores, tabletas, teléfonos móviles y videoconsolas, cuya demanda se vio impulsada por los confinamientos y por el teletrabajo, por lo que las limitadas fábricas de circuitos integrados existentes se mantuvieron a plena capacidad. El restablecimiento de la demanda y fabricación de automóviles, electrodomésticos y otros equipos se produjo sin que se haya reducido la de los productos informáticos, lo que, junto con una creciente digitalización y automatización de los procesos, ha supuesto una saturación de pedidos a las fábricas de chips muy superior a su capacidad de respuesta.

Construir una planta de microprocesadores requiere inversiones enormes, mucho tiempo de maduración del proyecto, de cualificación del personal, de puesta en marcha de la planta y de ajuste del proceso productivo, por lo que las restricciones aún se prolongarán algún tiempo, impidiendo que la oferta pueda cubrir la demanda de aquellos bienes para los que los circuitos integrados son un input vital.

Entre el 75% y el 80% del comercio mundial de bienes se canaliza por vía marítima y aquí han surgido otros “cuellos de botella” a causa de la aparición de nuevos brotes de covid en algunos grandes complejos portuarios chinos, que fueron sometidos a cuarentenas y de una demanda de mercancías que se disparó de modo repentino y vertiginoso con la reapertura de otras economías.

La alteración del tráfico marítimo en un país emisor y receptor crucial en el comercio mundial como China generó el bloqueo de productos mientras la demanda continuó al alza. La alteración del tráfico marítimo transmitió el atasco a otros puertos del mundo, lo que se agudizó por la insuficiencia en algunos casos de personal para la estiba y desestiba y la insuficiencia de transportistas en algunos países. La distorsión se agravó porque los contenedores no llegaban a tiempo y tampoco podían zarpar de regreso con nuevos cargamentos. Todo ello desencadenó un alza repentina del coste de los fletes y una fortísima especulación en los precios para acaparar los contenedores disponibles.

Crisis energética

La crisis de carestía de la energía actuó de catalizador adicional. Las energías fósiles, como el carbón, el petróleo y sobre todo el gas, entraron en una tendencia alcista, agravada por tensiones geoestratégicas y una demanda galopante. El carbón llegó a doblar su precio, al igual que el crudo, y el gas a más que quintuplicarlo en apenas un año. La fuerte demanda de electricidad por la reapertura de la economía y por los episodios meteorológicos extremos tensaron aún más los precios energéticos, agravando el riesgo –en caso de persistir la tendencia– de que su carestía se transmita al conjunto de los sectores productivos y a todos los bienes y servicios.

El aumento de la inflación a niveles sin precedentes en 29 años a causa de todos los desajustes acumulados (y de un entorno favorable tras una larga etapa de contundente expansión monetaria) está empezando a pasar factura al crecimiento económico, con una ralentización generalizada de la aún portentosa dinámica de recuperación poscovid y con síntomas incipientes de efecto en cascada por una escasez y carestía de insumos que se propagan, con paradas fabriles, desde las materias primas a los bienes intermedios y de éstos a los bienes de consumo.

Esto ya ha dado lugar a alertas de posible riesgo de estanflación (estancamiento y desempleo con inflación), pero tanto el crecimiento como el empleo siguen siendo dinámicos, y las autoridades y los bancos centrales auguran que las tensiones inflacionarias se relajarán cuando todos los eslabones de las cadenas globales de producción y de distribución logren reajustarse y recuperar su sincronización.

La elevación de los precios es uno de los mecanismos automáticos de que dispone la economía para restablecer su equilibro. Los precios operan como un código de señales que guían la oferta y la demanda. Por el lado de la demanda, y a la espera de que la producción se recupere, la subida de precios debería atemperar el acopio y el consumo, mientras que por el lado de la oferta debería estimular la inversión para ampliar la capacidad instalada en aquellos bienes y productos básicos cuya escasez está elevando su cotización y, con ello, la perspectiva de rentabilidad.

Pero este mecanismo no siempre logra restaurar la armonía –y menos con la prontitud necesaria para evitar que se generen otras secuelas y espirales de difícil reconducción–, bien porque las crisis de oferta como la actual afronten escollos técnicos, organizativos, geoestratégicos, climáticos u otros imponderables que las dilaten, o bien porque la demanda se vuelva inelástica, como suele ocurrir con los bienes de primera necesidad como la energía. Volver al equilibrio requiere entonces la intervención desde la política monetaria, la fiscal o la estructural.

Si el relanzamiento de la producción y la normalización del abastecimiento se demorase, el riesgo es que el ajuste se produzca con una contracción de la demanda y que mientras tanto la inflación siga agudizándose con riesgo de enraizar y de empobrecer a la población. Uno y otro fenómenos comprometerían el crecimiento y el empleo. Un endurecimiento de la estrategia monetaria con subida de tipos para controlar los precios u otro tipo de políticas de estabilización a corto también pondría en riesgo –en función de su intensidad– la continuidad de la recuperación. Y, entre tanto, las crisis de suministros también han de ser preocupantes porque suelen conducir a la inestabilidad social.

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